Una casa es una vida
Cuando empieza diciembre yo pienso en la casa, en el hogar, en las cenas multitudinarias, en los encuentros familiares. Anoche, cuando llegué del trabajo, destapé una cerveza y me asomé al balcón. En una de las casas, una familia comía alrededor de una mesa grande. Me dio nostalgia, recordé aquellos días cuando yo también hice parte de una familia que se reunía en las noches a comer, a charlar. La casa de mi infancia ya no es mi casa y los encuentros familiares cada vez son más esporádicos, nos fuimos distanciando en esa marcha normal que emprenden los individuos. Apenas ahora me doy cuenta de que extraño la casa, los años que viví en ella, lo importante que fue, incluso, la transformación del color de la reja año tras año, cada cosa que pasó en la casa.
Abro un libro precioso del ilustrador italiano Roberto Innocenti, “La casa”, y me regocijo en el significado histórico del refugio, en esta casa protagónica que relata cómo pasa por allí el siglo XX, que empieza diciendo en 1900: “La casa escucha mientras el viento susurra recuerdos: ‘¡Mirad, la casa de las veinte mil historias!’ Ya no está cerrada ni condenada a la soledad, porque los niños, por fin, la han descubierto”. Innocenti, quien puede ser más conocido por muchos porque ilustró muy bellamente “Las aventuras de Pinocho”, también le dio el lugar que se merece a Carlo Collodi, quien creó a ese personaje maravilloso de madera que muchas generaciones han atribuido a Disney.
Pero volvamos a la casa, a la nostalgia, a diciembre, al libro de los detalles preciosos de Innocenti, quien en un principio imaginó este libro sin palabras. La apuesta era que la comprensión de los acontecimientos que se desarrollan a lo largo del tiempo, dependieran solo de las fechas, de la casa que cambia con los años, que evoca las cosechas y las bodas, la guerra y la muerte, el abandono y luego la transformación que trajo el fin de siglo. Pero no fue así y los textos breves de J. Patrick Lewis también le dieron candor a la profundidad de las ilustraciones: “La viuda vierte la leche y, con su cuchara, remueve la melancolía hasta el anochecer. Las maletas que el hijo ha preparado para el viaje guardan todos los recuerdos del pasado”. Más adelante nos damos cuenta de que “una casa sin corazón es como una flor reseca. Y las campanas doblan tristes, diciendo adiós”.
Este libro, este diciembre, tantas extrañezas me han hecho volver sobre las despedidas. Me han hecho pensar en una anciana de mi nuevo barrio que veía a tomar el sol mientras una mujer la peinaba y hoy, ante la ventana cerrada, relacioné que el carro de la funeraria y el ramo de flores que llevaban ayer los parientes, acompañaban la acción de cerrar las cortinas de la vida que se marchó de la casa, que ahora está sola y triste. Una casa es una vida (o muchas); por eso hoy valdría la pena encender una vela por el refugio que nos nutre el alma.