Teodoro en Madrid: una crónica
Todo lo que aquí narro ocurrió, si la memoria no me engaña, en abril de 2003, poco días después de la caída de Bagdad.
La cancillería española había cursado una invitación a tres periodistas venezolanos, a instancias de las Cortes de aquel país: querían los diputados españoles, en especial los comités de asuntos exteriores, hacerse una idea cabal de lo que ocurría en Venezuela por entonces.
Un par de meses antes, el “paro cívico nacional” − al cabo no otra cosa que una huelga general petrolera − , convocado en diciembre de 2002 por “Gente de Petróleos”, con el apoyo de la CTV, Fedecámaras y ese estamento que en dialecto periodiqués de antaño solía llamarse “barones de la prensa”, había languidecido hasta fenecer, sin lograr su cometido de forzar la renuncia de Hugo Chávez.
La reacción chavista no tardó en hacerse sentir: se instauró un estricto control cambiario y, a partir de ese momento, la espiral de autoritarismo, “cubanización” del aparato estatal, expropiaciones, abusos contra los derechos humanos y políticos de la oposición sumados a la violencia criminal cobraría el ritmo ascendente que, hasta hoy, no ha menguado.
El trío seleccionado fuimos Eleazar Díaz Rangel, Teodoro Petfkoff y quien firma esta nota. ¿Por qué ustedes?, preguntará el lector espabilado y solo sé responder que hice la misma pregunta al funcionario de la embajada española que extendió la invitación. “¿Por qué yo?”.
Se me dijo que, considerando la cruel polarización del país constatable en las profusas páginas de opinión que todavía entonces publicaban los diarios de circulación regional y nacional, “Díaz Rangel, Petkoff y tú son, sin duda, los creadores de opinión más equilibrados”. Tenían en la embajada la impresión de que Marta Colomina, por citar un ejemplo, era demasiado partisana y abrasiva para ofrecer un panorama objetivo de la situación política del país a los excelentísimos señores diputados a las Cortes.
Me sentí en el deber de advertirle al primer o segundo secretario de la embajada − no recuerdo bien − que, justamente, pretender ser un opinador equilibrado me granjeó en aquellos años fama de criptochavista. Que todavía buena parte de la opinión de la conservadora clase media del país tenía a Petkoff por el “carnicero del tren del Encanto” y que Díaz Rangel era una voz incipientemente afín a la de Chávez.
La Embajada insistió. Yo ponderé entonces la tregua que entrañaba pasar una semana en Madrid, mi ciudad favorita. Pensé con anticipado deleite en las mesas de mármol del más que centenario “Café Comercial” de la Glorieta de Bilbao donde me gustaría ir a hojear los libros que compraría en la Librería “Marcial Pons” de la calle de San Sotero, y al cabo me dejé llevar, con Eleazar Díaz Rangel, en un vuelo de Iberia. Teodoro llegaría más tarde a la “villa y corte” del reino, acompañado de Neugim Pastori, su esposa, en otro vuelo.
2.-
Previa a nuestra comparecencia ante las Cortes, “Casa de América” había dispuesto, en un salón de su sede del Palacio de Linares, en Cibeles, algo que nuestros hermanos colombianos han designado con un modismo que hizo carrera en Hispanoamérica: un “conversatorio”, abierto a todo público, a primera hora de la mañana.
Como augurio de cuán mal nos iría en aquella gira, un formidable competidor ocupaba el salón contiguo: el notable historiador británico Eric Hobsbawm, quien presentaba lo que, para el momento, era su último libro: Años interesantes: una vida en el siglo XX. Hobsbawm iba a escribir todavía muchos más, antes de morir en 2012, a los 95 años. Tuvimos que abrirnos paso por entre un compacto contingente de académicos anteojudos, bellas reporteras culturales y greñudos profesores y estudiantes de Historia o Ciencias Políticas.
