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Un siglo sin Sarah Bernhardt, la mejor actriz de todos los tiempos
La artista francesa, estrella total, excéntrica y todoterreno actuó toda su vida, incluso sentada, cuando en 1915, con mas de 70 años, le amputaron una pierna
A Sarah Bernhardt la retrató para la eternidad Marcel Proust (aunque ni siquiera el genio parisino fue necesario para certificar este hecho) en En Busca del Tiempo Perdido tras verla actuar en Fedra de Racine. La convirtió en La Berma. la inspiración y el impulso que sintió Proust al contemplarla es una buena muestra del efecto impresionante que podía causar desde los primeros tiempos la artista inquieta, monumental y poderosa que salió del Conservatorio de París y fue discípula de Samsom y Prevost.
Seguramente ninguno de los dos fue capaz de prever la verdadera dimensión del prodigio que tuvieron en sus brazos. Samsom y Prevost y el público, siempre lento, difícil de convencer de que puede encontrarse ante un mito, tardaron años en reconocer el talento único de la joven a la que solo le faltaban los matices para despertar de la inopia al respetable. Era a principios de la década de 1860 y Sarah no había cumplido los veinte, pero el runrún crecía.
El Teatro del Odeón de París fue el escenario de un primer estrépito que no paró de aumentar. La Fedra que entusiasmó a Proust en 1874 (tenía 30 años) fue su subida a los cielos. La consagración que la convirtió sobre las tablas en la actriz más famosa y admirada del mundo. Precursora de Stanislavski y su método, basado en interiorizar las sensaciones y sentimientos en contraste con la exageración y el histrionismo gestual. Su forma novedosa, íntima, profunda y moderna de interpretar le hizo decir a Mark Twain que «hay cinco clases de actrices: las malas, las regulares, las buenas, las grandes y Sarah Bernhardt».
Hasta la literatura la encumbró en su tiempo. Desde el Odeón (que compró y convirtió en un hospital improvisado durante la guerra franco-prusiana, donde ella era una enfermera más) y desde la Comedia Francesa, donde se convirtió en estrella absoluta, inició la conquista del mundo interpretando personajes femeninos y masculinos, siendo empresaria, actriz de cine y salvaje animal dramático hasta el final de sus días que empezaron como hija de una cortesana que pasó su niñez en un convento, el de Grands Champs, donde germinó su catolicismo con la Virgen como ideal.
Su gran personalidad le llevó a cumplir su deseo de actuar, eludiendo una cortesanía a la que parecía abocada por su madre. Fueron los clientes de esta quienes la ayudaron a ingresar en el conservatorio y de quienes también después recibió apoyo. Salomé, de Oscar Wilde, fue escrita pensando en ella tanto como pensaban en ella Victor Hugo o Gustave Doré. Su leyenda se adornó con su excentricidad: contó que se metía en un ataúd para estudiar sus papeles y no era una mujer rodeada de gatos, sino rodeada de toda clase de animales, cocodrilos y leones, que llevaba con ella de gira.
La gira, vital y actoral, que no cesó ni siquiera cuando le tuvieron que amputar una pierna en 1915 debido a una infección en la rodilla producida por una lesión antigua: actuó sentada. Solo la detuvo la muerte, ocurrida hace un siglo este domingo (a cuyo funeral acudieron cientos de miles de personas acompañando el féretro hasta el cementerio de Pére Lachaise), antes de la cual sucedieron hitos nunca vistos entonces y ahora y nunca repetidos. Giró por el mundo como una estrella del rock ante un público que iba a verla a ella y no las obras clásicas que interpretaba a su manera decadente y vigorosa. Fundó y dirigió compañías. Compró y vendió teatros. Los alquiló, les cambió el nombre por el suyo. Interpretó el suicidio de Cleopatra con dos serpientes vivas en el culmen del método.
En Nueva York interpretó Tosca más de 300 veces. Actuó en Egipto y en Australia. Cuentan que en su representación de La Dama de las Camelias de Alejandro Dumas hijo en 1889 varias mujeres del público vienés se desmayaron en la escena de la muerte. Improvisadora, académica e iconoclasta, emperatriz del teatro, le dio una nueva forma única a los textos clásicos en la emoción esplendorosa que transmitía incluso más allá de su clarividencia interpretativa: también con la personalidad universal con la que dirigía los cánticos de La Marsellesa que se entonaba en Francia al final de las representaciones ante las lágrimas incontenibles de la platea.