The New Yorker: El ajuste de cuentas de los republicanos con Donald Trump después de las elecciones
¿Comenzará finalmente a retroceder la era de "Detengan el robo" y los desafíos manifiestos del G.O.P. a la democracia?
Los redactores de deportes con experiencia saben que los dramas suelen ser más ricos en el vestuario del equipo perdedor, pero, por muy aplastante que sea la derrota, el shortstop no suele intentar agredir al segunda base. No se puede decir lo mismo del ambiente posterior a las elecciones entre los republicanos. A las pocas horas del estrepitoso fracaso del G.O.P. para producir una «ola roja», los cuchillos salieron a relucir contra el presunto líder del Partido. «Los republicanos han seguido a Donald Trump en dirección a un precipicio«, dijo David Urban, uno de los ex asesores del ex presidente, al Times. En Twitter, Jacqui Heinrich, corresponsal de Fox News en la Casa Blanca, citó a una fuente republicana diciendo: «Si no estaba claro antes, debería estarlo ahora. Tenemos un problema llamado Trump».
La queja específica que estos republicanos tienen con Trump no es de naturaleza moral o legal. El problema, a sus ojos, es que Trump eligió a dedo a los candidatos que tuvieron un rendimiento desastroso en algunas de las candidaturas más cruciales en estas elecciones de mitad de periodo. Muchos de estos fracasados se ganaron el favor de Trump por una sola razón: la fidelidad a una mentira. Como dijo Chris Christie, «El único factor animador [para Trump] a la hora de determinar un respaldo es: ‘¿Cree usted que las elecciones de 2020 fueron robadas o no? «Esta prueba de lealtad llevó a Trump a respaldar a un médico mercachifle (Mehmet Oz, en Pensilvania); a una exestrella del fútbol americano que apoyaba la prohibición del aborto en todo el país, pero que supuestamente obligaba a sus exparejas a someterse al procedimiento (Herschel Walker, en Georgia); y a un joven capitalista de riesgo que demostró ser susceptible a las reflexiones de los dormitorios sobre la sabiduría del Unabomber (Blake Masters, en Arizona). A la mañana siguiente de las elecciones, Trump habría arremetido contra las personas de su entorno que, según él, le aconsejaron apoyar a personas como Oz, incluida su esposa, Melania. Qué personaje.
Los demócratas han pasado por suficientes ciclos como para estar un poco hastiados. Los republicanos siempre andan dando tumbos, insistiendo en que ya están hartos de los excesos de Trump, para luego superar el drama y volver a alinearse detrás de él. ¿Por qué debería ser diferente esta vez? La mejor razón para pensar que lo será -en realidad, la única razón- es que ahora hay una alternativa. «Desfuturo» era el enorme titular de la primera página del diario conservador New York Post, de Rupert Murdoch, el miércoles. Se publicó, por supuesto, con una fotografía de un sonriente Ron DeSantis, el gobernador de Florida reelegido de forma clamorosa. Si ese titular era demasiado sutil, el Post lo siguió al día siguiente con una caricatura en primera página de Trump tambaleándose en lo alto de un muro: «trumpty dumpty». Desde Fox News hasta el propio Trumpworld, los leales huían. Al conocerse los resultados en la CBS, Mick Mulvaney, ex jefe de gabinete de Trump, dijo: «DeSantis ha ganado esta noche y a Trump no le va muy bien».
Las autopsias aún se acumulan, pero ya sugieren un patrón. Los republicanos no han tenido ningún problema para convencer a sus bases. Su lucha «cuesta arriba» consistió fundamentalmente en ganarse a los votantes independientes que habitualmente rechazan al partido en el poder. Y esta vez el G.O.P. tenía enormes ventajas, desde la alta tasa de inflación hasta los bajos índices de popularidad del Presidente en ejercicio. Según Nate Cohn, del Times, a los candidatos republicanos les fue mal en los lugares en los que el derecho al aborto estaba en la papeleta, y en los lugares en los que los candidatos del partido habían apoyado las impugnaciones de Trump a las elecciones. (Los demócratas también hicieron mucho énfasis en los planes republicanos para debilitar Medicare y la Seguridad Social). El problema electoral fue sencillo: los republicanos eran demasiado extremistas, y no solo en un tema específico, sino en varios.
