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Valija no diplomática. Apuntes de un viaje a Bogotá y Medellín

Bestijg de trein nooit zonder uw valies met dromen
[Nunca se suba al tren sin su valija de sueños]
Jan van Nijlen, poeta flamenco (1884 –1965)

25.6.2008

Aeropuerto de Schiphol: Ante el mostrador de Iberia larga cola. Muchos colombianos en ella. Como que me siento ya medio en Bogotá.

Y ya en el avión, antes de decolar, una colombiana habla por su celular con un tal Felipe: “¡Ay Felipe! ¿pero usted por qué me miente, por qué me está mintiendo usted, Felipe?”, y lo repite cada dos por tres, es una telenovela lo que oímos quienes quedamos al alcance de su voz, de su entonación y de su discurso, que son igualmente de telenovela.

Y viaja también una mujer que cuando la vi en la cola del mostrador pensé: “Tiene una pechuga de soprano wagneriana”. Va en la fila delante de la mía y, para mi sorpresa, descubro que está estudiando una partitura.

Y viaja también una mamá latinoamericana con una niña de padre evidentemente neerlandés, una mamá con unas glándulas mamarias vistosamente expuestas y que deben haber alimentado a su criatura de manera exhaustiva.

Y viaja así mismo un marroquí viejo, muy alto, muy gordo, con barba de collar, pajiza de color, y vestido con albornoz o chilaba, no soy experto en la materia. Mediado el vuelo, voy al baño, y el de la izquierda no está cerrado, abro la puerta y me encuentro todo el espacio ocupado –¡tan grande es el hombre!– por el marroquí orinando. Grande es Alá (también).

Durante el vuelo: El carrito de las bebidas se acerca muy rápido por el pasillo. Casi no me da tiempo a reflexionar cuando ya está a mi lado: “¿Desea beber algo el señor?”. “Sí, un jugo de tomate”. “¿Con hielo y con sal y pimienta?”. “Sí, por favor”. “Son 2 euros 50, señor”. Ahora me explico la velocidad del carrito y reflexiono acerca de la cantidad de cerveza, vino, refrescos y jugos que está dispuesto a beber el ser humano a condición de que sea gratis, y qué pronto se le acaba la sed cuando tiene que pagar por la bebida.

La revista Iberia: Me fijo en que su director adjunto se llama Barajas. Gloria y loor a este gesto de congruencia. Habría que exigir que el de la revista de la KLM se llamase Schiphol y el de la  revista de Avianca, pues… Guatavita, porque apellidos como El Dorado son más bien rara avis en el idioma español.

Imagino que a alguien se le debe haber estropeado su ipod, pues durante todo el vuelo se oye tenuemente en fondo la misma canción (no sé qué con un no way), desde que decolamos en Á’dam hasta aterrizar en Barajas, cuando llegamos a ese mar de ladrillos rojos que es Madrid. Pienso en ese momento que la persona del ipod estropeado va a seguir escuchando esa canción, que parece que le gusta de manera compulsiva. Y al momento siguiente descubro que es el hilo musical de Iberia, una cinta sinfín… y en inglés. Iberia no es cosa seria.

Después de despachar mi equipaje a Bogotá y recorrer la mitad de la distancia de la tierra a la luna (en parte viajando en un tren subterráneo súper rápido entre las terminales 4 y 4S), accedo a la salida internacional de Barajas sin que nadie me haya alertado de que tengo que mostrar mi pasaporte. Es la primera vez que se lo enseño a un policía desde el 17 de enero del 2002, cuando salimos de Buenos Aires y reingresamos a Europa vía Fráncfort. Otra demostración de que la Revolución Francesa, comparada con esto, fue una fiesta de despedida de soltero.

