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Términos, ‘palabros’ y un par de dinosaurios en vías de extinción

Siempre me ha fascinado ver cómo las palabras que se usan describen una determinada época y qué está pasando en la sociedad. Algunas lo hacen cambiando de significado; otras se vuelven omnipresentes (por no decir estomagantes); y las hay que, de tanto abusar de ellas, se devalúan hasta convertirse en carcasas huecas. Entre las primeras, uno de los ejemplos más claros es la palabra ‘relato’. Hasta no hace mucho, un relato no era más que un cuento, una narración en la línea de PulgarcitoCaperucita roja o, si ustedes lo prefieren, de El Aleph, de Borges. Ahora, en cambio, un relato es una versión subjetiva de los hechos, que no siempre –yo diría casi nunca– se compadecen con la verdad. Y todos sabemos que lo que nos ‘relatan’ es un cuento chino.

 

Todo es sostenible, desde un yogur a unas chanclas, una casa o unas petunias, sin que uno sepa exactamente qué quiere decir

 

Pero da igual, porque la verdad se ha vuelto maleable, opinable, a la carta. En el grupo de las palabras omnipresentes, por su parte, las hay de dos tipos. Por un lado, están términos positivos que, de tanto repetirlos y abusar de ellos, han perdido su valor. El caso más claro es la palabra ‘solidaridad’, que todo el mundo invoca a todas horas, pero que, la mayoría de las veces, tiene más de postureo que de compasión real. Y luego están los vocablos omnipresentes estomagantes que también repetimos hasta la náusea, como ‘sostenible’. Hoy en día todo es sostenible, desde un yogur a unas chanclas, una casa o unas petunias, sin que uno sepa exactamente qué quiere decir tan sacrosanto ‘palabro’.

Entre mis términos estomagantes favoritos están todos esos neologismos políticamente correctos como ‘sororidad’, ‘demisexual’ (y sus mil derivados) y, por supuesto, ‘empoderar’, según la cual a servidora de ustedes la empoderaría muchísimo, por ejemplo, echarse un novio veinte años más joven, usar tal o cual marca de faja o comprarse un dildo. Y ahora vamos con las palabras devaluadas y evanescentes. Hablo de términos que antes todo el mundo respetaba y procuraba poner en práctica porque constituyen parte esencial de las reglas que, entre todos, nos hemos dado para facilitar la convivencia. Entre ellos se me ocurren dos que pronto se convertirán en dinosaurios en vías de extinción: ‘imparcialidad’ y ‘objetividad’. En las democracias consolidadas, hasta hace unos años se daba por hecho que un político, un juez o cualquier otra persona en un cargo público tenía –o al menos fingía tener– ambas por bandera.

Sí, ya sé lo que van a decirme. Que tanto la imparcialidad como la objetividad han sido siempre más un desiderátum que una realidad. Cierto, pero existía al menos una vergüenza torera que impedía que se traspasasen ciertos límites y líneas rojas. El dato nuevo es que ahora estos servidores públicos han descubierto que mostrarse abiertamente parcial, clientelar o directamente deshonesto no pasa factura. ¿Por qué habría de pasarla si la verdad es relativa y la objetividad y la imparcialidad son dos ñocos del pasado que han perdido la importancia que tenían en la convivencia y en la buena marcha de una sociedad libre? Y, por fin, en este repaso a las palabras que describen tan bien nuestra realidad, me falta una que es esta: ‘amnesia’. Ella no ha cambiado de significado, tampoco se ha devaluado, ni la repetimos todos como loros y, sin embargo, sin que nos hayamos dado cuenta, ha acampado entre nosotros. A la chita callando, sin que en apariencia se note, nos hemos vuelto amnésicos.

Tal vez consecuencia de lo que hemos comentado antes, todo dura un suspiro. La tropelía/mentira/injusticia o arbitrariedad de hoy queda sepultada por la de mañana y no pasa nada. O, al menos, eso piensan ellos, encantados de que todo se olvide tan rápido. Lástima que, a su vez, hayan olvidado la tercera ley de Newton, esa que dice que con toda acción hay una reacción igual y opuesta. O, como decía hace 2374 años el orador y político Isócrates (y mira que ha llovido desde entonces), «… Nuestra democracia se autodestruye porque ha pervertido el derecho a la igualdad y a la libertad; porque ha enseñado al ciudadano a tolerar y considerar la impertinencia como un derecho, el no respeto a las leyes como libertad, la imprudencia en las palabras como igualdad y la anarquía como felicidad».

 

 

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