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Un libro políticamente incorrecto

¿Eran amigos, enemigos, aliados, rivales? Dependía del momento, y hubo muchos, durante buena parte del siglo XX, en que Rafael Caldera y Rómulo Betancourt representaron una u otra cosa para el otro. Fundaron los dos partidos principales de nuestra democracia y fueron dos de los protagonistas de los progresos civiles que vivimos en el siglo XX

Caldera y Betancourt: constructores de la democracia, publicado en 1987 por el político y escritor venezolano Gehard Cartay Ramírez, con el sello editorial de Centauro, es decir, de José Agustín Catalá, puede ser considerado como un libro “políticamente incorrecto”. Es más, como la suma de lo que es un libro “políticamente incorrecto”, en lo que se refiere a la historia de la democracia venezolana. En realidad, no toda su historia, sino la que va desde los albores de la lucha democrática en el siglo XX, hasta básicamente el caudaloso boom de los precios del petróleo, cuando ya finalizaba el tercer período presidencial de la República Civil, el presidido por Rafael Caldera de 1969 a 1974. El tema del libro es la importancia de Caldera y Betancourt en la construcción de la democracia. Al presentarse en 1987, ya Rómulo Betancourt había concluido su “parábola vital”, en 1981, y Rafael Caldera mantenía una intensa actividad como senador vitalicio y como líder político, tanto dentro como fuera de las fronteras del partido socialcristiano Copei. Y es evidente que la democracia que tanto costó construir, ya había entrado en un período de aguda crisis y, en no pocos aspectos, de descomposición, que el autor no ignora sino que pondera con angustia. Pero como es mi deber ceñirme al libro que intento prologar, le ahorraré al amable lector mis propias elucubraciones sobre esa accidentada historia que se desenvuelve vertiginosamente en la parte final del siglo pasado. Etapa cuyo examen de activos y pasivos todavía está por realizarse de una manera exhaustiva y desapasionada. Sus pasivos, reales e imaginarios, han sido objeto de machacona insistencia. Sus activos, no. Ese balance hay que hacerlo. Esperemos que Gehard Cartay disponga su talento en esa dirección. La densa apostilla que el autor incorpora al texto original, para precisamente hacer una sucinta evaluación de los tiempos posteriores a 1987, puede indicar que una nueva obra que complete la historia de la democracia está por concebirse y adelantarse. Ojalá y así sea.

Volviendo, pues, a la “incorrección política”, tenemos que empezar por el principio, o el título del libro: colocar a Caldera antes de Betancourt, por lo menos sería una osadía, y para no pocos una herejía, y ya no tanto en relación con la “historia oficial” del presente, de la cual ambos se encuentran erradicados, sino de eso que llaman la sabiduría convencional o el sentido común. El entonces senador vitalicio Rafael Caldera, en sus palabras en la presentación del libro, reconoció claramente que Betancourt es “una figura a la cual correspondió el primer lugar, la primera responsabilidad en el proceso de establecimiento y consolidación de la democracia venezolana”. ¿Cómo es eso que el nombre del “padre de la democracia” vaya después de cualquier otro nombre, al ser historiada la propia democracia? No luce razonable. Incluso luce de mala índole. Más adelante veremos por qué el título seleccionado por Cartay no es una osadía, ni por supuesto una herejía, ni tampoco una distorsión interesada de la realidad histórica. Tiene una justificación que no suele apreciarse, que seguramente no fue apreciada lo suficiente en el tiempo de la publicación del libro, ni con posterioridad, pero que ahora debe plantearse de nuevo, con toda la insistencia de la verdad.