La sala que nos fue asignada era mucho más pequeña y no estaba precisamente llena de bote en bote. Era más bien una reunión mañanera y medianamente nutrida de venezolanos residentes en España. Alcancé a divisar entre el público a muy pocas personalidades de los medios españoles. Una de ellas era la distinguida crítico literaria Mercedes Montmany, aunque tengo para mí, ¡Dios me perdone!, que Mercedes, seguramente buscando la presentación de Hobsbawm, entró a nuestro salón por equivocación, se sentó en primera fila y ya no le quedó otro remedio que aguardar, muy modosita, a que Petkoff y Díaz Rangel brindasen al público pareceres divergentes sobre la situación venezolana. Yo me asigné, sin que nadie me lo pidiera, el papel de moderador.
Aquello era muy parecido a un panel del “Grupo Santa Lucía”, el evento anual motorizado por el desaparecido Alberto Quirós Corradi. Petkoff predicaba ante una mayoría de conversos y Díaz Rangel hacía acres observaciones acerca del maniqueísmo de la prensa opositora de aquellos días. En suma, un reconfortante ejercicio de comunión entre demócratas venezolanos residentes en el exterior − todavía no hablábamos de exilios −, hecho con el talante de una práctica de bateo de softball entre amigos, pero era lo que habíamos venido a hacer.
La comparecencia prevista ante el comité de exteriores de las Cortes estuvo precedida por una tour guiada del vetusto edificio. El motivo era hacer tiempo hasta que el comité se reuniese en pleno. Pasamos un buen rato en la sala plenaria, desierta a esas horas, y los ujieres llamaron nuestra atención hacia al techo, aún perforado por las ráfagas con que el Coronel Antonio Tejero y sus hombres no lograron intimidar a los valerosos diputados Adolfo Suárez, Santiago Carrillo y Gutiérrez Mellado en la crucial jornada del 23F de 1982. Por fin, fuimos conducidos al salón donde esperábamos conversar con los señores diputados.
No contábamos con que en toda España no había oídos para nosotros sino para lo que indignaba a los españoles con sobradísima razón: su gobierno los había arrastrado a una guerra por entonces de impredecibles consecuencias contra la voluntad del 98% de la población.
En consecuencia, Madrid hervía en marchas de protesta y paros simbólicos por doquier y a toda hora, a los que se sumaron disciplinadamente todos los miembros de la bancada de izquierdas.
No había en las Cortes un solo diputado del PSOE, Izquierda Unida o el resto de la oposición; casi sin excepción todos los presentes lo eran del Partido Popular, entonces en el poder. José María Aznar se había metido en camisa de once varas al hacer causa común con George W. Bush y Tony Blair en la invasión a Irak.
Menos de un año más tarde, en marzo de 2004, el mayor ataque terrorista registrado en Europa en tiempos de paz, seguido inmediatamente del desvergonzado y chapucero intento de Aznar de sacar provecho electoral de las bombas de la estación de Atocha echaron al Partido Popular del gobierno, dando paso a la “era Zapatero”. De modo que nuestra visita no pudo ser más importuna: ni la socialdemocracia, encarnada en el PSOE, ni el resto de la izquierda española, más bien carnívora, esa que el desaparecido Horacio Vásquez Rial certeramente llamó “izquierda reaccionaria”, estaban para escucharnos.
Esto último era de suma importancia para Petkoff y yo: allegar al PSOE una visión menos benévola, menos “rousseauniana” para con la clara deriva autoritaria de Hugo Chávez, el buen salvaje en quien la izquierda europea − notablemente el PSOE − se empeñaba en ver un revolucionario, quizá demasiado vociferante, excéntrico, desmañado y caribeño, pero sin duda nimbado por la llamada “legitimidad de origen”: en cinco años, el chavismo había sido favorecido por los votos en otras tantas elecciones. Chávez había sido reelegido presidente en 2000 con el 59,7% de los votos.
Para comprender nuestra decepción − la de Petkoff y mía, al menos; no puedo hablar por Díaz Rangel −, considérese la solicitud que los tres habíamos acordado agregar a nuestro reporte sobre la discordia venezolana. Queríamos elevar una modesta proposición, tanto a las Cortes como a La Moncloa: la de que España y otros países de nuestra América, ya por aquella época constituidos en un Grupo de Países Amigos ( ¿recuerda alguien al Grupo de Países Amigos?), apercibidos de la enconada discordia y la profunda división que estremecía a Venezuela, respetuosa pero diligentemente propiciasen un diálogo entre gobierno y oposición que rápidamente condujese a una normalización de la vida política.