El avión de Avianca se llama Juan Valdez (casi me parece un chiste) y al rato de estar sentado escucho que la sobrecargo dice por los altoparlantes: “Señores pasajeros, se acaba de cerrar la puerta principal del avión. A partir de este momento…”, y sigo yo en voz alta “…son  ustedes nuestros prisioneros”. Mi compañero de asiento se ríe. Luego lo hace también, cuando le hago ver que primero nos reparten las toallitas calientes y perfumadas con que limpiarnos las manos, para repartir a continuación los diarios colombianos, que destintan a tutiplén.

Mi compañero de asiento me revela de repente que está volando a Colombia porque ayer asesinaron a su hermano en Pereira. Mi primera reacción es casi de perro de Paulov: “¿Cómo así, las FARC, un sicario?”. “No, nada más una simple pelea por un motivo sin importancia, estaban bebidos, y el que lo ultimó andaba armado”. Me cuenta luego que lleva ocho años viviendo en Madrid, se desempeña como guardia nocturno, tiene legalizada su residencia y ha solicitado ya la nacionalidad española. Es la clase de ser humano con la que me gusta conversar y lo hago, porque no hay entre nosotros barreras al entendimiento como personas: él no sabe de mí sino lo que yo le cuento (y puedo ser muy reservado), y viceversa, y nos movemos libres en esa tierra de nadie sin tener que fingir que somos lo que no somos. Él mucho menos que yo.

Viajan en  este vuelo varias mamás con sus criaturas, y tras un detallado análisis de sus escotes y perímetros, se entiende a la perfección que sus hijos, cuando llegan a la edad en que practican el coito, usen referencialmente la palabra “mamasita”.

En la revista de Avianca (cuyo director adjunto no se llama Guatavita) aparece un reportaje sobre Georgetown, el barrio noble de Washington, y se habla de una Tudor Place donde vivió por seis generaciones la familia Martin, emparentada con los presidentes George Washington y Robert Lee. Y la verdad es que a mí, esto de que Avianca le invente presidentes, nada menos que confederados, a los Estados Unidos, me parece una sutil ironía. ¿O será un gazapo?

Cuando estamos por aterrizar, la azafata nos da la bienvenida a Bogotá, “a 2.600 metros más cerca de las estrellas”. Busco de apuro la bolsa para vomitar, pero es más fuerte el simultáneo  impulso de reírme, y gana. Hasta consigo que se ría mi compañero de asiento, del que me despido con un fuerte apretón de manos y la seguridad de que posiblemente nunca más vamos a encontrarnos en esta vida, pero que el corto tiempo que pasamos juntos fuimos algo así como el buen sucedáneo de aquello para lo cual nos sirven los buenos amigos.

El tedio de las ceremonias de la confusión en el departamento de emigración, donde además ni siquiera me piden que deposite el formulario con mil y una preguntas que me entregaron las azafatas durante el vuelo y que rellené con la seriedad y la puntualidad con que también habría respondido al célebre cuestionario de Max Frisch. Me cago en la burrocracia, una vez más.

El chófer que me recoge en el aeropuerto, para llevarme al hotel, se llama Luis y lo llamo Don Luis porque me inspira mucho respeto, y es un futbolista frustrado. Que lo sabe todo de fútbol, al menos desde 1970, cuando siendo muy niño, y viviendo en la finca de un tío, le escamoteaba la radio de transistores para oír las transmisiones del Mundial de México. Ahora anda exultante porque está seguro de que España derrotará mañana otra vez a Rusia y llegará a la final, donde a su vez derrotará a Alemania, que hoy se impuso a Turquía por 3-2. Hélas! Mi final deseada se ha ido al carajo. Y los ex colonizados son hinchas del equipo de la metrópoli que los esquilmó.