Hace poco me topé con una expresión aleccionadora: el olvido del pasado, implica, inexorablemente, la obliteración del futuro… Es una expresión radical en la que no caben fracturas. Y es una expresión veraz en relación con la tragedia venezolana del siglo XXI. ‘Obliterar’ significa tachar, borrar, obstruir, devastar, en pocas palabras: anular la posibilidad de un futuro humano y digno, en el sentido que la referida expresión tiene para nuestro país. Obliterado se perfila el futuro de Venezuela, tanto o más de lo obliterado que ha estado su devenir bajo la égida de la hegemonía despótica y depredadora que viene imperando sobre la nación venezolana. Y en gran medida ello se debe al olvido del pasado. Pero no únicamente el olvido natural que se va produciendo con el paso de los años, que desdibuja la memoria y difumina los recuerdos. No. Otro tipo de olvido. Uno manufacturado por y desde el poder. Uno impuesto por las malas y las peores a través de todos los recursos públicos, y aceptado con poca o ninguna crítica por parte de mucha gente llamada a defender la trayectoria de nuestra democracia, pero que prefirió quedarse callada o, peor aún, transmutarse en colaboradores de lo que Manuel Caballero calificó como la pretensión de abolir la historia. De allí que el conjunto de las nuevas generaciones manifieste “una ignorancia crasa y supina” sobre el proceso de construcción de la democracia en Venezuela, tema central del libro de Gehard Cartay. Y se incluye en ese conjunto, con valiosas excepciones, a quienes han buscado liderar la lucha política desde el relevo generacional. Por eso es tan oportuna la nueva edición de Caldera y Betancourt. Cierto que debe reconocerse un interés de nueva data en inquirir sobre la historia de Venezuela, y en particular en relación con los llamados “antecedentes” que explicarían el ascenso de la hegemonía roja. Y hay textos que reflejan ese interés. Pero entre varios de estos, hay tanta tergiversación, tanta acomodación partisana, cuando no falseamiento descarado, tanta basura editorial, para usar unos términos tajantes, que una obra como la de Cartay, seria, bien diseñada, bien documentada, y bien escrita, es un aporte genuino al entendimiento de nuestra conciencia histórica.

El objetivo de estas líneas es enfatizar tres tópicos que son definidos en el libro de una manera esclarecedora, aunque el grueso de la opinión pública considerase las cosas de otra manera. El primer tópico es que sin Acción Democrática y Rómulo Betancourt no habría sido posible la construcción de la democracia venezolana, pero… solo con Acción Democrática y Rómulo Betancourt, tampoco habría sido posible esa hazaña. A ver: AD con Betancourt como máximo líder es el promotor fundamental de la nueva política del siglo XX. La política de los partidos políticos. Sin estos, la vieja política, la política de tradición militar –con sus distintas expresiones, desde las plenamente dictatoriales, hasta las inspiradas por un magisterio protocivilista– habrían permanecido en Miraflores. La construcción de la democracia habría quedado como una quimera, o como un proyecto fallido, en el mejor de los “escenarios”. Sin embargo, si AD y Betancourt hubieran persistido en la aspiración o tendencia originaria de establecer una hegemonía política, sin opciones reales de alternancia en el poder para otros partidos o corrientes políticas, entonces esa hegemonía, por definición, no habría sido democrática y, probablemente, habría traído de vuelta al factor militar al centro del poder. No estamos especulando sobre hipótesis etéreas. El desenvolvimiento del Trienio (1945-1948) y su truncada conclusión, sin desmeritar ni un ápice su contribución al impulso de un proyecto nacional-democrático, demuestran que las tendencias hegemónicas, más temprano que tarde, terminan contradiciendo las aspiraciones democráticas.

Todo esto quiere significar que el papel de Copei y Caldera, en el proceso constructor de la democracia, no es uno meramente importante, ni mucho menos auxiliar; es un papel esencial, porque sin Copei y Caldera, no se hubiera consolidado un equilibrio político que hiciera posible la alternancia, vale decir, la verdadera construcción de una democracia perdurable. En otras palabras, Copei y Caldera fueron un componente esencial de la democracia venezolana, tal y como esta se fue iniciando, desarrollando, arraigando, y desde luego conduciendo al país durante décadas. Ello no menoscaba la relevancia de Acción Democrática y, en especial, de Rómulo Betancourt. Al contrario, la sitúa en una perspectiva de madurez y sana comprensión de la democracia como un sistema de pesos y contrapesos. Y los mismos, por cierto, no se improvisan o decretan, sino que se reconocen y aprovechan para darle piso a la convivencia democrática. El tan comentado “sectarismo adeco” de los primeros años en el poder, no resucitó, tal cual, en el complejo establecimiento de la República Civil. El Pacto de Puntofijo es una prueba fructífera, y no tanto porque se haya suscrito, sino porque Betancourt y la mayor parte de AD, y Caldera y Copei, a pesar de todos los pesares, lo cumplieron del primer al último día del quinquenio inaugural de la naciente democracia. Quizá quien mejor lo admite y congratula con su elocuencia singular, ha sido el propio presidente Betancourt, como queda reflejado en esta obra. Y esto nos lleva al segundo tópico.

