Una poderosa historia de exiliados cubanos tiene trasfondos clásicos
LAS MORTIFICACIONES
por Derek Palacio
310 pp. Tim Duggan Libros. $ De 27.
Durante la lectura de la novela de Derek Palacio «Las mortificaciones,» he intentado, brevemente, catalogar todas las formas en que la historia hizo guiños directos, o incluso oblicuos, a extensas sagas multigeneracionales. La novela es rica en alusiones literarias que rondan la narrativa casi tan implacablemente como el pasado persigue a los personajes principales, Soledad y sus hijos gemelos, Isabel y Ulises. Antes de finalizar el primer capítulo esta familia fracturada ha huido de su Cuba natal, dejando tras de sí un país, el marido, el padre y la cultura, y mientras se produce su migración a los Estados Unidos como parte del éxodo del Mariel en 1980, es también, Palacio insinúa, una vieja historia, una narrativa del exilio tan antigua como las tragedias griegas.
Palacio abre su novela en este modo clásico: «Ulises Encarnación no creía en el destino.» Es difícil no sentir algo de nerviosismo por una primera novela que se pone en marcha de manera tan dramática. En ese comienzo no sólo se le da un guiño a Homero, sino también hay una afirmación sutil de la intención de la historia de refundir, o interrumpir, las narrativas del exilio, a partir de la antigüedad. Estos son inmigrantes cubanos que se oponen activamente a las normas narrativas establecidas para ellos. En lugar de las costas familiares de Miami, llegan a Hartford, Connecticut, al inicio del invierno. En vez de extrañar el país que dejaron atrás, Soledad y sus hijos, como buenos norteamericanos, construyen mundos privados que a lo largo de la narración van mostrando de forma creciente un marcado contraste entre ellos.
Palacio despliega las vidas de sus personajes con el tipo de autoridad omnisciente acorde con una epopeya. Él nos concede acceso inmediato e íntimo a sus personas, a partir sobre todo de la floreciente relación de Soledad con Henri Willems, un cultivador de tabaco que, comparte con ella una misma manera de ver a su patria. ( «Cuando habla de Cuba… Es como si él estuviera viendo la misma isla que yo veo«, le dice a su hijo.) Palacio se traslada con la misma rapidez y eficiencia a través del profundo compromiso de Isabel con su fe católica, como lo hace con Ulises y su dedicación al cultivo de tabaco, y más tarde, al estudio de la «Orestíada» de Esquilo. Al hacerlo, él crea un retrato característicamente norteamericano de domesticidad, de vidas construidas a lo largo de líneas paralelas de trabajo y escuela que casi nunca se cruzan. Mientras que Isabel se prepara para una vida dedicada a Dios, su hermano gemelo sigue los pasos de Willems, invirtiendo su cuerpo y su mente en la tierra, y en las hojas de tabaco que crecen de la misma. Y si bien a primera vista esto puede no parecer material para una tragedia dramática, Palacio se asegura de que sí lo sea. Él entiende el poder del silencio, y él destroza los corazones de sus personajes de par en par al no permitirles un contacto pleno.
La narrativa puede operar a gran escala, pero Palacio es un miniaturista dotado, capaz de destilar las rupturas insoportables en una familia con una sola imagen: «Soledad había perdido, y lo sabía. Se puso de rodillas, y Ulises vio a su madre pedirle perdón a su hermana. Soledad lloraba, mientras Isabel pasaba los dedos, delicados y expresivos, por el cabello de su madre. Para Ulises, era la muestra final de que todas las cosas se habían puesto de cabeza, la madre de rodillas ante la niña, en busca de redención».
