Trump y América Latina
Históricamente, las relaciones entre Estados Unidos y América Latina han sido complejas y multifacéticas, marcadas tanto por cooperación como por conflicto. Desde el siglo XIX, la Doctrina Monroe de 1823 sentó las bases de la política exterior estadounidense en la región, advirtiendo que cualquier intervención en América Latina sería vista como una agresión hacia Estados Unidos. Con el tiempo, esta política propició intervenciones militares y políticas en varios países latinoamericanos, como México, Cuba y Puerto Rico, República Dominicana y Panamá. Durante la Guerra Fría, las relaciones estuvieron dominadas por la lucha contra el comunismo, lo que llevó a acciones directas e indirectas en países como Chile, Nicaragua y El Salvador.
Sin embargo, también ha habido momentos de mayor cooperación en áreas como el comercio, la seguridad y la migración. La firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en 1994 y su posterior reemplazo por el T-MEC fortalecieron los lazos económicos entre Estados Unidos, México y Canadá. No obstante, desafíos como la inmigración irregular, el narcotráfico y las diferencias políticas han persistido.
Durante el primer mandato de Donald Trump, las relaciones entre Estados Unidos y América Latina experimentaron un giro significativo, caracterizado por una postura más restrictiva y confrontacional en temas clave.
Trump adoptó un enfoque centrado en la inmigración, el narcotráfico y la competencia con China en la región. Su política migratoria, destacada por la construcción del muro en la frontera con México y el programa «Quédate en México», generó tensiones con varios países latinoamericanos. Además, amenazó con imponer aranceles a las exportaciones de países como México y Colombia, aunque suspendió la medida temporalmente con la expectativa de obtener beneficios para Estados Unidos. Su estrategia de «Make America Great Again» también buscó reducir la influencia de China en América Latina, promoviendo un proteccionismo que, en algunos casos, derivó en conflictos con la región.
Las órdenes ejecutivas firmadas por Trump en sus primeros días de este segundo periodo de gobierno han evidenciado un cambio en el trato hacia los aliados históricos de Estados Unidos, como si ahora fueran considerados adversarios. En una rueda de prensa el 5 de febrero, la portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, presentó a América Latina como un ejemplo del éxito de la nueva política global del presidente.
Ante las críticas y el escepticismo sobre el plan de Trump de convertir la Franja de Gaza en la «Riviera de Oriente Medio», similar a Mar-a-Lago, Leavitt defendió al mandatario, calificándolo de «visionario» y citando supuestos éxitos de su política hacia América Latina en pocos días. Como ejemplo, tras la amenaza de imponer aranceles del 25% a productos mexicanos, la presidenta Claudia Sheinbaum y el gobierno de Canadá aceptaron reforzar la frontera para combatir el contrabando de fentanilo, así como el logro de que el gobierno venezolano liberara a ocho presos estadounidenses y accedió a recibir deportados, mientras que el presidente salvadoreño Nayib Bukele ofreció su cárcel de máxima seguridad para albergar a criminales de diversas nacionalidades.
Paralelamente, en las principales ciudades de Estados Unidos han comenzado redadas y deportaciones masivas de latinoamericanos. Algunos detenidos, supuestamente miembros de la banda criminal El Tren de Aragua, han sido enviados a la prisión de Guantánamo, que será habilitada para 30,000 migrantes.
A estos «logros» se suma el anuncio del presidente argentino Javier Milei de retirar a Argentina del Acuerdo de París sobre cambio climático, así como la Organización Mundial de la Salud, en sintonía con Estados Unidos. Además, el senador Marco Rubio anunció acuerdos de repatriación de migrantes con Panamá, Costa Rica y Guatemala.
La estrategia migratoria de Trump, uno de los ejes centrales de su gobierno junto con la competencia con China, se basa en varios pilares: la deportación masiva de inmigrantes indocumentados, el uso de tecnología avanzada para el control fronterizo y la amenaza de elevar aranceles a países que no colaboren en frenar la migración. También contempla el uso de Guantánamo y otras prisiones en terceros países, así como sanciones a autoridades de «ciudades santuario» que obstaculicen las redadas. Asimismo, ha ordenado la suspensión de solicitudes de asilo por cuatro meses, lo que contraviene la Convención de Ginebra, de la cual Estados Unidos es miembro.
Cabe destacar que muchas de estas medidas ya existían o han sido más publicitarias que efectivas. Los acuerdos de repatriación fueron firmados bajo el gobierno de Joe Biden. Además, el despliegue de fuerzas mexicanas en la frontera tiene un impacto mediático más que un efecto real en el tráfico de fentanilo, un problema que requiere un enfoque de salud pública y cooperación internacional.
Es de hacer notar que la presión de Trump ha generado nuevas tensiones. El 7 de enero, en una rueda de prensa, afirmó que, si fuera necesario, utilizaría la fuerza para recuperar el canal de Panamá. Construido y administrado por Estados Unidos hasta 1999, el canal está bajo soberanía panameña desde el Tratado Carter-Torrijos de 1977. Tras la visita del secretario de Estado Marco Rubio a Panamá, este declaró que “es absurdo que los buques de guerra estadounidenses tengan que pagar por transitar el canal”, sugiriendo que el tratado les otorga un derecho especial. Posteriormente, el Departamento de Estado afirmó que el presidente panameño, José Raúl Mulino, había aceptado eximir a los barcos estadounidenses del pago, inmediatamente el presidente Mulino desmintió esta afirmación, calificándola de “falsedad intolerable”.
