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‘The Conservative Heart,’ by Arthur C. Brooks

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A continuación, compartimos con ustedes una reciente nota publicada en el New York Times sobre el libro de Arthur C. Brooks titulado «The Conservative Heart». Algunas de las preguntas que Brooks busca responder son: ¿Cuáles son los problemas de imagen que afectan hoy al político norteamericano conservador? ¿Qué puede hacer para remediarlos? El autor es un influyente presidente de un «think-tank» conservador. Su libro es una contribución al debate de ideas en la sociedad norteamericana cuando estamos viendo el arranque de la campaña electoral para las elecciones presidenciales y parlamentarias del 2016.

En América 2.1 seguiremos publicando notas que muestren dicho debate, tanto de posturas liberales como conservadoras, demócratas como republicanas. En lo posible, mostraremos los textos tanto en su versión original en inglés como en su traducción española. Como es ya costumbre, primero en español, de seguidas el texto en inglés. 

Marcelino Miyares/Marcos Villasmil – América 2.1

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“EL CORAZÓN CONSERVADOR”, por Arthur C. Brooks

“Para ser exitoso tendré que mostrar mi corazón.”

Esa era la autoevaluación que hacía Jeb Bush mientras se preparaba para anunciar su candidatura a la presidencia. Tal juicio podría generarse al hablar con Arthur C. Brooks, o quizás gracias a la lectura de su libro “El Corazón Conservador: Cómo construir una América más justa, feliz y próspera.”

Brooks es presidente del American Enterprise Institute, un think-tank de Washington que, de acuerdo con su página web, “está comprometido con la expansión de la libertad, el incremento de la oportunidad individual, y el fortalecimiento de la libre empresa.” Aunque oficialmente no es una institución partidaria, su declaración de objetivos y su comunidad de investigadores y expertos la ubican claramente en la derecha. A.E.I. es un magnífico generador de investigación política conservadora, y es la granja así como un lugar de retiro para funcionarios políticos de administraciones republicanas. (Una confesión personal: Hace algunos años fui un investigador visitante en A.E.I., luego de haber trabajado como consejero de asuntos económicos del presidente George W. Bush, antes de que Brooks llegara a la institución.)

En este nuevo libro, Brooks llama la atención sobre un problema de imagen que los conservadores confrontan hoy, y les ofrece su solución. La audiencia prevista parece ser el par de docenas de políticos aspirando, o considerando aspirar, a la nominación republicana a la presidencia. O más razonablemente, porque estos hombres (y una chica) están muy ocupados comiendo “corn dogs” en Iowa como para tener tiempo de lecturas, la audiencia real pueden ser sus redactores de discursos.

El problema de imagen es que los conservadores muy a menudo se parecen a Ebenezer Scrooge. (Nota del traductor: personaje de ficción, de “Un Villancico de Navidad” novela escrita por Charles Dickens. Arquetipo de la persona egoísta, de corazón duro.) Al oponerse a aumentos en el salario mínimo, abogar por cortes en los impuestos corporativos, rechazar la excesiva regulación de los negocios y preocuparse por el costo de los programas de ayuda social, parecen sólo interesados en cuidar los intereses de los ricos y bien conectados. Lucen indiferentes ante las necesidades de aquellos a quienes Hillary Clinton gusta llamar “ el norteamericano común.”

La solución, según Brooks, es hablar menos desde la cabeza y más desde el corazón. En lugar de dar énfasis a propuestas de políticas públicas específicas, acentuar metas y aspiraciones más amplias. Explicar que intentan ayudar a los desvalidos. Identificarse con los Bob Cratchits del mundo. (Nota del traductor: Robert “Bob” Cratchit es otro personaje de la ya mencionada obra de Dickens “Un Villancico de Navidad”. Es el oficinista mal pagado y maltratado por Ebenezer Scrooge.)