El mundo que Palacio ha construido es quizás mejor descrito por ese vuelco final. Palacio hace algo más que simplemente aludir a las tragedias griegas; él las inclina hacia América Latina, por lo que es imposible no escuchar la descripción que de José Arcadio Buendía realiza Gabriel García Márquez, como un hombre que «no creía en la honestidad de los gitanos», en esa descripción inicial de Ulises, quien en el transcurso de la novela se convierte en un hombre bestial e imponente, mientras que su hermana gemela Isabel se compromete a un voto de silencio. Del mismo modo, la lectura obsesiva por parte de Ulises de la «Orestíada», fácilmente podría ser tomada como una declaración abierta de la deuda que la novela tiene con la trilogía de tragedias de Esquilo, lo que convierte a Ulises en sustituto de Orestes, e Isabel, silenciosa y emocionalmente ligada a su padre y a su fe, podría ser una especie de Ifigenia cubano-americana.
Este inquieto enfoque de Palacio – itinerante a través de fronteras físicas y culturales, pidiendo prestado y modificando a su antojo – le permite pisar territorios que la mayoría de los escritores estadounidenses son reacios a tocar. Él aprovecha al máximo el catolicismo de Isabel, tratándolo tanto como una expresión genuina de fe, como una apertura hacia la complicada relación de Cuba con el dogma, sea religioso o revolucionario. Se evita el realismo convencional, empujando a sus personajes hacia estados casi míticos. Willems imagina espíritus de esclavos muertos levantándose de las hojas de tabaco ardiendo; Ulises crece tanto que es apodado «el Titán» por sus compañeros, mientras que Isabel y Soledad descubren que pueden hablar entre ellas sin usar un lenguaje. Y mientras Palacio nos entrega esos momentos con un tipo de precisión en capas necesarias para que los fantasmas de Willems sean palpables, los personajes, no obstante, de vez en cuando se sienten tensos, con gestos y pensamientos casi excesivos, y Palacio se acerca peligrosamente a un tipo de simbolismo que simplemente los convierte en extensiones de un debate sobre fe y literatura.
Los personajes de Palacio, a diferencia de la mayoría de las historias contemporáneas sobre migración, sí encuentran su camino a casa. Se trasladan de nuevo a Cuba, uno por uno, y es aquí donde la novela saca el mayor provecho de la extraordinaria ambición de Palacio. Cuba, tanto antes como después de la caída de la Unión Soviética, era no sólo un lugar que obsesiona a los personajes, sino también una fuerza animadora. Es lógico, entonces, que sea en Cuba donde Ulises, Soledad, Isabel, Willems e incluso Uxbal, el padre ausente que los atormenta a todos, se convierten en más que la suma de sus partes individuales. No son redimidos por una pérdida, por el amor, o por la fe. Están, sin embargo, ligados a algo más grande que ellos a través de la tragedia, y es en la representación de esa gloriosa tragedia, y en todo el amor y la devoción que vienen con ella, que la novela de Palacio se convierte en algo más que simplemente épica. Se convierte en extraordinaria.
Traducción: Marcos Villasmil
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NOTA ORIGINAL:
The New York Times
A Powerful Story of Cuban Exiles Has Classical Overtones
THE MORTIFICATIONS
By Derek Palacio
310 pp. Tim Duggan Books. $27.
While reading Derek Palacio’s “The Mortifications,” I tried, briefly, to catalog all the ways in which the story made direct, or even oblique, nods to sweeping, multigenerational sagas. The novel is invested in its literary allusions, which haunt the narrative almost as relentlessly as the past haunts the main characters, Soledad and her twin children, Isabel and Ulises. Before the end of the first chapter, this fractured family has fled their native Cuba, leaving behind a country, husband, father and culture, and while their migration to America occurs as part of the Mariel boatlift of 1980, it is also, Palacio suggests, an ancient story — a narrative of exile as old as the Greek tragedies.
Palacio opens his novel in this classical mode: “Ulises Encarnación did not believe in fate.” It’s hard not to feel a little nervous for the debut novel that sets off so dramatically. In that opening line there is not only the nod to Homer, but also a subtle declaration of the story’s intent to recast, or disrupt, the narratives of exile, starting with antiquity. These are Cuban migrants who actively resist the narrative norms established for them. Instead of the familiar shores of Miami, they arrive in Hartford, Conn., at the start of winter. Rather than longing for the country they left behind, Soledad and her children, like good Americans, build private worlds that, over the course of the narrative, stand in increasingly stark opposition to one another.
