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Tomás Straka: Pandemia y memoria

Creímos en el triunfo definitivo de la democracia y la libertad, pero el tiempo nos trajo al Mulá Omar y sus seguidores, a hiperlíderes como los de Turquía y de Rusia (y cada vez más del mundo Occidental), y finalmente a una autocratización en ascenso. Creímos en la paz como una herencia perdurable de la Guerra Fría, pero la violencia agarró nuevas formas o retomó las antiguas, como los nacionalismos latentes que afloraron y las guerras santas que volvieron a hacerse populares. Creímos haber encontrado la fórmula de la prosperidad, pero vino 2008 y nada quedó en su lugar. Creímos que las pestes eran cosas del pasado, pero vinieron el ébola, la gripe aviar, el zika, el chikungunya y ahora el nuevo coronavirus que ha hecho de palabras hasta la víspera arcaicas, como cuarentena, otra vez una realidad.

Como adolescentes que descubren la dolorosa verdad de algunas cosas, la humanidad parece enfrentarse a realidades que estaban ahí, al menos en latencia, pero de las que no tenía consciencia. O peor, de las que había perdido la consciencia. Habíamos olvidado que la historia de la humanidad es en gran medida la aventura de una especie acosada por enfermedades, que una y otra vez se las arregla para sobrevivir. Ellas, para bien o para mal, han ayudado a moldear lo que somos. Y no tenerlo presente nos impidió estar todo lo alerta que se necesitaba frente al nuevo coronavirus, así como ahora dificulta poner en perspectiva el reto ante el que estamos. Obviamente, saber un poco de historia no resuelve el problema, pero puede ayudar a hacerlo, al menos en términos de respuesta social; sobre todo pudo ayudar a prevenirlo cuando aún estábamos a tiempo. Pocas veces la utilidad práctica de la memoria ha quedado tan de manifiesto, como en ese tránsito abrupto que ha sido el ir de los memes sobre el coronavirus, al miedo y el aislamiento al que está sometida buena parte de la humanidad.

Por supuesto, en cuanto especie, tenemos cosas que alegar a favor de nuestra imprevisión: si pensamos que la Gripe Española, última gran peste global, fue hace justo cien años, venimos de un siglo de sistemáticas victorias sobre las enfermedades. Por muy esparcidas que hayan sido las pestes anteriores, la actual pandemia es digna hija de la globalización: en cosa de semanas se diseminó por todo el mundo. Por primera vez en todas partes, al mismo tiempo, hay cuarentena. Las familias que están en varios países finalmente tienen una cotidianidad similar, de la que se enteran por Whatsapp. Si la peste era una probabilidad temida pero real para nuestros tatarabuelos, ya para nosotros no lo era. Hasta el HIV, con el justificado pánico que generó en los ochenta, se ha convertido en una especie enfermedad crónica, y hay esperanzas, ojalá que bien fundadas, de que la mayor parte de los tipos de cáncer lo lleguen a ser también.

Incluso con el COVID-19, con todo y la gravedad que nadie le puede regatear, nos agarra con una medicina mucho mejor preparada para enfrentarlo a la que jamás tuvimos en las pestes que nos diezmaron hasta un siglo atrás: sabemos de dónde viene, tenemos una idea bastante clara de cómo se esparce, de cómo de atender a los enfermos. Incluso es probable que la vacuna esté más cerca que lejos (aunque tal vez no tan cerca como quisiéramos).

Nadie tenía una experiencia directa de algo similar. Y es más o menos lo que podemos decir de los otros desengaños enumerados en el primer párrafo: a pesar de la crisis de 2008, de los nuevos autoritarismos o de las guerras santas y el atentado del 11 de septiembre de 2001, en general el mundo es mucho más libre y próspero que hace treinta años; nunca tanta gente, en tantas partes, ha salido de la pobreza; nunca se habían vivido períodos tan largos de paz como los que la mayor parte de los países han disfrutado desde la década de 1980. Pero para no bajar la guardia están los aguafiestas, entre los que los historiadores solemos sobresalir: nada de eso es indefectiblemente seguro. Hay que luchar si queremos que todas esas cosas se mantengan porque, como vemos, ni remotamente estamos a salvo de que no se echen atrás.

Venezuela es en esto, como en tantas cosas, un ejemplo. Tenemos el nada envidiable privilegio de haber visto nuestros fantasmas regresar, de hallarnos ante el hecho de volver a librar batallas que ya creíamos ganadas. Cuando en sus últimos años, el historiador Manuel Caballero (1930-2010) insistía en que la diferencia fundamental entre el país en el que se hacía viejo, y aquel en el que había nacido, estaba en que era mucho más sano y culto, hablaba sobre la base de cifras incontestables de mortalidad infantil, esperanza de vida, alfabetismo, escolaridad y un largo etcétera. Pero ahora, que volvemos en tantas cosas a los terribles años 30, ya no es tan fácil afirmar lo mismo.

