Una sociedad civil transnacional
El pasado domingo 11 de julio, miles de cubanos tomaron las calles del país para protestar contra su gobierno. Extenuados ante una crisis que, entre otras cosas, se ha manifestado en el aumento exponencial de las infecciones y muertes por Covid-19, en apagones diarios, en falta de transporte, medicamentos y alimentos básicos, en la devaluación de la moneda y en el aumento también exponencial de la represión, los manifestantes demandaban «libertad» y el fin del régimen de socialismo de estado en la isla, entre críticas al presidente Miguel Díaz-Canel. Algunos de los videos que se filtraron de al menos las dos primeras jornadas muestran a grupos cantando el himno nacional.
Fueron, en cambio, recibidos con inusual violencia policial y despliegue de fuerzas paramilitares, entre las que se encontraban adolescentes reclutados bajo amenaza de cárcel, y a quienes se les obligó a reprimir con armas blancas a los manifestantes.
El miércoles 14 de julio, el presidente Díaz-Canel y el primer ministro Manuel Marrero comparecieron en televisión, en una mesa redonda transmitida desde el palacio de gobierno, cuando todavía el país se encontraba —se encuentra— bajo un intenso operativo policial, y cientos de ciudadanos eran sacados a la fuerza de sus casas sin que mediara orden de arresto ni se conozca su paradero actual. Durante la presentación televisiva, los funcionarios anunciaron, como medida de emergencia, el retiro temporal, hasta fines de este año, de los aranceles y límites aduanales para la importación de medicamentos y alimentos por parte de ciudadanos cubanos.
Esa ha sido una demanda de ciudadanos de la isla y el exilio, conectados en tramas de solidaridad que involucran, aunque no se limitan, a las redes sociales. Los moviliza el interés en ayudar, en lo posible, a aliviar las precarias condiciones de vida en el país, que se presentan mucho más críticas que las que caracterizaron los años que siguieron al derrumbe del campo socialista y la desintegración de la Unión Soviética, los trágicos noventas.
Para el gobierno cubano, en cambio, los demandantes constituían, hasta hace apenas dos días, mercenarios y agentes de influencia de Estados Unidos interesados en orquestar un golpe blando contra el régimen político de la isla. Y, como es habitual, sus funcionarios y periodistas se dedicaban a desacreditar a los gestores y promotores de estos proyectos.
Ahora, sin embargo, ante el reciente estallido social, el gobierno cambia de política. Cede. Ya las demandas no son intervencionistas, sino prebendas de un estado todopoderoso que posa de magnánimo. ¿Debe el exilio rechazarlo? ¿Pueden los cubanos de la isla permitírselo? ¿Es siquiera ético considerarlo? La respuesta a estas preguntas depende de las inclinaciones políticas, los vínculos familiares, las relaciones de afecto y las estrategias para el cambio que priorice cada cual. Y no es este el lugar o momento de discutirlas.
Pero la realidad que dio origen a la demanda de un corredor humanitario no ha mejorado. En cambio, se ha agravado a causa de la violencia con que el gobierno ha respondido al estallido popular, del cierre de carreteras y de la falta de acceso a provincias y poblados.
Una lectura rápida de la nueva política aduanal cubana revela el magro beneficio que la misma supone para los sectores sociales más desfavorecidos. Quienes posean familiares en el exterior o dinero para viajar e ingresar al país estos productos serán sin dudas los principales beneficiarios de dicha medida.
Para que los esfuerzos de la diáspora cubana —que una vez más se ha mostrado dispuesta a ayudar a los cubanos de la isla con donaciones de comestibles y medicamentos, incluso desde antes de que el gobierno cubano autorizara la importación de estos productos— lleguen a buen fin se requiere de organización y estructura.
Es necesario fortalecer las redes de ayuda y cooperación transnacional que actualmente existen, y crear otras para canalizar las donaciones y envíos, pues no todo el que quiere ayudar puede tomar un avión y viajar a la isla. La prensa independiente podría encargarse de la promoción y coordinación sistemática de estos esfuerzos.
Desde la isla, organizaciones no gubernamentales como el Instituto de Artivismo Hannah Arendt (INSTAR), el movimiento 27N, los grupos de activistas contra la discriminación racial y a favor de los derechos de la comunidad LGBTIQ+, los ambientalistas, ecologistas y asociaciones religiosas podrían, todos, recibir y distribuir las donaciones, garantizando que estas lleguen a las comunidades y sectores más vulnerables o marginados.
Sin embargo, si bien la diáspora cubana ha demostrado una capacidad de organización y una disposición a la altura del momento, el gobierno cubano debe dar pasos para garantizar el flujo de la ayuda humanitaria del exilio. Ya lo ha hecho antes. Por ejemplo, cuando proveyó canales para el ingreso de las caravanas de la organización religiosa estadounidense Pastores por la Paz, cuyos esfuerzos celebró hasta el cansancio la prensa estatal.
Ahora, el gobierno cubano tendría, por ejemplo, que trabajar en función del incremento de los vuelos procedentes de Estados Unidos, donde reside la mayor parte del exilio y de donde provendrá —proviene— el mayor monto de la ayuda. Debería, además, flexibilizar las medidas de cuarentena vigentes, de modo que quienes posean carné de vacunación y den negativo a una prueba de Covid-19 puedan permanecer en sus viviendas o lugares de destino durante el periodo establecido de aislamiento.
El gobierno de Cuba podría asimismo autorizar la entrada al país de parte de la ayuda humanitaria por vía marítima, lo que también disminuiría costos de transporte, tanto aéreo como terrestre, una vez en Cuba. Una flotilla de cubanos exiliados cargada de medicamentos y comestibles es la mejor segunda parte de aquella que desembarcó en el puerto del Mariel.
Por último, para facilitar el flujo de recursos y ayuda humanitaria el gobierno debería simplificar los procedimientos migratorios, eliminando los requisitos de visa para los cubanos que abandonaron el país antes de 1971, así como las costosas prórrogas bianuales necesarias para mantener vigente el pasaporte que requiere a quienes emigraron con posterioridad a esa fecha, y cuyo costo varía en dependencia del país de residencia —en el caso de los cubano-americanos, este asciende a $200, para un total de $800 en el período de seis años en que este tiene validez: el pasaporte más caro del mundo—.
La nueva política aduanal anunciada el pasado 14 de julio deposita en la ciudadanía de la diáspora una responsabilidad que desde 1961, cuando el gobierno nacionalizó las industrias, el comercio y los servicios, ha correspondido al estado. Veámoslo como lo que es, un reconocimiento tácito del rol fundamental del exilio en la reconstrucción de la Cuba futura. Los supuestos «gusanos» y «mercenarios» están en condiciones, y tienen la disposición, de ayudar al pueblo cubano. Para ello, no basta con eliminar tarifas y límites aduanales. ¿Están dispuestos los gobernantes a comportarse a la altura?