Ay mundo, mundo, quien te entienda que te compre…

En el hotel, saludo de María Paula, a cuyo cargo corre la atención personal de los invitados, y de Andrea, que tiene a su cargo especial los españoles del grupo: el legendario Pepe Ribas, Eduardo Lago y yo. Me cae requetebién María Paula, quien además me dice que a mí y a Pepe (me lo presenta) nos están esperando en la casa de Gloria Valencia y Álvaro Castaño Castillo, que dan una pequeña fiesta más o menos en nuestro honor, pero informal. Dejo el equipaje en la habitación, donde me estaba esperando un saludo frutal exquisito, al que prometo hincarle el diente por la mañana. Me ducho a la carrera, y al bajar conozco a Mario Jursich (¡por fin, tras diez años de colaborar en El Malpensante!), que nos lleva en su carro a lo de Gloria & Álvaro.

El reencuentro con Gloria & Álvaro está a la altura de la amistad entrañable que nos tenemos. Pero apenas los he saludado me escapo a la cocina, en busca de Lucila. Es la primera persona por la que he preguntado en esta casa. Nunca olvidaremos Diny y yo cómo nos trató Lucila, el ama de llaves, la criada de confianza de los Castaño Castillo. Fue una madre para nosotros.

Y siempre la recordamos. Ella acude a recibirme cuando entro, sin correr, sin hacer aspavientos, pero se le nota la alegría de verme, siente con qué cariño le tomo su mano con las mías (nunca la abrazaría, por respeto), y siento el cariño suyo devolviéndome el apretón: “Le estaba diciendo a ellas dos”, me señala con los ojos a sus ayudantes de esta noche, “que nunca tuvimos mejores huéspedes en esta casa, como la señora Diny y usted!. Le agradezco, pero me emociono a tope, tengo que salir de la cocina o me pongo a llorar. En el salón me “secuestran” Pilar Castaño Valencia y su esposo, Guillermo; también Gonzalo Mallarino me quiere acaparar. Pasamos al comedor para la cena. Por último, al cabo de una hora, quedamos tan sólo Álvaro, Mario y yo,  tomando unos whiskies que nos sirve la buena Lucila. Y Álvaro y yo nos contamos varias viejas batallitas que Mario desconoce y mucho lo divierten. Luego, alrededor de la 1.30 me lleva de regreso al hotel.

26.6.

Me tiré en la cama a la 1.45 a.m., hora local, después de 28 horas sin dormir, y a las 5.05 suena la chicharra del radio-despertador en la mesilla de noche (el huésped anterior debe haber tenido que levantarse temprano, y las camareras no desactivan esos artefactos porque ni se les ocurre que puedan joderle el sueño al huésped siguiente). Me despierto de un modo irrevocable, y ya aprovecho para deshacer la maleta, y como sigue ahí el plato con fruta, obsequio de bienvenida del hotel, me como la mitad de pitahaya y, enterito, el lulo –unos nombres que averigüé luego, pues ambas frutas me eran totalmente desconocidas. Y a las 8.00 en punto me llama Diny (son las 3.00 p.m. en Ámsterdam), para saber cómo fue el viaje, ¡si fui a saludar a Lucila! (la primera persona por quien me pregunta), y para contarme que ya llegó Montserrat con Paul y Oskar, quienes la acompañarán un par de días.

Al abrir la puerta de la habitación, encuentro colgada del picaporte una bolsa con un ejemplar de El Tiempo de hoy. Lo hojeo (y ojeo) antes de bajar a desayunar, y descubro un titular ingenioso en el suplemento de viajes sobre Argentina: “En Tucumán también soplan buenos aires”.

Sobre las 11 a.m. llega Óscar Domínguez, nuestro corresponsal en Bogotá durante cinco años (1995-1999), cuando yo conducía dos veces al día el informativo live de la Deutsche Welle, el también legendario Buenos días, América. Hemos mantenido la amistad, a base de puros emails, en los casi nueve años que van desde que me jubilé. Esta es la primera vez que nos encontramos, como suelo decir, “de córpore insepulto”. Pero apenas lo veo traspasar la puerta del hotel, sé sin sombra de duda que es él porque no puede ser sino él. Es como reencontrar a un viejo y querido amigo con el que nunca antes te habías encontrado: paradojas de la amistad.