Releo la frase “normalización de la vida política” con ternura de mí mismo ante tamaña ingenuidad. Normalizar el curso de la vida política era, ya hace doce años, lo último en lo que el chavismo podía estar interesado.
La conversación con la comisión de política exterior de Diputados quedará en mi memoria como divisa de lo fútil y lo inconducente: el PSOE e Izquierda Unida ausentes y Petkoff, Díaz Rangel y yo hablando acerca de la crisis política de un lejano país latinoamericano ante desaprensivos diputados del Partido Popular y de pequeños partidos que integraron hasta hace poco diversas coaliciones autonómicas con el PP.
Los honorables diputados no veían la hora de irse a almorzar y no ocultaban su hastío, su desinterés y su nula disposición a enterarse de lo que aquí pasaba y continúa pasando.
Se hallaban todos tan ostensiblemente consternados por el vasto movimiento opuesto a “la guerra de Aznar” que nos oían sin escuchar, atentos a las pantallas de sus celulares. Constantemente se excusaban para entrar y salir del salón y cosas así. Al final, hubo unas cuantas maquinales preguntas de cortesía y antes del mediodía todo había terminado.
Nunca antes, hasta aquel día, me había sentido tan aplastado por la irrelevancia nacional. La gira de aquel “trío Los Panchos” debía terminar con una audiencia con el presidente Aznar que habíamos solicitado a Cancillería desde Caracas. Mientras llegaba la respuesta de La Moncloa, tuvo lugar el único encuentro en que contamos con la atención de nuestros interlocutores.
3.-
No lo organizó Cancillería sino una de las corporaciones más respetadas por la España demócrata: la sección española de la Asociación de Periodistas Europeos.
El director de la APE era por entonces su fundador, el incansable Miguel Ángel Aguilar, columnista de larga y brillante trayectoria, autor de un libro sobre las últimas Cortes del franquismo que, publicado en 1976, aún puede leerse con provecho.
La APE nos dio cita en su sede de la calle de Cedaceros donde Aguilar había reunido un nutrido y selecto grupo de escritores y periodistas españoles. Recuerdo entre ellos al historiador Santos Juliá, al ensayista y poeta José María Ridao, al jocundo José Oneto y a Miguel Ángel Bastenier, decano de la sección internacional de El País. Un momento para mí inolvidable llegó cuando Teodoro me presentó a un recio anciano asturiano que literalmente trituró mi mano al estrecharla: Santiago Carrillo, el legendario exsecretario general del Partido Comunista español. Llevaba Carrillo a la sazón, con sorprendente vivacidad, sus buenos 88 años. Carrillo murió en 2012, a los 97.
Todo marchaba bien aquella mañana. La práctica hace la perfección, la rutina del moderador y los dos curtidos periodistas rodaba armoniosamente: el trío “Los Panchos” era al fin escuchado con atención y eso se dejaba ver en las muy pertinentes preguntas del grupo. Solo que, en un cierto momento, Teodoro, con su vehemencia característica, quiso imprimir énfasis a la afirmación de que la sociedad venezolana estaba escindida horizontal y verticalmente y no se le ocurrió otra “exageración didáctica” que decir que la discordia entre chavismo y oposición configuraba una crispación evocativa de la España del los años inmediatamente anteriores a la guerra civil.
Santos Juliá, el extraordinario historiador de la España contemporánea, se sintió entonces llamado a hacer una precisión acerca de un nombre o alguna fecha que Teodoro había citado imprecisamente. Se trataba, en todo caso, de algo irrelevante para la “argumentación Petkoff”, a lo que Miguel Ángel Aguilar opuso tentativamente otro nombre y otra fecha. José María Ridao subió la apuesta aportando un juicio historiográfico discrepante del de Santos Juliá. Santiago Carrillo, al fin protagonista de la guerra civil, metió baza con sus personales evocaciones y pareceres. Oneto los hizo reír con un chiste privado que a los tres venezolanos no se nos alcanzaba. En cuestión de segundos, todos los españoles presentes se trenzaron en una amable pero fogosa discusión sobre el añoso y controvertido tema de su guerra civil y se olvidaron por completo de Teodoro, Díaz Rangel y yo. En eso nos sorprendió la hora del aperitivo y nos fuimos todos − en realidad, no todos: solamente los periodistas − a almorzar a un sitio estupendo.