No es cierto, como se ha alegado hasta el cansancio, de buena y mala fe, que Betancourt haya “inventado” a Caldera y a Copei, como una especie de taumaturgo que necesitaba una contraparte formal para la presentación democrática de su proyecto político. Gehard Cartay expone la falsedad de ese alegato, no con opiniones teñidas por su adherencia a la ideología socialcristiana, sino con argumentos documentados según criterios profesionales. Viene a cuento la conseja de que todos tenemos derecho a nuestras propias opiniones, pero no tenemos derecho a nuestros propios hechos. Y los hechos son tercos, como proclamaba Lenin. Para comenzar, la génesis del movimiento socialcristiano en Venezuela tiene una trayectoria y autonomía propias. Siempre en el marco de la apertura que se inicia en 1936, que es el contexto general para todas las iniciativas políticas de aquella época. Y ese nacimiento del movimiento socialcristiano, cuya primera expresión principal es la UNE, no es consecuencia de una directriz foránea, sino que es una expresión profundamente nacional. A través de los años y de formas políticas diversas, esa corriente política desemboca en la fundación de Copei, en 1946, como un partido político de proyección hacia todas las regiones del país, y con la vocación expresa de irse acuerpando para llegar democráticamente al poder. Lo cual lograría al ganar las elecciones de 1968, luego de un proceso continuo de crecimiento político que sobrevivió muchas adversidades, tanto por el fundamentalismo en la dinámica política de origen democrático, como por el ensañamiento de la dictadura militar.

Caldera no llegó a la presidencia gracias a unas muletas de Betancourt. Y si se aduce que su victoria es efecto de una división de AD instigada por Betancourt, acaso para favorecerlo, Cartay responde con claridad esos peregrinos señalamientos, recordando que el ámbito político de centro, opuesto o distinto a AD, también fue dividido a esos comicios. La expansión política de Copei y del liderazgo de Caldera, se entendía entonces que lo encaminaría a liderar el gobierno. No fue sorpresivo su triunfo ni podía serlo, dado el historial de constante ascenso de esa parcialidad política y de su figura principal. No obstante, Rómulo Betancourt tiene, en relación con Caldera y Copei, un mérito que se debe valorar y que por diversos motivos no se hace: el de darse cuenta de que la construcción de la democracia, sobre todo a partir de 1958, requería de modo esencial de la participación activa de los socialcristianos. Pudo no haberlo hecho. Pudo haberse equivocado, por ejemplo, y apostar el sustento de la democracia en Jóvito Villalba y su partido. Pero Betancourt no se volvió a equivocar. Acertó. Y ese acierto es consecuencia del reconocimiento de una realidad política, más allá de sus preferencias. Y esa realidad la constituyó la fuerza y representatividad nacional alcanzada por Caldera y Copei, a lo largo de una dilatada y complicada lucha política. Si además esa realidad no contravenía sus convicciones de estadista y político de raza, mejor todavía. Y estas reflexiones nos conducen al tercer tópico.

Gehard Cartay se explaya con soltura y conocimiento sobre las diferencias entre Caldera y Betancourt, en cuanto a la formación política, sus orientaciones ideológicas, sus peculiaridades al ejercer el liderazgo partidista y gubernamental, y otros aspectos de importancia. Pero lo novedoso de su análisis es que no se limita al amplio tema de las diferencias, sino que también se ocupa de las semejanzas. Por las razones propias de un prólogo –que tiene por finalidad presentar un libro y no esbozar otro–, destaco tres semejanzas que Cartay considera extensamente, aunque no las desglose en la misma secuencia.

La primera semejanza es que Betancourt y Caldera, Caldera y Betancourt, a los efectos de estas consideraciones, el orden de los factores no altera el producto… fueron caudillos políticos. Los grandes caudillos políticos de la democracia venezolana. Un caudillo es un jefe que no tiene par en su colectivo. Lo específico de Caldera y Betancourt es que fueron caudillos civiles. Su arma no era el fusil sino la pluma y el estrado. Su instrumento no era el ejército, de montonera o de academia, sino el partido político. Su proyecto no era simplemente llegar y mantenerse en el poder, sino promover una transformación política, económica y social de la nación venezolana, en el horizonte de una democracia hecha en Venezuela, y sujeta a reglas institucionales. Los caudillos, por más disímiles que sean en innumerables cuestiones, pueden entenderse en tanto caudillos. Se advierten recíprocamente como tales y pueden ponerse de acuerdo, en medio de situaciones extremas que favorecen el conflicto o la confrontación. No será muy académica esta aseveración, pero tampoco es aventurada. La experiencia lo confirma.

