Cultura y Artes

Tulio Hernández: Con Umberto Eco en Caracas

Con-Umberto-Eco-en-Caracas-por-Tulio-Hernández-640Camino del Aeropuerto Internacional de Maiquetía a buscar a Umberto Eco para trasladarlo a Caracas. Marianella Montenegro y el autor de estas líneas, por entonces una pareja de recién casados, conversábamos sobre  la curiosa situación  de  disponerse a recibir a un autor consagrado, una leyenda viviente de la literatura y del pensamiento, cuyos libros habíamos leído con reverencia desde muy jóvenes. En un rato lo tendríamos frente a frente. ¿De qué hablaríamos? ¿Cómo evitar caer en el lugar común de decirle, por ejemplo, cuánto nos habían gustado  El nombre de la rosa o Apocalípticos e integrados?

Pero las circunstancias en las que nuestro italiano se presentó lo facilitaron todo. Habíamos arreglado que fuera recibido en la sala VIP del aeropuerto y así se lo habíamos notificado. Pero Eco −luego constataríamos que era un distraído−  tomó por los caminos normales, hizo las colas de cualquier vecino para recibir los sellos en el pasaporte y se hallaba perdido.

En la sala donde le aguardábamos entró el nerviosismo. Pensamos que no había llegado en el vuelo de Aerolíneas Argentinas, hasta que se nos ocurrió ir a buscarlo en las cintas de equipajes. Y allí lo conseguimos. Un tanto despeinado y desvalido, con una parte de la camisa por fuera del pantalón, un tanto preocupado porque su equipaje aún no había llegado. Le dimos la bienvenida y lo calmamos informándole que la maleta ya estaba en la Sala VIP donde un grupo de periodistas aguardaba para entrevistarlo.

Pero nuestro invitado no quería declarar a la prensa.

La noche anterior, su casa en Turín había sido agredida por unos grafitis que decían algo así como: “¡Eco, si no quieres ser italiano, vete del país ya!”. Era la respuesta a unas declaraciones dadas en Buenos Aires en las que había expresado su malestar y su vergüenza porque un “miserable” como Berlusconi se perfilaba como nuevo Jefe de Estado de la República italiana. Un periodista las había tergiversado y lo había puesto a decir que “dejaría la nacionalidad italiana si Berlusconi ganaba las elecciones”.

Así que, sin más, decidimos irnos directamente al hotel en Caracas. El viaje se hizo rápido. No había cola en la autopista y, además, Eco resultó ser un animado conversador, agradable y llano, que hablaba un buen castellano y fluidamente inglés y francés. Nos habló de su viaje a Buenos Aires, su aprehensión sobre el mal periodismo y, con sinceridad, confesó que de Venezuela sólo conocía del proyecto de integración de las artes de Carlos Raúl Villanueva. Nada más.

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Como lo hizo hasta el final de sus días, Umberto Eco publicaba desde hace muchos años una columna semanal en la revista L’Espresso. Había aprovechado el largo viaje desde Argentina para escribir la de esa semana en esa novedad del momento llamada laptop y necesitaba conectarse a Internet para enviarla con urgencia.

Allí comenzó otro episodio.

Aunque era la mejor del hotel, la habitación no tenía conexión a la línea telefónica para internet. El WiFi aún no había aparecido en el horizonte tecnológico. Pedimos ayuda urgente. El gerente mismo del hotel se hizo presente ofreciendo sus excusas. También el jefe de mantenimiento. Intentaron por diversos medios, pero la conexión fue imposible.

La laptop de Eco era un dispositivo especial que no tenía acceso para diskette, así que la única opción era imprimir el texto y enviarlo vía fax. Lo intentamos pero, como eran las cosas en aquel 1994, las impresoras del hotel no eran compatibles y el asunto empezó a ponerse escabroso. Si el artículo no llegaba antes de las doce de la noche a la redacción en Roma no entraba a imprenta. Eco estaba angustiado. Necesitaba aclarar su declaración de Buenos Aires.

Para hacer el cuento breve, tuvimos que irnos a mi oficina ubicada relativamente cerca, en Parque Central, llamar a uno de mis amigos “high tech” quien trabajó más o menos dos horas hasta que logró imprimir y enviar el texto a Italia.

Bienvenido a Venezuela.

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Junto al arquitecto Rocco Mangieri, quien había sido su alumno en Italia, habíamos organizado la visita. Para entonces yo presidía Fundarte, la organización cultural de la Alcaldía de Caracas. Eco dictaría una conferencia para la Cátedra Permanente de Imágenes Urbanas que recién habíamos inaugurado con una clase magistral del antropólogo argentino-mexicano Néstor García Canclini, aclamado por entonces gracias a la publicación de su best-seller Culturas híbridas.

La conferencia había sido programada inicialmente en la Sala Ana Julia Rojas del Ateneo de Caracas, cuando aún no había sido expulsado de su sede por el gobierno rojo. Tan intensa fue la presión del público (más de mil personas habían llamado solicitando cupo y el aforo era sólo para 400) que decidimos mudarla a la Sala Ríos Reyna del Complejo Cultural Teresa Carreño. Aún no había sido convertido en el centro de convenciones del PSUV. Logramos un acuerdo con Isaac Chocrón, su director. Sólo había dos problemas: cómo conseguir y costear dos mil equipos de traducción simultánea y cómo imprimir mil 600 programas de mano más. En el más puro estilo venezolano, tan bueno para las emergencias y los operativos, las dos cosas fueron resueltas de inmediato.