Para describir el ánimo que reinó durante el almuerzo solo atino a echar mano a la letra del chotis “Madrid” de don Agustín Lara: se trató, ni más ni menos , que de un “agasajo postinero con la crema de la intelectualidad”. La noche anterior había fallecido uno de los talentos más fecundos del periodismo democrático, el humor gráfico y el cine españoles: el genial caricaturista José González Castrillo, mejor conocido como “Chumy Chúmez”. El trío “Los Panchos” optó por escuchar gozosamente el cotilleo de sobremesa de aquellas notabilidades, dedicado casi exclusivamente a exaltar las osadas ocurrencias de “Chumy Chúmez” durante el “tardofranquismo”.
De Chumy Chúmez se pasó a hablar de Manuel Fraga y Pepe Oneto contó varios lances entre Chumy y el protervo ministro franquista de Información y Turismo. Los tres venezolanos asistimos felices a aquel genuino seminario sobre la política española de los últimos cuarenta años.
Con lo que llego a la esperada reunión privada con el presidente Aznar. Pero en el Palacio de La Moncloa, sede del gobierno español, se nos dijo que Aznar, lamentablemente, no podría recibirnos y nos tocó hacer antesala para hablar con cierto señor Timerman.
4.-
El señor Timerman– su nombre de pila se me escapa en este momento, olvido que ya no tiene importancia, como se verá– era a la sazón uno de los hombres políticamente más poderosos de España.
Para irnos entendiendo diré que, en más de un tema prioritario, Timerman era a Aznar lo que Condoleezza Rice lo fue a George W. Bush: una cruza de consejero y compinche, de factótum y alcahuete.
En medios de prensa españoles se atribuía a Timerman, por ejemplo, la designación de una oscura nulidad ( la señora Ana Palacio, a quien Timerman teledirigía en virtud de no sé qué maraña de favores recibidos) para el cargo de ministro de asuntos exteriores y el haber promovido la ruptura con el diario El Mundo ( y su grupo propietario) que tanto habían favorecido al Partido Popular y al propio Aznar en su última campaña electoral.
Ninguna de las dos iniciativas favoreció a la larga al jefe de gobierno y el tiempo probó que cada una de ellas fueron costosísimos errores, pero parece que Aznar veía sólo por los ojitos de Timerman.
Para mejor inteligencia del lector, conviene decir que el “Trió Los Panchos”, pese a sus diferencias en lo que tocaba a Chávez, había acordado solicitar de consuno la misma cosa ante todo auditorio español que se dignara escucharlo : que se hiciese lo posible porque el ya citado Grupo de Países Amigos tuviese una misión permanente en Venezuela, que el Grupo no limitase su accionar a espaciadas consultas telefónicas entre vicecancilleres. No era mucho pedir, en verdad; nada del otro mundo, si se mira bien.
Pero la señora Palacio, la canciller, no estaba para nosotros (España era aliada en la cruzada contra Saddam y la buena señora andaba muy ocupada); tampoco el jefe de asuntos iberoamericanos que por aquellos días se encontraba en Chile.
—Os queda Timerman–sentenció Martin, nuestro amigo de Casa de América. Y añadió que quizá fuese mejor así.
—Es cierto, dijo Paco, uno de nuestros anfitriones de la AEP: Timerman tiene su despacho al lado del de Aznar.
─ También la oreja de Aznar–sumó Martín.
Timerman nos recibió a todos, incluyendo a Paco y Martín, en la sala de conferencias de su despacho de la Moncloa que, efectivamente, era contiguo al de Aznar. Era un sujeto joven, delgado y bien trajeado. Figúrese el lector a un señorito español que al hablar afecta una jovial liviandad que no logra disfrazar su descomunal engreimiento. Yo hablé primero y, cuando hube terminado de repetir la chuleta sobre el Grupo de Amigos, Timerman nos dijo, encendiendo un Kent:
—La verdad, me encantaría ayudaros, pero no creo ser el indicado porque no soy experto en asuntos exteriores. ¿Han hablado ya con la señora Palacio?