Los izquierdistas pueden sentir la tentación de considerar esta estrategia como un intento cínico de esconder los motivos reales de la derecha. Pero Brooks afirma que los conservadores son, por naturaleza, tan generosos y solidarios con sus congéneres como los liberales, si no más.

Como evidencia, señala resultados de su libro, escrito en 2006, “Who Really Cares” (Quién se preocupa en verdad): los hogares de familias conservadoras dan, en promedio, 30 por ciento más dólares por caridad que los hogares de familias liberales, aunque en sus ingresos son en promedio 6 por ciento más bajos. También los conservadores son más inclinados a donar sangre. El llamado de George W. Bush por un “conservadurismo compasivo” era, en el mejor de los casos, redundante.

Entonces ¿por qué tantas personas consideran que los liberales son más compasivos que los conservadores? El problema, en opinión de Brooks, es que los argumentos conservadores en materia de políticas si bien son convincentes si son bien explicados y digeridos, son demasiado amplios como para ser útiles en una dinámica política dominada por primeras impresiones basadas en frases atractivas de 30 segundos.

Por ejemplo, tomemos la propuesta de incrementar el salario mínimo. Los conservadores tienen muchas razones para creer que es la manera equivocada de ayudar a los trabajadores pobres. En primer lugar, cuando aumenta el costo de contratación de mano de obra no calificada, las empresas contratan cantidades menores. Brooks piensa que la clave para la felicidad personal es “el éxito merecido.” Un salario mínimo más alto significa que menos individuos tienen la oportunidad de experimentar tal éxito.

Segundo, debido a que algunos de los costos de un salario mínimo mayor se trasladan a los consumidores en forma de precios más altos, ello perjudica a los consumidores de estos bienes y servicios, como las comidas en restaurantes de comida rápida. El economista Thomas MaCurdy de la universidad de Stanford reporta que este efecto en los precios “es más regresivo que un típico impuesto estadal a las ventas.”

En tercer lugar, el salario mínimo no está correctamente destinado a las personas pobres. De los trabajadores afectados por un incremento en el salario mínimo, más de la mitad pertenecen a familias con ingresos superiores a los $35.000 al año, y casi un cuarto son miembros de familias que ganan más de $75.000 dólares anuales. Si fuéramos a evaluar un programa gubernamental de financiamiento para combatir la pobreza, nadie quedaría satisfecho si muchos de los beneficiarios estuvieran ya viviendo muy por encima de la línea de pobreza (calculada en $24.000 anuales para una familia de cuatro personas.)

En cuarto término, hay mejores maneras de ayudar a los trabajadores pobres: el crédito al impuesto del ingreso por ganancias. Este suplemento del ingreso está bien enfocado hacia familias viviendo en situación de pobreza, no eleva los precios de bienes y servicios producidos por trabajadores de bajos ingresos y no desalienta a las empresas a la hora de contratar a estos trabajadores. Al incentivar el trabajo, incrementa el número de personas que disfrutan de un éxito merecido.

Brooks encuentra argumentos persuasivos como los mencionados. Pero ellos no encajan perfectamente en una pegatina para parachoques de carro. Estos asuntos solo atraen a los expertos en política, que representan una ínfima fracción del electorado.

La manera cómo el presidente Obama explicó por qué desea un aumento del salario mínimo fue con esta sencilla sentencia: “Es tiempo de darle a América un aumento.”

Una frase tan buena suena bien en los noticieros nocturnos. Por supuesto, no refuta ninguno de los argumentos conservadores contra el aumento, pero conlleva una clara implicación: los oponentes políticos del presidente no creen que América merezca un aumento. Son los jefes avaros y tacaños. De vuelta al trabajo, Sr. Cratchit.