Una segunda semejanza es que Betancourt, bisoño aún, entendió que el quehacer político exigía la creación de un partido político. No de una corriente de opinión o de un movimiento de voluntades más o menos convergentes. No. De una estructura política, con una doctrina delimitada, con unos comandos de dirección, con una presencia organizativa a lo largo y ancho del país, y con la explícita vocación de luchar para alcanzar el poder y llevar a la realidad su proyecto de transformación. Caldera también lo entendió de esa manera, y actuó en consecuencia. AD se funda oficialmente en 1941 y Copei en 1946. No sería una insensatez el afirmar que un principio rector de estos dos partidos fue el centralismo democrático. Eufemismo leninista para denominar al partido de masas con un mando vertical, en el que hay espacio para discutir sobre la decisión más conveniente, pero una vez adoptada, se acaban los espacios deliberativos y se impone una línea única de acción. AD demostró ser un partido más heterogéneo que Copei. Sus traumáticas divisiones internas ocurrieron en un tiempo en que importantes voceros copeyanos se ufanaban de que su partido era “antisísmico”. Pero esto es secundario al asunto principal: ni Betancourt ni Caldera concebían que pudiera existir una actividad política eficaz sino a través de partidos políticos. Y buena parte de sus vidas en el dominio público estuvieron dedicadas a forjarlos.

Una tercera semejanza tiene que ver con la centralidad de la cuestión social en el discurso y en el obrar político. Desde fuentes intelectuales distintas: el marxismo primero y el reformismo nacionalista después, en Rómulo Betancourt; y la justicia social, inspirada en la Doctrina Social de la Iglesia y el Derecho Laboral de América Latina, en Rafael Caldera; la temática social siempre está en la vanguardia del mensaje. No es una casualidad, ni menos una extraña confluencia desde posiciones ideológicas diferentes. La semejanza rebasa las rígidas categorías de izquierda o derecha, que muchas veces no aclaran sino oscurecen las explicaciones. Gehard Cartay lo sugiere y me permito seguirlo al sostener que la primacía de lo social surge de la propia realidad que vivía Venezuela, cuando las libertades públicas empiezan a permitir que el país se vea en el espejo de una miseria generalizada, de un atraso educativo pasmoso y de una situación de insalubridad pública de proporciones trágicas. El Programa de Febrero, anunciado y comenzado a llevar adelante en el gobierno de transición del general Eleazar López Contreras, es un signo ejemplar de la entrada del drama social en la máxima ocupación oficial del Estado venezolano. ¿Cómo no iban el nacional-revolucionario Betancourt, y el social-laboralista Caldera, a asumir ese drama como el núcleo capital de sus respectivas propuestas políticas? Y lo hicieron desde el principio, Betancourt en sus abundantes escritos durante el exilio gomecista, y a su retorno a Venezuela en su infatigable tarea de difusión política; y Caldera desde sus columnas estudiantiles en la prensa, y en su labor universitaria y legislativa como promotor del concepto del trabajo como hecho social. El lema fundacional de AD fue “Pan, tierra y trabajo”, y el de Copei: “Por la justicia social en una Venezuela mejor”. La centralidad de lo social es, como se expresaría ahora: “pública, notoria y comunicacional”… Algunos, en estos años de mengua, creen que están innovando al proponer la consigna de una “democracia social”. No es ni nueva ni original. No sé si sus recientes proponentes estarán al tanto, pero la noción de democracia social se encuentra en los cimientos del proceso de la construcción de la democracia venezolana, tanto en Betancourt como en Caldera. Una dimensión de la importancia de lo social en la lucha política es su valoración desde una óptica nacional, asentada en nuestra historia, y con la aspiración de superar las extremas necesidades con base en políticas nacionales, no en fórmulas internacionalistas, viniesen de donde viniesen.

Estas apretadas páginas son, apenas, una presentación muy escueta de una obra de trascendencia. Caldera y Betancourt: constructores de la democracia lo es, sin lugar a dudas. Su “incorrección política”, en relación a la caricatura de cultura política que impera en Venezuela, puede que la haga llamativa. Pero lo más deseable es que contribuya a que no sigamos olvidando el pasado, y por el contrario lo rescatemos con las luces que merece. Y no quisiera concluirlas sin hacer una referencia a Gehard Cartay Ramírez, político y escritor, quien ha dedicado su vida pública no solo a la acción política y gubernativa, como parlamentario socialcristiano y exitoso gobernador de su tierra natal, el estado Barinas; sino también a pensar y escribir sobre la historia contemporánea de Venezuela, desde múltiples ángulos y privilegiando el género histórico-biográfico. Mi buen y respetado amigo, Gehard Cartay, tiene mucho por hacer en este país que necesita hacerse de nuevo.

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Caldera y Betancourt: constructores de la democracia

Gehard Cartay

Editorial Hoja del Norte

Caracas, 2018

 

 

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