Hay al respecto un caso emblemático: el de la malaria. La verdadera tragedia que está significando en Venezuela, demuestra qué lejos y qué hondo puede llevar la inconsciencia a los males de una sociedad. En la década de los 20, las compañías petroleras comenzaron el trabajo sistemático de su estudio y del saneamiento de sus campos; labor que fue vigorosamente asumida por el Estado después de 1936. En el siguiente cuarto de siglo, Estado y compañías petroleras lideraron la titánica lucha por combatirla, hasta que en 1961 Venezuela obtuvo uno de los más grandes triunfos de su historia: convertirse en el primer país del mundo certificado por la Organización Mundial de la Salud por erradicar la malaria. Un triunfo, además, coronado por la democracia, que puso como uno de sus primeros ministros de sanidad al líder de aquella lucha, Arnoldo Gabaldón, pero que sobre todo fue expresión de esa continuidad de la que los venezolanos también fuimos capaces, sobre todo en la primera mitad del siglo XX. Valentina Oropeza ha publicado en Prodavinci una síntesis muy ilustrativa al respecto.

Así la cosas, pasar del exitazo de la erradicación al millón de casos registrados en 2018 según un estudio de las doctoras Adriana Tami (Universidad de Groningen) y María Eugenia Grillet (Universidad Central de Venezuela), es una prueba contundente de lo que pasa cuando se cree que la historia se ha dejado completamente atrás. Todos los venezolanos que tenemos entre los sesenta y los treinta y cinco años, crecimos sin pensar en la malaria. No es que estábamos orgullosos del Dr. Gabaldón y su gesta, y nos habíamos dormido en los laureles (eso lo hizo el Estado, al menos, desde 1999), es que simplemente no pensábamos en eso. Como no pensábamos en el vómito negro, en el mal de bubas o en la viruela. Eran cosas que no existían en nuestras mentes. Había que estar estudiando historia para saber de ellas (y los profesores de secundaria, junto a los programas, tenemos la grandísima culpa de no haber hablado de algo tan trascendente en nuestras clases).

Esa ignorancia, que sin duda jugó un papel importante en la despreocupación de la sociedad, y la epidemia del millón de enfermos de malaria, ponen en entredicho aquello de que somos un pueblo más sano y más culto que el de 1930. La Alianza Venezolana por la Salud, una de las fuentes citadas por las doctoras Tami y Grillet, define la malaria como una epidemia en su página web, y habla de al menos otras dos: el sarampión y la difteria, junto a unos muy preocupantes rebrotes de la H1N1 y de la influenza. Son cosas que con vacunas se previenen, pero que, como han identificado las autoridades de los países que reciben inmigrantes venezolanos, por una u otra razón no estamos poniendo.

Un informe de 2018 de la Organización Panamericana de la Salud es al respecto contundente, en realidad aterrador. La responsabilidad del Estado queda demostrada de bulto. Pero recordemos que buena parte de esos venezolanos hoy enfermos recibieron bastante dinero, bien por misiones, o por CADIVI, o por otras sinecuras, durante el Segundo Boom Petrolero de 2004 a 2011, y en vez de ver cómo vacunaban a sus hijos lograron convertir a nuestro país en uno de los principales consumidores mundiales de Blackberries y de whisky. En todo caso, la falta de vacunas no pareció ser un motivo generalizado de disgusto, al menos si nos guiamos por la forma en que se premió electoralmente al gobierno. El desplome económico que siguió a la fiesta, con una contracción que supera el -50% entre 2012 y 2019 (la más grande de la historia moderna), matiza las responsabilidades de la población en los últimos años. Pero no tanto como para que el binomio de enfermos e ignorantes que Manuel Caballero creía dejado atrás en 1930, muestre una singular vigencia…

La malaria no sólo es emblemática para ver lo que ocurre cuando la sociedad se sumerge en el olvido. También nos enseña, tan pronto comenzamos a recordar, hasta qué punto las enfermedades han influido en nuestra historia. La malaria, según un estudio de los doctores Sean M. Griffing, Leopoldo Villegas y Venkatachalam Udhayakumar, llegó a ser endémica en alrededor de 600.000 Kms2, es decir más de la mitad del país, con tasas de mortalidad de hasta 1.125 personas por cada 100.000 habitantes (Emerging Infectious Diseases, Vol. 20, No. 10, 2014). Eso significa que una buena parte de Venezuela era, literalmente, invivible. No es de extrañar que el aumento de la esperanza de vida, el aumento de la población, el control del territorio y la modernización del Estado, formen parte del mismo proceso en el que se abatió la malaria. Y no es de extrañar tampoco que reaparezca justo cuando ese Estado está en una profunda crisis y amplias zonas del país parezcan, al menos desde lejos, territorios sin ley.