Paco y Martín le dijeron lo que pasaba con la señora Palacio.
—Me apena decirlo, pero tampoco soy experto en asuntos iberoamericanos. ¿Habéis hablado ya con Fulano, el de Asuntos Iberoamericanos?
Paco y Martin explicaron entonces que Fulano, el de Asuntos Iberoamericanos, estaba en Chile. Teodoro comenzaba a exasperarse; Díaz Rangel tampoco parecía feliz. Fue entonces cuando hice un chiste malo que pretendía distender y sólo logró subir la temperatura:
—Pues para no ser experto en nada ha llegado usted muy lejos, amigo Timerman.
El chiste cayó perceptiblemente en el ego de Timerman como una cucharonazo de mondongo guayanés en una alfombra del Taj Mahal. Cuando se repuso del todo, el segundo de Aznar nos ilustró atorrantemente sobre lo muy ocupados que andaban a esas horas con la toma de Bagdad.
“Hemos tomado Bagdad hace dos días”, dijo, con énfasis en el plural, como si él mismo fuese general del U.S. Army. Y dejándonos ver, de paso, cuán cominera y minúsculamente suramericana lucía nuestra gestión al lado de la tamañosa hazaña cumplida por Bush, Blair y el ocupante del despacho contiguo.
Díaz Rangel , siempre reportero y quizá por cambiar hábilmente de tercio, preguntó, como quien no quiere la cosa, por el paradero de Saddam Hussein.
“El paradero de Saddam es irrelevante ─ respondió el arrogante Timerman ─ porque lo verdaderamente importante es que ya hemos entrado en Bagdad y que ninguna de las memeces que los agoreros han estado repitiendo que iban a ocurrir–se refería a la opinión del 98 % de sus compatriotas – ha ocurrido ni va a ocurrir: no va a estallar el polvorín del Medio Oriente ni ninguna de esas paparruchas.”
—Muy bien–repuso Teodoro entonces, con su voz más hosca e insociable–,pero cuando veas a Aznar pregúntale de parte mía qué va a pasar cuando no aparezcan las armas de destrucción masiva, qué explicación piensa darle a los españoles por una guerra hecha sin su consentimiento y que no ha terminado. Ustedes se engañan si creen que la guerra ha terminado.
Ante tal desacato, proferido con caribeña lisura y en el tono rugoso que es la marca de fábrica de Petkoff, a Timerman se le cayó de la boca el Kent con filtro y se desvaneció su afectada displicencia.
—Pues en estas cosas sí soy yo un experto y sólo le puedo decir que la guerra sí ha terminado. Ha terminado el 9 de abril. Y por mí, esta reunión también ha terminado.
El “impasible” Timerman, perdidos los estribos, se puso de pie y salió, bufando, por una puerta lateral, dejándonos solos en su despacho. Hasta allí llegaron nuestras gestiones en pro de la sede permanente en Caracas del Grupo de Países Amigos.
Paco y Martín, nuestros cicerones de Casa de América y de la AEP, salieron de allí sumamente impresionados por el ” tío bigotazos que le ha cantado todas a Timerman en su cara”. Teodoro se fue a su alojamiento y Díaz Rangel y yo al venerable Hotel Suecia, donde casualmente me alojé en mi primer viaje a Madrid, allá por 1978, en el luminoso tiempo de la Transición, hoy tan denostada por los maximalistas de Podemos.
5.-
La última noche de aquella gira fue la única que tuvimos libre y yo invité a Díaz Rangel a una caña en un sitio cualquiera de la calle de Alcalá desde donde podíamos apreciar la continua marcha de manifestantes camino a la Puerta del Sol.
Recuerdo que Díaz Rangel me preguntó con franqueza y sin fingido candor por qué en cada ocasión que se presentaba yo hablaba del autoritarismo de Chávez. Yo le di mis razones, cordializamos un rato más y luego él se fue al Teatro de la Zarzuela y yo a Malasaña, a ver unos amigos españoles. Nos despedimos con la cordialidad de siempre.