A los organizadores nos preocupaba, sin embargo, que el tema elegido por Eco, una reflexión sobre la verdad histórica y verdad literaria en la relación entre París y Los Tres Mosqueteros de Alexander Dumas, fuera demasiado especializada. Pero el público, que hizo cola desde tres horas antes para acceder a la sala, se mantuvo atento hasta el final; asistía con la veneración de quien escucha un oficio religioso porque, lo entendimos después, lo importante era escuchar y ver a Eco, no entender lo que estaba diciendo. Estábamos ante un superstar de la cultura y la gente le pedía autógrafos sobre el programa de mano. Eco lo hizo con gusto, hasta que se agotó físicamente.

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La gira fue todo un éxito. Los diarios, que para entonces eran muchos, no oficialistas y con extensas páginas dedicadas al tema cultural, reseñaban a página entera sus intervenciones. Tanto la de Caracas como la de Mérida y la de Maracaibo. Nuestro invitado cumplía su papel de vedette intelectual a cabalidad. Era un verdadero trabajo ser Umberto Eco las veinticuatro horas del día. Las autoridades de la UCV hicieron de guías en la visita a la Plaza Cubierta, la Biblioteca y el Aula Magna. En la Librería Ludens tratamos de pasar desapercibidos, pero unos lectores lo reconocieron y agotaron los pocos ejemplares de sus libros que habían en oferta. Eco se los firmó amablemente.

Hasta que una noche logró deshacerse de su rol. Luego de un brindis en una casa del Country Club, ofrecido por la Asociación Emilia Romagna, coauspiciante de la gira, el semiólogo nos pidió que lo llevásemos a un lugar lo más cotidiano posible. “Donde ustedes irían un día de oficina”, dijo. Así que nos fuimos a una pequeña tasca de La Candelaria, cuando la delincuencia aún no se había ensañado con la ciudad. La Candelaria, hay que decirlo, era mariscos, vino y alegría hasta el amanecer.

Esa noche estuvo radiante. Nos habló largamente sobre su proyecto de digitalizar libros que se estaban destruyendo por la calidad del papel. Compartió sus teorías sobre cómo el formato libro persistiría, pese a la revolución digital. Pensaba que con Internet lo que iba a cambiar era la forma de impresión. El libro viajaría por la red y cada quien lo imprimiría en su casa. Por supuesto, para entonces nadie imaginaba las tabletas, el kindle ni el libro electrónico.

El restaurante estaba copado. Una madre y dos hijas veinteañeras esperaban mesa. La nuestra era de seis asientos y les ofrecimos compartirla. Obviamente no sabían quién era nuestro acompañante. Lo asumieron como un turista italiano de viaje y comenzaron una sabrosa conversación que pasó por la revista Hola, el clásico “¿Primera vez en Venezuela?¨, las mejores maneras de preparar la pasta, las canciones de Mina y otras tantas nimiedades que concentraban la atención de nuestro visitante.

Estaba feliz; por primera vez en tres días no tenía que hacer de Umberto Eco.

No quería irse. Pidió otra ronda de vino para todos y al final nos agradeció efusivamente ese gran momento.

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La última vez que lo vi de nuevo en el Aeropuerto de Maiquetía venía de Maracaibo. Esta vez fui solo a recogerlo en el terminal nacional para llevarlo al internacional desde donde saldría para Roma. Ahora estaba con su esposa que había llegado después. Seguía intranquilo con el tema Berlusconi y estaba apresurado sobre la hora de partida, pero muy jovial.

Atento a las normas del lugar común, le pregunté qué cosa le había impresionado más de este viaje a Venezuela. Sin titubear me respondió: “La visita a Juan Félix Sánchez”. Le pregunté cómo había llegado allí. Me contó que en su visita a Mérida había visto un bello libro sobre el artista del páramo. Se impresionó  con su  obra “que hablaba de Gaudi sin pronunciarlo”, dijo. Tanto que pidió conocerlo. Lo llevaron a un pueblito muy pequeño. A una casa muy modesta. Y en un cuarto casi a oscuras lo recibió un anciano en su lecho de enfermo.

“Era él. Apena si hablamos”, dijo sonreído.  Entonces se explayó: “Me preguntó si yo era italiano. Le dije que sí. Me habló de un accidente en la rodilla del Papa. Le dije que todavía caminaba con dificultad. Me pidió que si veía al Papa le diera un saludo de su parte. Y yo se lo prometí”. No hablaron más. Permanecieron unos diez o quince minutos en silencio y Eco no pudo siquiera despedirse porque el artista anciano dormitaba.

Ya era hora de entrar a migración y remató apresuradamente: “Sólo por haber visto el mural de Léger y los móviles de Calder en la obra de Villanueva valió la pena este viaje. ¡Ah, y por conocer a Juan Félix Sánchez! No siempre tiene uno oportunidad de pasar un rato con un genio”.

Ahora que sabemos de  la muerte de  Umberto Eco, pienso en su frase final.  No siempre tiene uno la oportunidad de pasar un rato, y mejor aún, varios, con un genio.

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