Pero la enfermedad es siempre también un fenómeno social. Se vive, se interpreta, se representa, de una forma determinada. Hay por lo tanto un bagaje de experiencia al respecto, que puede ser útil, para seguirla o evitarla, en situaciones nuevas. Lo dicho del olvido por los venezolanos de las décadas de 1980 y 1990 de la épica de Gabaldón, el Ministerio de Sanidad y las petroleras, es un costado del asunto. Lo que una epidemia significa en la vida, el sufrimiento, los temores concretos de las personas, lo podemos ver en el conjunto de testimonios que forman Casas muertas (1955), de Miguel Otero Silva. Pero en general, ese miedo a la peste, producto de nuestros éxitos, era otra cosa olvidada. Sin embargo, como las personas afectadas por un trauma, las sociedades deben también aprender a recordar sus miedos. No para atarse a ellos, sino para dejarlos atrás con pasos más conscientes, más seguros.

También es bueno saber que no todos los finales son felices. Al menos para considerar todos los riesgos. Que en su conjunto la humanidad haya logrado sortear sus pestes, no significa que algunas de sus parcialidades, sociedades enteras, simplemente no pudieran hacerlo. Y en Venezuela tenemos algunos casos. Por feroz que haya sido, la malaria tal vez no fue tan severa como la peste de la viruela, que en 1580 básicamente exterminó a ese conjunto de pueblos a los que los españoles llamaron Indios Caracas. ¿Cómo habrá sido la tristeza y el pánico de ver morir a todo tu pueblo sin poder hacer nada? ¿Cómo sería la impotencia de ver finalmente quebrada la resistencia que quedaba al menos entre los mariches?

Caracas sufrió hasta inicios del siglo XX brotes de vómito negro (fiebre amarilla), más algunas otras pestes como la de 1696, el cólera en 1855 o la Gripe Española. La tuberculosis y, dicha a media voz, la sífilis, eran pan de cada día. Aún nuestros abuelos supieron del miedo a la peste bubónica, que en Caracas se mantuvo, con brotes periódicos, al menos por diez años continuos, entre 1908 y 1919 (pero hubo casos hasta los años cincuenta). No hablaba en vano Caballero cuando decía que en 1930 éramos un pueblo enfermo.

En el resto de Venezuela, en realidad en el resto del mundo, todas las ciudades tienen registros similares. Citemos sólo otro caso, tal vez en proporción el más grande de la historia venezolana, y a lo mejor uno de los mayores del mundo: la fiebre que el Ejército Libertador llevó al Caroní con la liberación de Guayana en 1817, donde los indígenas, al igual que los llamados caracas, no tenían anticuerpos y murieron en proporciones, a veces, del 80% de la población, y otras de la completa desaparición de sus localidades (aunque hay que subrayar que muchos indígenas simplemente huyeron de la peste y de la recluta en el Ejército Libertador). Según un estudio de la historiadora Janet Buchholz, de treinta pueblos y 21.246 personas que había en las misiones del Caroní 1816, dos años después sólo quedaban unas dos mil quinientas personas en una decena de caseríos. La buena noticia es que el día de hoy ambas pestes fueran perfectamente manejables por la medicina.

En fin, la casi desaparición de los llamados Indios Caracas (la zona fue repoblada con indígenas de otros sitios para aumentar el número de la mano de obra en el siglo XVII), uno de los peores desastres demográficos de los que se tenga noticia en el Caroní, la trágica cotidianidad de los pueblos azotados por la malaria, evidencian que la enfermedad es parte de nuestra historia, y olvidarla, en colectivo, es tan irresponsable como olvidar la historia clínica de la familia.

La experiencia histórica y lo que señalan los especialistas, parece indicar que el coronavirus es un reto superable; pero hay trabajar para eso. Nadie se ha atrevido a dar ánimos más optimistas. Si para algo puede servir la historia, es para perder la ingenuidad de creernos inexpugnables, de considerar nuestros triunfos irreversibles, de vivir con la presuntuosa inconsciencia y seguridad de un adolescente. Es un primer paso para tomar mejores decisiones y volver a triunfar.

 

 

 

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