Un patrón similar surge asimismo para otros temas. La derecha defiende menos impuestos y regulaciones con el fin de promover crecimiento económico y mejores niveles de vida para todos los norteamericanos. Desea reformar los programas de ayuda para hacerlos más sostenibles, y con ello prevenir cortes repentinos y draconianos en el futuro. Pero la izquierda demoniza con facilidad estas propuestas, diciendo que son intentos de enriquecer aún más a los ya exitosos, al mismo tiempo que se desmembraría la red de seguridad social para los más necesitados.

Brooks no pide que los conservadores abandonen los argumentos políticamente complejos. De hecho, el instituto que él dirige los desarrolla. Pero teme que si los conservadores los siguen usando prioritariamente, muy pocos serán los que presten atención.

Su capítulo final, llamado “Los siete hábitos de los Conservadores altamente efectivos”, ofrece una receta sobre cómo los políticos conservadores pueden revisar su retórica para minar el monopolio de la izquierda en materia de compasión y empatía. Él desea un conservador que hable más en términos morales, que se le vea peleando por las personas en lugar de luchar contra políticas, que pase más tiempo confrontando moderados y liberales, y asumiendo con ansias el papel de un guerrero feliz.

Pero por encima de todo, “dígalo en 30 segundos.” Una argumentación racional, más extensa, puede venir luego. La primera impresión es crucial, y las primeras impresiones son inherentemente emocionales, instintivas, generadas rápidamente. Escoger un candidato favorito es como enamorarse. Si los votantes se desconectan en los primeros segundos, es casi imposible recuperarlos.

Este consejo tiene sentido y, como el resto del libro, está presentado de una manera muy amena para la lectura. Es difícil decir, sin embargo, si esta estrategia es suficiente para que un conservador retorne a la Casa Blanca, como Brooks desea. Si el nominado republicano sigue su consejo, la prueba decisiva será en noviembre de 2016.

THE CONSERVATIVE HEART – By Arthur C. Brooks

How to Build a Fairer, Happier, and More Prosperous America

 

Traducción: Marcos Villasmil

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EL ORIGINAL EN INGLÉS:

The Conservative Heart

By Arthur C. Brooks

“For me to be successful, I’m going to have to show my heart.”

That was Jeb Bush’s self-assessment as he prepared to announce his candidacy for president. This judgment could well have come from speaking with Arthur C. Brooks, or perhaps reading an advance copy of “The Conservative Heart: How to Build a Fairer, Happier, and More Prosperous America.”

Brooks is president of the American Enterprise Institute, a Washington think tank that, according to its website, is “committed to expanding liberty, increasing individual opportunity and strengthening free enterprise.” Though officially nonpartisan, A.E.I.’s mission statement and community of scholars put it squarely on the right. A.E.I. is a superb generator of conservative policy research, and it is the farm team and retirement outpost for political appointees to Republican administrations. (Full disclosure: I was a visiting scholar at A.E.I. some years ago, just after I had spent two years working as an economic adviser to President George W. Bush and well before Brooks arrived there.)

In this new book, Brooks calls attention to an image problem facing today’s conservatives and offers his solution. The intended audience seems to be the couple of dozen politicians running, or considering a run, for the Republican nomination for president. Or more realistically, because those guys (and one gal) are too busy eating corn dogs in Iowa to do much reading these days, the real audience may be their speechwriters.

The image problem is that conservatives too often resemble Ebenezer Scrooge. By opposing increases in the minimum wage, advocating cuts in corporate taxes, railing against excessive regulation of business and worrying about the cost of entitlement programs, they appear to care only about the rich and well-­connected. They seem indifferent to the needs of those whom Hillary Clinton likes to call “everyday Americans.”

The solution, according to Brooks, is to speak less from the head and more from the heart. Instead of emphasizing specific policy proposals, stress broader goals and aspirations. Explain that you aim to help the underdogs. Identify with the Bob Cratchits of the world.

Those on the left may be tempted to see this strategy as a cynical attempt to hide the true motives of the right. But Brooks argues that conservatives are, by nature, as generous and caring about their fellow man as liberals, if not more so.