El ascenso de DeSantis en la escena nacional es un reflejo de su éxito político en Florida: tras haber ganado las elecciones a gobernador de 2018 por unos treinta y tres mil votos, fue reelegido el martes por un margen de más de un millón, convirtiendo un estado casi tan poblado como Australia de púrpura a convincentemente rojo. Consiguió importantes ganancias entre los votantes hispanos y, lo que quizá sea más alarmante para los demócratas, ganó el condado de Miami-Dade, tradicionalmente un bastión demócrata. Pero es difícil ver qué solución él ofrecería al problema del extremismo. DeSantis, al igual que el ex presidente, es un firme guerrero de la cultura, y comparte la predisposición de Trump de utilizar la crueldad como arma política. Fue DeSantis, después de todo, quien engañó a los migrantes en Texas [entre ellos muchos venezolanos: Nota del Traductor] para que subieran a un avión y fueran enviados a Martha’s Vineyard. El aparente cambio de entusiasmo del ex presidente hacia DeSantis sugiere que muchos republicanos pretenden sustituir un culto a la personalidad por otro, para alejarse de Trump, y de sus fijaciones particulares, sin alterar la naturaleza del trumpismo.
Es una decisión cínica. Pero, en un sentido importante, también podría señalar un pequeño progreso. El rayo de esperanza en estas elecciones reside en los indicios dispersos de que la era de «Detengan el robo electoral» , y los desafíos abiertos del Partido Republicano a la democracia, pueden estar disminuyendo. En silencio, incluso los más ostentosos negadores de las elecciones de 2020 que perdieron el martes reconocieron rápidamente su derrota. DeSantis no difiere mucho de Trump desde el punto de vista político, pero se ha negado a decir que las elecciones de 2020 fueron robadas.
Se pueden rastrear los efectos de las elecciones intermedias en la política presidencial observando quién actúa relajado y quién ansioso. En una conferencia de prensa el miércoles, Joe Biden, que cumple ochenta años este mes, estaba positivamente exuberante. DeSantis se limitó a regodearse en lo que llamó «una victoria histórica». Trump, en cambio, exhibió una urgencia frenética. Funcionarios republicanos, entre ellos Kevin McCarthy, que parece que se convertirá en el próximo presidente de la Cámara de Representantes, habrían convencido a Trump de que no declarara su candidatura presidencial para 2024 la noche anterior a las elecciones de mitad de mandato. En su lugar, Trump hizo un anuncio: habrá un gran discurso que, según él, pronunciará en Mar-a-Lago el 15 de noviembre. A finales de la semana, mientras el huracán Nicole amenazaba el condado de Palm Beach, Trump escribió un post en Truth Social, la plataforma que fundó después de que se le prohibiera el acceso a Twitter, en el que criticaba a los medios de comunicación propiedad de Murdoch que parecían estar «a favor del gobernador Ron DeSanctimonious, un gobernador REPUBLICANO apenas de nivel medio con grandes relaciones públicas».
Que DeSantis se haya convertido en una fijación de Trump tiene sentido. Un tópico político obvio sostiene que, en un momento dado, sólo dos personas en la política son realmente importantes: el Presidente, y quienquiera con quien el Presidente esté discutiendo. Durante más de media década, Trump ha sido una de esas dos personas. Ahora resulta que le salió un contrincante.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The New Yorker
The Republicans’ Post-Midterm Reckoning with Donald Trump
Savvy sportswriters know that the dramas are often richer in the losing team’s locker room, but, no matter how crushing the defeat, the shortstop does not usually try to assault the second baseman. One cannot say the same about the post-midterm atmosphere among Republicans. Within hours of the G.O.P.’s dismal failure to produce a “red wave,” the knives were out for the Party’s presumed leader. “Republicans have followed Donald Trump off the side of a cliff,” David Urban, one of the ex-President’s former advisers, told the Times. On Twitter, Jacqui Heinrich, a White House correspondent for Fox News, quoted a Republican source as saying, “If it wasn’t clear before it should be now. We have a Trump problem.”