En cuanto a Venezuela, la postura de Rubio ha causado preocupación en la oposición, que busca presionar por un cambio de régimen. Trump revocó el estatus de protección temporal otorgado por Biden a 600,000 venezolanos, lo que podría derivar en deportaciones masivas.
Para completar su ofensiva, Trump ordenó el cierre de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), calificándola como un grupo de «lunáticos radicales».
Creada en 1961 bajo el gobierno de John F. Kennedy, USAID ha sido un pilar de la proyección internacional de Estados Unidos junto con la diplomacia y la defensa. Su eliminación ha sido celebrada por gobiernos autoritarios como Rusia y Hungría, así como por los presidentes de Nicaragua y Venezuela, quienes afirmaron que la agencia financiaba a grupos opositores.
Las políticas de Trump hacia América Latina pueden agruparse en cuatro ejes principales:
- Contención de la migración: Presión sobre aliados para frenar la migración propia y de terceros países, deportaciones masivas y encarcelamiento de criminales en países como El Salvador.
- Incremento de aranceles aduaneros: Amenazas a México y China para equilibrar la balanza comercial.
- Confrontación con China: Competencia en tecnología, comercio, recursos estratégicos y rutas marítimas clave, incluido el canal de Panamá.
- Deslegitimación del sistema multilateral: Promoción de un mundo sin reglas, debilitando organismos internacionales.
Esta estrategia, impulsada por asesores como Stephen Miller y Tom Homan, contempla la deportación de 11 millones de personas, lo que tendría graves consecuencias económicas y políticas en sus países de origen, afectando el flujo de remesas y generando crisis internas.
Este enfoque refleja una estrategia de presión y realineamiento en la política exterior de Estados Unidos, con un impacto significativo en América Latina y otras regiones.
Stephen Miller, asesor de seguridad interior de Estados Unidos, y Tom Homan, el zar de las migraciones, son los ideólogos de la política en torno de este eje. Ambos quieren expulsar a alrededor de 11 millones de personas (40% con permisos temporales y 60% indocumentados).
Esa cifra incluye a 4 millones de mexicanos, 2 millones de centroamericanos, más de 800.000 sudamericanos y 400.000 caribeños. Las deportaciones tendrán efectos graves en los países de origen. Por lo que se espera una disminución de las remesas. Vale señalar que sas remesas representan entre 20% y 25% del PIB de El Salvador, Guatemala y Honduras. En México suponen 60.000 millones de dólares al año. Aceptar los deportados supone una inmensa carga económica y potenciales crisis políticas y sociales.
En efecto, Trump crea dificultades a sus contrincantes, pero especialmente a empresas y consumidores estadounidenses por el impacto inflacionario que ya se comienza a sentir.
Gran parte de las importaciones que Estados Unidos quiere gravar corresponden a bienes fabricados en México por empresas estadounidenses. Trump quiere que regresen a su país, pero se marcharon hace décadas para aprovechar la mano de obra barata de China, México y otros países. Si suben los aranceles o esas empresas se trasladan a Estados Unidos, los teléfonos celulares, los automóviles, los productos agrícolas y las bebidas alcohólicas, entre otros bienes, serán más caros y aumentarán la inflación y el costo en las cadenas de producción instaladas entre México y Estados Unidos.
Desde el primer gobierno de Trump, diversas empresas chinas se han desplazado hacia otros países para evitar la subida de aranceles. Algunas fábricas chinas se han instalado en México, Vietnam o Filipinas. De esta forma, reexportan a Estados Unidos con aranceles más bajos. Trump quiere combatir esta deslocalización de la producción, pero es casi imposible de frenar sin, precisamente, cooperar entre todos. La imposición de altos aranceles a importantes proveedores del mercado estadounidense como México y China causará disfunciones en el comercio mundial. Además, Canadá y México, socios de Washington en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), tomarán represalias.
Desde diversos gobierno y prestigiosos Think-Tanks intentan descifrar la naturaleza del nuevo gobierno presidido por segunda vez por Donald Trump, unos dicen que se trata de un aislacionista con ambiciones imperiales territoriales, o si, por el contrario, todo forma parte de una táctica negociadora. La historiadora Jennifer Mittelstadt de la Universidad Rutgers del Estado de New Jersey considera que los ideólogos del presidente son “soberanistas anti-internacionalistas”, es decir, contrarios a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y a cualquier otra institución multilateral que no puedan controlar totalmente. Corriente que surgió después de la Segunda Guerra Mundial como reacción a la creación de la ONU y a la descolonización.
Distintos gobiernos latinoamericanos intentan descifrar hasta dónde irá la nueva política de Washington, donde por ahora destacan más las intimidaciones y los retos que las propuestas positivas a la región. Pero señalan que lo visto en este primer mes de gobierno ya supone un giro vertiginoso del vínculo entre Estados Unidos y su vecindario continental.
El investigador principal para América Latina del Chatham House, influyente centro de análisis británico Dr. Christopher Sabatini, señala que » que es un cambio drástico que no se parece a ningún otro cambio en la política exterior de EE.UU. hacia el hemisferio».
Luis Velásquez