E intercambiamos regalos como lo harían esos viejos y queridos amigos. Luego salimos a comer algo, por la Séptima, y recalamos en la dizque mejor hamburguesería de Bogotá, según Óscar: yo me limito a una sopa de cebolla gratinada (pues si la encuentro en el menú de un restaurante es como si el resto del mismo estuviese en húngaro o tailandés, me vuelvo analfabeto), pero Óscar le hace honor a la oferta, desde la misma sopa que yo hasta el postre, pasando por una hamburguesa pactada con el mesero y que resulta ser de padre y muy señor mío: yo reventaría con una dieta como esa, o me quedaría medio catatónico, como un cocodrilo después de engullir una cebra, pero Óscar luce muy bien y hasta me acompaña al hotel sin que se le noten la crapúla y el desénfreno. “Simplesmente bacana”, como diría un brasileño.

Duermo la siesta y constato que el colgante con que la dirección del hotel nos estimula a que no cambiemos las toallas a diario (por respeto al medio ambiente, ahorro de agua, etcétera), las chicas de la limpieza lo ignoran tan olímpicamente que serían candidatas a la disciplina si estuviese homologada en Pekín.

Siesta pasada, tengo visita. Álvaro Castillo Granada. Nos encontramos en el vestíbulo del hotel y subimos a mi habitación, donde se va emocionando paulatinamente con los regalos que le he traído: el CD con la fonocarta de Cortázar; la separata autografiada para él de mi conferencia sobre Platero y nosotros; un ejemplar –asimismo dedicado– de la plaquete, ya de colección, Basura cuidadosamente seleccionada; la edición trilingüe (alemán, suabo, castellano) del poema del duende, de José F.A. Oliver, dedicada personalmente a él con un autógrafo y un dibujo de Pepe… pero sobre todo y más que nada, la primera edición argentina (1943) de Bajo el signo de Artemisa, el libro de cuentos de Pérez de Ayala. Que al principio lo confunde, pues ***** se lo ofreció como regalo desde Buenos Aires en una lista de la que podía escoger entre cuatro volúmenes que ella “habría” detectado, a precios asequibles para su bolsillo, en un librero de viejo en la feria del libro porteña. Es recién ahora que Álvaro se aviva de que todo fue una  treta, urdida por mí, con la complicidad de *****, para saber qué título era el que él elegiría.

Lluvia tipo Gabo cuando bajo al vestíbulo del hotel tras una siesta. Saludo a Andrés Hoyos, quien me comenta que le pedirá ayuda a san Isidro, labrador, para que las aguas del cielo no jodan el festival. Por cierto que al salir del ascensor, el botones del hotel (menos de 20 años, muy educado y serio) me sale al paso y me comenta que admira cómo escribo y cómo pienso, porque me lee en El Malpensante, y luego añade que leyó el domingo la entrevista que me hicieron en El Tiempo, y que le encantó lo que dije de que sólo soy un “español ginecológico”, que también él participa de ese espíritu anarquista. Le agradezco en el alma, aunque la verdad es que me deja sorprendidísimo, y entonces caigo en la cuenta de que mi sorpresa es clasista: ¡un botones de hotel! Me avergüenzo de profundis.

Las azafatas, la amabilidad en persona, me apabullan con su continuo estar pendientes de si nos sentimos bien y el continuo repetir que acudamos a ella si tenemos alguna “inquietud”. El uso de esta palabra en ese contexto se me hace simpático y desconcertante.

