Democracia y Política

¡Tierra, tierra!

                                                                                 

Hace ya varios años que tuve el privilegio de leer uno de los más extraordinarios ensayos escritos sobre los acontecimientos que llevaron al secuestro literal y violento por parte del ejército soviético del destino y la suerte de más de cien millones de europeos apenas finalizada la segunda guerra mundial. ¡Tierra, Tierra! es el título de esta obra, escrita por uno de los más grandes escritores europeos del siglo XX, Sandor Márai.

Unas palabras deben ser dichas sobre este autor: Márai nace en Hungría, junto con el siglo XX, en 1900. De joven tiene la oportunidad de vivir en Europa occidental –Alemania, Francia-, y escribe en sus treinta y cuarenta algunas de las más memorables novelas del siglo pasado, notablemente “El Último Encuentro”, “La amante de Bolzano”, o “La Mujer Justa.” Con la llegada del régimen comunista a Hungría tiene que emigrar, terminando su periplo en Estados Unidos, donde muere en 1989. Su obra fue prohibida, relegada al olvido, hasta que hace unos pocos años ha sido traducida internacionalmente, convirtiendo a Sandor Márai en un fenómeno editorial póstumo.

¡Tierra, Tierra! es la segunda parte de sus memorias (la primera es “Confesiones de un burgués”) y es un verdadero cuestionamiento de su tiempo histórico, una descripción vívida del proceso de bolchevización emprendido por la Unión Soviética de los países de Europa Central y Oriental, en especial lo sucedido en la patria de Márai desde el momento de la llegada de los comunistas a Budapest, en marzo de 1944. Una frase describe con crudeza la empresa del llamado “ejército rojo”: “Los que llevaban los uniformes eran iguales porque hacían lo mismo: ejecutar el Terror con eficacia.”

La inevitable comparación con la ocupación de los nazis lo lleva a afirmar: “Mientras los alemanes habían robado de forma organizada e institucional, los rusos saqueaban de manera oficial y también privadamente. Es imposible conocer el valor real de su botín.” Asimismo esta reveladora frase: “me di cuenta de que el verdadero motivo del constante saqueo de los rusos no era la ira que sentían hacia el enemigo fascista, sino, simplemente, su propia miseria.”

Y es que el comunismo no solo posee una ideología universal: sus mañas, sus carencias, sus corrupciones parece que se transmiten asimismo junto con sus dogmas; y son una muestra clara de la atracción que ejerce algunas veces el error sobre una parte de la humanidad. Aún hoy, hay seudo-intelectuales y políticos ávidos de poder que defienden el comunismo, como si el muro de Berlín no se hubiese caído. La medicina que según ellos el comunismo inventó –un estado centralizado, con un liderazgo sin límites, un partido único y una burocracia preparada para controlar todas las relaciones sociales- es peor que las enfermedades que se supone curaría. Todo ello confluye en esta caracterización: “Un régimen que sólo puede sobrevivir si les arrebata a los seres humanos su libertad (…) no puede renunciar a la tiranía, porque esa es la única posibilidad de salvaguardar el poder.”

Viene a cuento un chiste polaco que menciona Leszek Kolakowski, el gran intelectual y que escribiera brillantes análisis sobre el marxismo: “una niña debía escribir en la escuela un ensayo titulado “Por qué amo a la Unión Soviética”. Al preguntarle a su progenitora, ¿mamá, por qué amo a la Unión Soviética?” la mamá le responde impávida: “¿cómo? Los soviéticos son criminales, ¡todos los odian!”. Va la niña y le pregunta a su padre. Este le responde: “¿qué tontería estás diciendo?”, “ellos son opresores, sus tropas ocupan nuestra nación, ¡todo el mundo los odia!” Preocupada, la niña le pregunta a otros adultos, pero recibe siempre respuestas igualmente ofensivas. Al final escribe: “Yo amo a la Unión Soviética porque nadie más lo hace.”

Pero volvamos a ¡Tierra, Tierra!. La disección del comunismo cuando es llevado a la práctica alcanza cotas admirables de minuciosidad descriptiva en las palabras de Márai: “…Por primera vez desde mi vuelta de Occidente me invadía una sospecha que nunca había albergado. La sospecha de que allí había algo peor que la violencia. La sospecha de que me rodeaba no simplemente el terror organizado, sino un enemigo más peligroso del cual era imposible defenderse: la estupidez. ¿Qué ocurriría (y la idea me asustó de verdad) si alguien dijera de repente que todo lo que se estaba preparando, todo lo que allí se estaba realizando, no sólo era mezquino y cruel, sino también profunda y desesperadamente superfluo y estúpido? (…) Vivía entre individuos que habían aprendido de memoria y que repetían sin cesar que La Idea era una, eterna e indivisible. La persona que cree en un solo libro es siempre peligrosa: es el tipo de persona que se enfrenta a los problemas de la vida sin flexibilidad interna, basándose únicamente en rígidas suposiciones. (…) Y nadie se atrevía a desvelar el hecho de que el rey andaba desnudo. Nadie desvelaba el hecho de que todo lo que había que cambiar en el país –todo lo que había sobrevivido del pasado, todo lo obsoleto, falso e injusto- no se podía cambiar, a mediados del siglo XX, según el credo de una ideología que tenía cien años. Y cuando alguien se aferra a un texto escrito un siglo antes es un estúpido, porque la vida no es tal, sino un constante proceso de cambio.”

Lo admirable de sus palabras es que escritas hace muchos años siguen estando vigentes en cada rincón del planeta tierra –sobre todo en Venezuela y Cuba- donde la lucha contra quienes se dicen comunistas es una tarea del día a día, un combate contra, en palabras de Márai, “la estatalización del espíritu.” Y ya tenemos el adjetivo perfecto para describir a los que intentan vender la quincalla marxista a pesar de su obsolescencia: son unos estúpidos. Claro, lo de que también son tiranos y verdugos es una consecuencia casi inevitable.

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