Un largo y degradante ‘Periodo Especial’
El arroz. El pollo. El aceite. La letanía de la escasez une a tres generaciones de cubanos en la perpetua vigilia de la supervivencia. ¿Hasta cuándo? La posibilidad del pronóstico queda anulada por la costumbre arraigada en una miseria profunda, muda, fundada también en nuestra ligereza, en nuestra desmemoria.
Hay jóvenes que recuerdan la década los 80 como una era próspera. Algunos viejos te hablan de la abundancia de los años 60. ¿Prosperidad? ¿Abundancia? Hanna Arendt observaba que necesitamos el olvido para aliviar la neurosis de la opresión, la recóndita certeza de que nuestra conformidad (por miedo, oportunismo y hasta por idealismo) implica una colaboración.
Así como se olvida para quedarnos sin culpa, también olvidamos para regresar sin culpa. Los frijoles. El jabón. La leche. Hay de todo, aseguraban los viajeros en plena apertura obamista. De todo, repiten con sus dólares en los bancos de Miami los cuentapropistas, a quienes la dictadura ha convertido en un freno de las libertades. Lo dicen los heraldos del cambio-fraude en la misma página del periódico donde aparece una turba de habaneros sin dientes, vestidos como se visten los desamparados de Bangladesh, peleando por un pollo escuálido y mal desplumado, un pescado pasado de fecha, alguna indescifrable masa cárnica o un pomo de detergente que deja en la ropa un olor a naranja agria.
El ilusionismo moral se corresponde con el ilusionismo del objeto. Las cosas se alteran y falsifican con tal de hacerlas parecer lo que antes eran en Cuba y lo que siguen siendo fuera de Cuba. Uno de mis parientes, en Encrucijada, se gana sus pesos dándole aromas alegadamente auténticos a las vituallas de emergencia. ¿Morcilla de claria que huele a chorizo español? ¡Hmmmm! El sabor, aclara el pariente, no puede garantizarse más allá de cierto punto de cocción.
Treinta años antes del «Periodo Especial«, una vecina en mi edificio asombraba a grandes y chicos con unos cakes de merengue sin huevo que minutos después de la foto cumpleañera se desplomaban en líquida avalancha. Enorme fama en La Habana Vieja tenía por entonces Terry, un reformador de zapatos capaz de convertir un par de botas cañeras en unas botas de tacón Hollywood con cierre de zipper y punteras de estilete.
Al paso del tiempo, a pesar de sucesivas temporadas de cárcel en castigo a su inventiva, Terry extendió su ingenioso portafolio. Derritiendo un excedente de volátiles ollas de presión búlgaras, fabricó elegantes cafeteras de diseño italiano que sobrepasaron la demanda de la población y los recursos del cuerpo de bomberos. Entre sus mayores aciertos estuvieron la falsificación de las etiquetas de cuero que llevan los jeans marca Lee y unos quinqués de hojalata con su adecuado suministro de contrabandeada luzbrillante.
El ciudadano sin oportunidad de escapar de la penuria a través del robo, el intercambio informal, los favores oficiales o las remesas y paquetes del exilio, queda atrapado entre la picaresca del Estado y la picaresca de los buscavidas. Uno lo obliga a comprar picadillo de soya y el otro le vende bisté de frazada.
Algunos de estos buscavidas se inscriben en la leyenda del barrio. En el umbral de la Ofensiva Revolucionaria de 1968, un fritero apodado Malanga vendía sángüiches de pavo a la puerta de mi secundaria en Tejadillo y San Ignacio. «Ave de altura», decía Malanga celebrando la calidad de los sángüiches tostados a la plancha con jugosas rebanadas de tomate y un picotillo de lechuga y cebolla. Hasta que un día su foto apareció en el periódico, convicto por vender carne de aura tiñosa.
El anónimo y sucinto redactor de la nota tuvo la exquisitez epistemológica de poner el nombre científico de la especie: Cathartes aura. Considerada la masa de tres a cuatro libras por ejemplar y la frecuente cadena de desayuno y almuerzo, por no agregar ocasionales meriendas y comidas, debo haberme despachado una cantidad de tiñosas que excede el número de la bandada para situarse cómodamente en el rango de población. ¿Cathartes aura?, nos preguntamos aún algunos viejos amigos frente a una buena posta.
Hambre y revolución son sinónimos para los cubanos. «Comida de pobre», decía mi abuela cuando nos servía picadillo, arroz, frijoles negros y plátanos maduros. Luego, sería un lujo. Aquello que para ella fue pobreza en el machadato llegaría a ser para mí un privilegio en el castrismo. La carne. ¡Oh, la carne! El café. La sal. A lo largo de 60 años la escasez es la cotidiana espiral de nuestra degradación.