El festival se desarrolla todo en el recinto del Gimnasio Moderno, cuya primera piedra se colocó el 12 de octubre de 1918. Su fundación era el sueño de unos jóvenes bogotanos que (cito de la página web del propio GM) “emprendían la consecución de un anhelo común: crear un colegio. (…) un plantel capaz de albergar la simiente de un ideal hasta entonces inimaginable: la escuela como ámbito abierto, libre; un lugar impregnado de su propio entusiasmo, en donde aprender fuera sinónimo de regocijo y descubrimiento”. Un proyecto pues similar, aunque en otro ámbito pedagógico, al que desarrolló en España la Institución Libre de Enseñanza. Y como esta, el GM dispuso de un gran espacio muy verde y arbolado. Ocupa dos cuadras completas, ya que por el Este limita con la Carrera 9 y por el Oeste con la 11, entre las calles 76 por el Norte y la 74 por el Sur. Lo componen un conjunto arquitectónico de cinco edificios principales y varios chiquitos accesorios, y hasta una capilla, lo que es un índice de la tolerancia de los fundadores (en la ILE madrileña no hay ni capilla, “ni Cristo que lo fundó”, añadiría Buñuel)… y muy rentable hoy, porque las familias santafereñas que se estiman en algo celebran en ella las bodas de sus hijos.

Y camino del GM nos ponemos en marcha, desde el hotel, una alegre caravana de busetas y de carros de amigos bogotanos, para inaugurar oficialmente esta maratón cultural malpensante.

Al llegar al Gimnasio Moderno, sede del festival, emotivo el reencuentro con Rocío, a quien le entrego el paquete de galletas neerlandesas que me encargó ex profeso: a una embarazada de ocho meses no se le niega un capricho, que en este caso concreto ejerce la función de la célebre magdalena de Proust. Y por lo demás, “Va cayendo gente al baile”, como dice Martín Fierro (y la negra que llegó “en ancas” le retruca: “Más vaca será su madre”): Por fin, ya era hora, conozco personalmente a la pareja Inés Quintero e Ibsen Martínez; y a Eduardo Lago, Juan Forn y Leila Guerriero, cuyas crónicas admiro; me reencuentro por enésima vez con Daniel Divinsky; me presenta Ibsen al gran poeta venezolano Rafael Cadenas; y Eduardo al escritor guatemalteco Francisco Goldman, a quien todos llaman Paco y que ya escribe directamente en inglés, y cuya novela El Esposo Divino tengo que reseñar para Revista de Libros (no se lo digo, claro está)…

Inauguración oficial del festival, con discursos ad hoc, y después comienza una de esas orgías de decibelios a las que llaman conciertos, y de la que huyo a todo trapo, refugiándome en la sala de invitados. Se me une Guillermo Díez, el corrector de El Malpensante, con quien mantengo una conversación interesantísima por lo que él me cuenta acerca de ese “país que no arranca”, como llama al suyo. Poco después se nos une el salsero Yuri Buenaventura, y al otro poco Óscar Benvenuto, quien se va derecho al piano y empieza a tocar… y toca como los ángeles, con lo que inspira a Yuri, que se sienta a sus espaldas y usa como caja de resonancia uno de los taburetes paralepipédicos de la sala. Y ambos improvisan (para Guillermo, las azafatas y quien escribe) un concierto distintísimo al de fuera y que es el primer momento mágico del festival, todos nos ponemos a bailar sin darnos cuenta, y la gente que pasa delante de la sala y mira hacia dentro, por la puerta abierta, se queda también a escuchar.

Avanzada la noche, otro emotivo reencuentro, nada menos que con Pacho Zumaqué, a quien no veía desde por lo menos 1986, cuando viajamos juntos a Aquisgrán con Álvaro Mutis. (Pacho nos llevó en su carro oficial, él era entonces agregado cultural de Colombia en Bonn). Álvaro  quería visitar la catedral donde coronaron a Carlomagno y no sólo eso, sino aprovechar un descuido de los celadores para sentarse aunque no fuese más que un segundo en el sitial de la coronación. Intenté disuadirlo por todos los medios, pero no hubo modo de convencerlo. Menos mal que cuando llegamos al lugar de marras había un grupo de turistas, a los que el guía les explicaba en inglés, entre otras cosas, que aquella que estaba allí no era la silla original, sino un duplicado. Santa palabra: Álvaro perdió instantáneamente el interés que tenía por sentarse en ella. Y yo respiré hondo.

