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Un 11 de julio esperanzador y definitorio

Los que pensaron que jamás llegaría el momento de la rebelión, porque decían que los cubanos llevamos horchata por sangre en las venas, se equivocaron.

LA HABANA, Cuba. – Apagones de internet en toda la Isla, policías y militares a las calles disfrazados de civiles para justificar la represión ante el mundo y hacerla pasar como “reacción popular”, detenciones masivas, golpizas, disparos, reforzamiento del toque de queda y alarma de combate en todo el ejército, amenazas, mentiras y mucho lloriqueo mediático han sido las respuestas del régimen comunista a la oleada de protestas de este domingo en Cuba, las más multitudinarias en 62 años de dictadura.

Los que pensaron que jamás llegaría el momento de la rebelión, porque decían que los cubanos llevamos horchata por sangre en las venas, se equivocaron, así como también se ha equivocado esa tropilla de mandamases barrigones que ahora, sabiéndose al borde del precipicio, cometen el más perverso de los crímenes al querer transformar las protestas pacíficas en guerra civil.

Porque la intervención televisiva de Miguel Díaz-Canel, con su “orden de combate” como colofón, lejos de calmar los ánimos, como hubiera hecho un mandatario digno, ha echado más leña al fuego, y no solo por la prepotencia de su tono, nada conciliador y rotundamente violento, sino además por la falta de argumentos que justifiquen por qué nosotros, el pueblo, deberíamos aguantarlos a ellos, cada uno más incompetente que el otro, un segundo más en el poder.

Es tonto creer que el pueblo ha tomado las calles solo por los cortes de electricidad de los últimos días, o por el hambre que padece desde muchísimo antes de la pandemia. El pueblo, ya despojado de cuanto fue suyo alguna vez, ahora que de verdad ya no tiene nada que perder en medio de tanta miseria, también se libera de ese fardo repleto de miedos y extorsiones que lo inmovilizaba.

Porque ya no queremos nunca más un partido parásito en el poder. Porque somos personas y no rebaño. Porque un país no se dirige como se administra una granja. Porque una economía nacional, que persiga ser verdaderamente próspera para el bien de todos, no puede sostenerse en la explotación laboral de unos profesionales vendidos como mercancía ni ser diseñada sobre la base de estafar a unos brazos que producen dólares para los capataces pero que reciben sus salarios en una moneda sin valor real.

Quienes protestaron en las calles este 11 de julio, absolutamente todos, ni son mercenarios ni son delincuentes, son miles de mujeres y hombres que en estos últimos meses han perdido sus ahorros de muchos años a causa de los “ajustes económicos” antojadizos de un Gobierno que se endeuda con el mundo para construir un innecesario hotel rascacielos en medio de La Rampa pero que, al mismo tiempo, dice no tener dinero para abastecer de alimentos los mercados.

Quienes ayer con sus gritos de “Patria y Vida” y “Libertad” acabaron con las falacias del “consenso” y la “unanimidad” son jóvenes que no quieren terminar sus vidas así como ven de mal las de sus padres y abuelos; muchachas y muchachos que no desean como el más seguro de los caminos a la solvencia económica —que no a la independencia—, el “jinetear”, robar o “luchar” para sobrevivir, para fingir que ascienden en una escala social donde jamás los tendrán en cuenta por ser cubanos de a pie, y porque siempre irán de primeros los grandes jefazos comunistas y los extranjeros con dinero.

A las calles se tiraron las familias que están hartas de vivir divididas, fracturadas por exilios, insilios, marginaciones, censuras, por terquedades y fanatismos políticos, por la soberbia de esos que solo ven en cada uno de nuestros emigrados a simples emisores de remesas y no a paisanos tan cubanos y tan dueños de las calles como aquel que siempre vivió amarrado al terruño.

Madres y padres que sufren al pensar que los caminos están cerrados, que el futuro es “continuidad”, es decir, solo una promesa sin cumplir en el discurso de un caudillo ya difunto y que, al morir ellos, Cuba será también para sus hijos ese país incómodo, amargo, donde quedarse será siempre el mayor error.

Vendrán días muy difíciles. Jornadas de más encierros, persecuciones, acosos, violencia desmedida bajo el “amparo constitucional” de un Artículo 4 que permite incluso la aniquilación física de los opositores, “por cualquier medio”, y quizás en esos excesos tan imprudentes por peligrosos pensaba quien diera la “orden de combate”.

No obstante el estallido social es indetenible, esperanzador y definitorio porque, aunque se empeñen en señalar que es obra ajena, externa, fabricada, en realidad se ha cuajado en el mismísimo seno del viejo oficialismo, en sus innumerables deserciones, fracturas y decepciones. Pero, como lo saben de sobra, los medios de prensa del régimen por estos días se empeñarán en construir la ficción a su modo e intentarán hacer pasar estos como días de calma y concilio.

Esta vez no tienen modo de echar culpas por lo sucedido a esta u otra organización opositora, a este o aquel medio de prensa molesto, porque son estas protestas lo que no esperaban, o al menos no demasiado “pronto” para sus “complejos de eternidad”. Protestas espontáneas, masivas, consecuencias del hartazgo, de las desesperanzas, de las frustraciones acumuladas, del cansancio de ser engañados, abusados, burlados e ignorados una y otra vez durante estos decenios de promesas sin cumplir.

 

 

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