For evidence, he points to findings from his 2006 book “Who Really Cares”: Households headed by conservatives give, on average, 30 percent more dollars to charity than households headed by liberals, even though their incomes on average are 6 percent lower. They are also more likely to be blood donors. George W. Bush’s appeal to “compassionate conservatism” was redundant at best.

So why do so many people view liberals as more compassionate than conservatives? The problem, in Brooks’s view, is that conservative policy arguments, while cogent if fully explained and digested, are too extended to be useful in a political dynamic dominated by first impressions based on 30-second sound bites.

For example, take the proposal to increase the minimum wage. Conservatives have many reasons to believe that it is the wrong way to help the working poor. First, when the cost of hiring unskilled workers rises, businesses hire fewer of them. Brooks believes that the key to personal happiness is “earned success.” A higher minimum wage means that fewer people have the opportunity to experience it.

Second, because some of the costs of a higher minimum wage are passed on to consumers in the form of higher prices, it hurts those who buy these goods and services, like meals at fast-food restaurants. The economist Thomas MaCurdy of Stanford University reports that this price effect “is more regressive than a typical state sales tax.”

Third, the minimum wage is not well targeted to those living in poverty. Of workers affected by an increase in the minimum wage, more than half belong to families making more than $35,000 a year, and almost a quarter belong to families making more than $75,000 a year. If we were evaluating a government spending program to combat poverty, no one would be satisfied if so many of the program’s beneficiaries were already living well above the poverty line (about $24,000 for a family of four).

Fourth, there is a better way to help the working poor: the earned-income tax credit. This income supplement is well targeted to families living in poverty, it does not raise the prices of goods and services produced by low-wage workers and it does not discourage firms from hiring these workers. By incentivizing work, it increases the number of people enjoying earned success.

Brooks finds arguments like these persuasive (as do I). But they do not fit neatly on a bumper sticker. This stuff appeals only to policy wonks, who represent a tiny fraction of the electorate.

“It’s time to give America a raise.” That is how President Obama explained why he wants to increase the minimum wage.

Such a great sound bite plays well on the evening news. Of course, it does not rebut any of the conservative arguments against a higher minimum wage, but it carries a clear implication: The president’s political opponents don’t think America deserves a raise. They are the mean, greedy bosses. Back to work, Mr. Cratchit.

A similar pattern arises for other issues as well. The right advocates lower taxes and less regulation to promote economic growth and rising living standards for all Americans. It wants to reform entitlement programs to make them sustainable, thereby preventing sudden and draconian cuts in the future. But the left easily demonizes these proposals as attempts to further enrich the already successful while gutting the social safety net for those most in need.

Brooks doesn’t want conservatives to abandon the wonkish policy arguments. Indeed, the institute he runs is dedicated to developing them. But he fears that if conservatives lead with them, few people will listen.

His closing chapter, called “The Seven Habits of Highly Effective Conservatives,” offers a recipe for how conservative politicians can revise their rhetoric to undermine the left’s monopoly on compassion and empathy. He wants conservatives to speak more in moral terms, to be seen fighting for people rather than against policies, to spend more time engaging with moderates and liberals, and to embrace the persona of a happy warrior.

Most of all, “say it in 30 seconds.” Extended, rational argument can come later. A good first impression is crucial, and first impressions are inherently emotional, instinctive and quickly made. Choosing a favorite candidate is like falling in love. If voters are turned off in the first few seconds, it is nearly impossible to win them back.

This advice makes sense and, like the rest of the book, is presented in a highly readable fashion. Whether the strategy is sufficient to return a conservative to the White House, as Brooks hopes, is hard to say. If the eventual Republican nominee heeds his counsel, the test will come in November 2016.

THE CONSERVATIVE HEART

How to Build a Fairer, Happier, and More Prosperous America

By Arthur C. Brooks

246 pp. Broadside Books. $27.99.

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