27.6.

Mi habitación en el hotel es amplia y un poco fría, aunque sobria y no pretenciosa. Hay en las paredes unas estampas muy bien enmarcadas de orquídeas, haciendo juego sus marcos con los dinteles y con los marcos de los espejos. Por las ventanas se ven los cerros orientales, ahorita (8.00 a.m.) cargados de vapor por toda la lluvia de ayer.

Simpatiquísimo el diálogo con Daniel Maja en el vestíbulo del hotel y continuado en la buseta pendular que circula entre el hotel y el Gimnasio Moderno. Yo a Daniel lo considero uno de los mejores ilustradores de libros del mundo. Y gracias a los buenos oficios de Laura Carbonell, que estudió en el Liceo Francés de Bogotá, y luego en Poitiers, y es la intérprete de los Maja, puedo contarles la historia de “mi tumba” en el cementerio de Montparnasse, cuya foto les enseño porque me he vuelto muy precavido y siempre la llevo conmigo. Están entusiasmados con esa tumba, Ewa y Daniel, y me aseguran que la próxima vez que vayan a París la visitarán.

El festival echa a andar con dos actos paralelos, uno de ellos la entrevista que le hago a Daniel Divinsky. Él y yo ya estamos en el estrado, y el público en la sala, cuando aparece a mi lado Andrés y me pide que anuncie que vamos a empezar con un poco de retraso porque hay un problema con las máquinas impresoras de boletos, y gente ante la taquilla que quiere comprarlos para acudir al acto. Lo informo a través del micrófono, y Daniel me comenta en voz baja, sobre las máquinas: “Estarán oxidadas por falta de uso”. También comunico al público el comentario de Daniel, y suenan las primeras risas. Se ha roto el hielo. Luego, la entrevista en sí es para los dos un déjà vu (=entendu) total. Lo he entrevistado tantas veces, en la Feria del Libro de Fráncfort, durante casi treinta años, que él se sabe todas mis preguntas y yo todas sus respuestas. Pero a lo mejor por eso mismo el público lo pasa bien. Aunque desde luego, lo mejor del evento corre a cargo de una chica que interviene al final, en el diálogo con el público, y le pregunta a Daniel si hubo alguna vez una colaboración entre Quino y Fontanarrosa. Y aduce el recuerdo de una tira cómica en la que Boogie el Aceitoso mata a Mafalda de un disparo, y en la siguiente viñeta se lo ve soplando el humo del revólver mientras dice: “Sabía demasiado”. Carcajada general*. Luego, a la salida, se me presenta Mónica Hoyos, la hermana de Andrés, felicitándome porque según ella la entrevista estuvo genial, y todo el mundo se divirtió mucho, y me cuenta que le ha pedido a Rocío y Andrés que la repitamos en un horario mejor.

* Daniel Divinsky me comenta desde Buenos Aires: “No existe ninguna tira ‘en colaboración’ entre Quino y Fontanarrosa. Lo que señaló la persona del público que habló fue que, en una pared de una zona de Bogotá, había una historieta graffiteada con la situación que contás”. Le contesto: “Tu memoria es mejor que la mía. Menos mal que ya sos argentino, porque si no, no sabrías que hacer con el mayor elogio que soy capaz de dispensarle a nadie. Corrijo, pues, el desliz. Gracias, pibe”.