The specific gripe that these Republicans have with Trump is not of a moral or a legal nature. The problem, in their eyes, is that Trump effectively handpicked the candidates who underperformed in some of the country’s most crucial races. Many of these duds had won Trump’s favor for only one reason: fealty to a lie. As Chris Christie put it, “The only animating factor [for Trump] in determining an endorsement is ‘Do you believe the 2020 election was stolen or don’t you?’ ” This loyalty test led Trump to back a huckster doctor (Mehmet Oz, in Pennsylvania); a foggy ex-football star who supported a nationwide ban on abortion yet allegedly pushed former paramours to have the procedure (Herschel Walker, in Georgia); and a young venture capitalist who proved susceptible to dorm-room musings about the wisdom of the Unabomber (Blake Masters, in Arizona). On the morning after the election, Trump reportedly lashed out at people in his circle who he says advised him to back the likes of Oz—including his wife, Melania. What a guy.
Democrats have been through enough of these cycles to be a little jaded. Republicans are forever stomping around, insisting that they’ve had enough of Trump’s excesses, only to get over it and once again line up behind him. Why should this time be any different? The best reason to think that it will—really, the only reason—is that now there is an alternative. “defuture” was the enormous headline on the front page of Rupert Murdoch’s New York Post on Wednesday. It ran, of course, with a photograph of a smiling Ron DeSantis, the resoundingly reëlected governor of Florida. If that headline was too subtle, the Post followed it the next day with a front-page cartoon of Trump teetering on the top of a wall: “trumpty dumpty.” From Fox News to Trumpworld itself, the loyalists were fleeing. As the results came in on CBS, Mick Mulvaney, Trump’s former chief of staff, said, “DeSantis wins tonight and Trump is not doing very well.”
The postmortems are still accumulating, but they already suggest a pattern. The Republicans had no trouble turning out their base. Their struggle was in winning over the independent voters who customarily reject the party in power. And this time around the G.O.P. had enormous advantages, from the high rate of inflation to the low popularity ratings of the sitting President. According to Nate Cohn, of the Times, Republican candidates fared poorly in places where abortion rights were on the ballot, and in places where the Party’s candidates had backed Trump’s challenges to the election. (Democrats also made much of Republican plans to weaken Medicare and Social Security.) The electoral problem was simple: the Republicans were too extreme, and not just on one issue.
DeSantis’s ascent on the national scene is a reflection of his political success in Florida: having won the 2018 governor’s race by some thirty-three thousand votes, he was reëlected on Tuesday by a margin of more than a million, turning a state nearly as populous as Australia from purple to convincingly red. He made significant gains among Hispanic voters and, perhaps most alarmingly for Democrats, won Miami-Dade County, traditionally a Democratic stronghold. But it’s hard to see what solution he would offer to the extremism problem. DeSantis, like the ex-President, is a steadfast culture warrior—and he shares Trump’s willingness to use cruelty as a political weapon. It was DeSantis, after all, who tricked migrants in Texas into boarding a plane and being sent off to Martha’s Vineyard. The seeming shift in enthusiasm from the former President to DeSantis suggests that many Republicans intend to replace one cult of personality with another, to move away from Trump, and his particular fixations, without altering the nature of Trumpism.
That is a cynical kind of choice. But in one important way it might also signal some small progress. The glimmer of hope in this election lies in the scattered indications that the era of Stop the Steal, and the Republican Party’s overt challenges to democracy, may be receding. Quietly, even the most ostentatious election deniers who lost on Tuesday promptly conceded defeat. DeSantis doesn’t much differ from Trump politically, but he has declined to say that the 2020 election was stolen.
You can trace the effects of the midterms on Presidential politics by observing who is acting relaxed and who is anxious. At a press conference on Wednesday, Joe Biden, who turns eighty this month, was positively ebullient. DeSantis merely basked in what he called “a win for the ages.” Trump, on the other hand, exhibited a frenzied urgency. Republican officials, including Kevin McCarthy, who seems likely to become the next Speaker of the House, had reportedly talked Trump out of declaring a 2024 Presidential bid on the night before the midterms. Instead, Trump announced an announcement: a major speech that he says he’ll make at Mar-a-Lago on November 15th. Later in the week, as Hurricane Nicole threatened Palm Beach County, Trump wrote a post on Truth Social, the platform he founded after he was banned from Twitter, sniping at the Murdoch-owned outlets that seemed to be “all in for Governor Ron DeSanctimonious, an average REPUBLICAN Governor with great Public Relations.”
That DeSantis has become a Trump fixation makes sense. One political truism holds that, at any given time, only two people in politics really matter: the President, and whomever the President is arguing with. For more than half a decade, Trump has been one of those two people. Now he has a challenger. ♦