Palacio unspools his characters’ lives with the type of omniscient authority befitting an epic. He grants us immediate, intimate access to their private selves, beginning most notably with Soledad’s burgeoning relationship with Henri Willems, a tobacco farmer who, according to her, sees Cuba the same way she does. (“When he talks about Cuba . . . it’s as if he is seeing the same island that I am,” she tells her son.) Palacio moves just as swiftly and efficiently through Isabel’s deepening commitment to her Catholic faith, as he does through Ulises’ devotion to growing tobacco, and then later, to studying Aeschylus’ “Oresteia.” By doing so, he creates a characteristically American portrait of domesticity — of lives built along parallel lines of work and school that all too often fail to intersect. While Isabel prepares for a life devoted to God, her twin brother follows in Willems’s footsteps, investing his body and mind in the earth and the tobacco leaves that grow from it. And while on the surface this may not sound like the stuff of dramatic tragedy, Palacio ensures that it is. He understands the power of silence, and he breaks his characters’ hearts wide open by leaving them just beyond one another’s reach.
The narrative may operate on a grand scale, but Palacio is just as gifted a miniaturist, able to distill the unbearable ruptures in a family down to a single image: “Soledad had lost, and she knew it. She slipped to her knees, and Ulises watched as his mother begged forgiveness from his sister. Soledad cried, and Isabel ran her fingers, her delicate and expressive fingers, through her mother’s hair. For Ulises, it was the final tilt of all things gone askew, the mother kneeling before the child, seeking redemption.”
The world Palacio has built is perhaps best described by that “final tilt.” Palacio does more than just make allusions to the Greek tragedies — he tilts them toward Latin America, making it impossible not to hear Gabriel García Márquez’s description of José Arcadio Buendia as a man who “did not believe in the honesty of Gypsies,” in that opening description of Ulises, who over the course of the novel, grows into a towering beast of a man, while his twin sister Isabel commits to a vow of silence. Likewise, Ulises’ obsessive reading of the “Oresteia” could easily be taken as an overt declaration of the novel’s debt to Aeschylus’ trilogy of tragedies, making Ulises a stand-in for Orestes, and Isabel, mute and emotionally bound to her father and his faith, might be a kind of Cuban-American Iphigenia.
This restlessness of Palacio’s approach — roaming across physical and cultural borders, borrowing and revising as he sees fit — allows him to tread on territory most American writers are reluctant to touch. He makes the most of Isabel’s Catholicism, treating it as both a genuine article of faith, as well as an aperture into Cuba’s complicated relationship to dogma, whether religious or revolutionary. He eschews conventional realism, pushing his characters into almost mythic states. Willems imagines the spirits of dead slaves rising from the burning tobacco leaves; Ulises grows so large he is nicknamed “the Titan” by his peers, while Isabel and Soledad discover how to speak to each other without language. And while Palacio always renders such moments with the type of layered precision necessary to make Willems’s ghosts palpable, the characters nonetheless occasionally feel strained, their gestures and thoughts almost excessive, and Palacio runs dangerously close to a type of symbolism that simply makes them extensions of a debate on faith and literature.
Palacio’s characters, unlike those in most contemporary stories of migration, do find their way home. They stagger back to Cuba one by one, and it’s here that the novel makes the most of Palacio’s extraordinary ambition. Cuba, both before and after the fall of the Soviet Union, was not only a place haunting the characters, but also an animating force. It’s only fitting, then, that it is in Cuba that Ulises, Soledad, Isabel, Willems and even Uxbal, the absent father who haunts them all, become more than the sum of their individual parts. They are not saved or redeemed by loss, by love, or by faith. They are, however, bound to something greater than themselves through tragedy, and it’s in the depiction of that glorious tragedy, and all the love and devotion that come with it, that Palacio’s novel becomes more than just epic. It becomes extraordinary.