Pensando en aquel tiempo, se me antoja que uno de los mayores enigmas de sicología profunda que nos ha deparado la historia reciente de nuestro país es el volte-face de Díaz Rangel.
Protagonista en primera línea de la lucha y derrocamiento de la dictadura perezjimenista, intelectual probo, académico, gremialista, maestro de periodistas y figura descollante de la izquierda democrática, Díaz Rangel es hoy factor decisivo, cómplice activo de la “hegemonía mediática” chavista, ese socarrón circunloquio del régimen para nombrar lo que nos es más que censura, autocensura y persecución del periodismo libre.
Doce años después de aquella inconducente gira del “Trío Los Panchos”, la percepción de lo que ocurre en Venezuela, ya no solo en España sino en el ámbito global, se adecúa a la brutal realidad de un país camino a la disolución y pocos, salvo los más irredentos personeros de la izquierda reaccionaria, ignoran que en Venezuela hay casi un centenar de presos políticos y que la represión sistemática de toda disidencia ciudadana ensangrienta cotidianamente el país.
Mientras tecleo esta crónica me da por encajar en ella una cita de Jill Lepore, una extraordinaria profesora de Historia y periodista estadounidense, ganadora del Pulitzer, quien en un ensayo suyo afirma: “Los periódicos no están siempre del lado de la libertad. No todo el mundo está de acuerdo en qué cosa es la libertad. Algunas luchas no terminan. Y no es el periódico el que está en peligro de muerte y necesita salir levantarse de su tumba. Es la libertad de prensa.”
De entonces a la fecha, Teodoro Petkoff ha perseverado en reinventarse como editor y periodista logrando hacer de un tabloide matutino al que pocos “expertos” auguraban éxito en 2000 una genuina escuela de batalladores jóvenes periodistas.
Una prueba de ello está, sin buscar más lejos, en un suceso a la vez moralizador y entusiasmante: la misma noche en que fue vilmente asesinado el diputado chavista Robert Serra, un grupo de jóvenes insumisos periodistas venezolanos encabezados por César Batiz, la crème de la crème de la desaparecida unidad de investigación de Ultimas Noticias, recibía en Medellín el consagratorio premio “Gabriel García Márquez”.
Sin duda hay justicia poética en el hecho de que el brillante y escrupuloso reportaje premiado, haya forzado al gobierno de Maduro a admitir que las balas asesinas del 12F partieron de su bando. Tamoa Calzadilla y Laura Weffer, hablando de superlativos del gremio, acaban de recibir el premio María Moors Cabot, que ya en 2012 fue otorgado por la Universidad de Columbia a Teodoro Petkoff, en mérito a su indoblegable lucha por la verdad en tiempos de oscuridad y asfixia.
No son, por cierto, los periodistas que he mencionado los únicos que, en las duras circunstancias que vive la libertad de prensa en Venezuela, perseveran y dan voz a los demócratas de Venezuela, dentro y fuera de ella.
Esta misma semana, en Madrid, le será conferido a Teodoro el premio internacional de periodismo “Ortega y Gasset”, instituido por el diario español El País, en reconocimiento a su trayectoria profesional. El jurado, unánimemente, exalta en su veredicto “la extraordinaria evolución personal que le ha llevado desde sus inicios como guerrillero a convertirse en un símbolo de la resistencia democrática a través del diario que dirige”.
Eric Alterman – otro admirable periodista– decía hace poco que el verdadero problema del periodismo en tiempos de globalización no es la muerte inminente de los periódicos, sino la muerte inminente de las noticias.
Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, sus lameculos civiles y sus narcogenerales sin duda seguirán generando asombrosas y cruentas noticias. Pero, probadamente, hay aún en Venezuela periodistas de gran inteligencia y presencia de ánimo que ven en Teodoro Petkoff un paladín y un modelo moral. Ellos habrán de iluminar los hechos y orientarán el juicio de millones de ciudadanos del mundo con derecho a conocer toda la verdad de lo que ocurre en nuestra patria.
Parafraseando el titular de un editorial de Teodoro, al dar cara a la atroz arremetida de Diosdado Cabello contra “Tal Cual”: “No los callarán”.
Bogotá, 4 de mayo de 2015