Tras la entrevista con Daniel: Una verdadera maratón de encuentros con gente muy querida, de los que a muchos sólo conozco por mail, todos han venido a saludarme. Gloria Guardia, la novelista panameña que es ahora vicepresidenta del PEN International. Carolina Mila, la periodista colombiana a quien felicité en su día por un magnífico artículo suyo en Cronopios, y desde ese momento nos emilieamos. Juan Forn, a quien igual que a Daniel, y luego a Leila, le regalo una copia del CD con la fonocarta que me envió Cortázar en octubre del 76, y es la única que se conserva de las muchas que mandó a sus amigos en aquellos tiempos: “Claro”, comenta Juan, “era el síndrome del exilio, tenían que ahorrar, y entonces grababan encima del mensaje que habían recibido”. También aparecen Clara Inés y Gustavo, con su hija, y a Daniel le interesa mucho cuando se entera de que él es el director del Museo de Arte Contemporáneo de Bogotá. Gustavo, por cierto, me presenta al “maestro José Luis Cuevas”, así lo llama al célebre pintor mexicano, en quien al correr de los días detectaré al mayor Narciso que deambula por esta galaxia. Y otro que llega es Álvaro Castillo Granada, que me pasa recuerdos de *****, con quien contactó por Messenger para contarle nuestro encuentro y los regalos que yo le hice.

Como esta mañana tuve un amago de soroche y me siento cansado, decido ir a dormir siesta en el hotel, o al menos descansar. Gustavo opina que podemos ir a pie, que son muy pocas cuadras, pero son más de las que él pensaba, ¡y cuesta arriba!, y además en un momento determinado se equivoca de dirección, y menos mal que yo reconozco un restaurante donde Óscar y yo hemos querido almorzar anteayer, así es que retrocedemos la última cuadra y media que ya llevábamos andada en sentido contrario. Resultado: al llegar al hotel, caigo en la cama como piedra.

En la duermevela de la siesta recuerdo –mi memoria es implacable– que hoy es el centenario del nacimiento de João Guimarães Rosa. Sorprendido y conmovido me quedé cuando Ángel García Ronda me llamó hace dos meses, desde San Sebastián, para invitarme a que dé una conferencia sobre JGR en el Ateneo Guipuzcoano, allá por finales de octubre. Y como soy guimarãesista convicto y confeso, cometí el atrevimiento de aceptar, vamos a ver qué resulta de ello.

Aparece por el Gimnasio Moderno, y proclamando que viene a estar conmigo, Álvaro Castaño Castillo, acompañado de ese fiel escudero que es Macario, a quien abrazo muy cordialmente, fue nuestro Virgilio con jeep durante las dos semanas que Diny y yo pasamos en Bogotá cuando vinimos en 1998. Y en ese mismo jeep nos vamos luego Álvaro y yo, conducidos por Macario, a una fiesta que da la embajada mexicana en un local afortunadamente sin hilo musical, y donde ocupamos una mesa con Antonio José Caballero y un par de amigos, todos harto interesados en sonsacar al “español ginecológico” (esa entrevista ha tenido una resonancia que jamás en la puta vida se me hubiese ocurrido sospechar). También aparece un momento cierto señor que quiere recomendar mi nombre como corresponsal en Alemania de la Cadena Prisa. Y un barranquillero al parecer poeta que me trajo un mensaje de Andrés Salcedo (a quien mejor no quiero recordar, ni siquiera nombrar, pero bué, como dice MSH, ya lo hice). Ni recuerdo cómo se llama ni me voy a molestar en buscar su nombre en el programa del festival. Lo cierto es que me abordó esta tarde en la buseta pendular, me entregó el mensaje que me traía y me dijo que el amigo (suyo) que me lo enviaba, me había descrito como “Un español que cree que es argentino”, una broma estúpida que suele emplear al hablar de mí, le replico, y parece que no le gusta que lo califique de ese modo. En cualquier caso, y volviendo a la fiesta mexicana, este individuo, bastante ebrio y hasta creo que drogado, me viene a interrumpir varias veces, plantándose a mi lado junto a la mesa donde estoy departiendo con Álvaro, Antonio José y los demás, y ellos se asombran de la paciencia con que lo soporto: lo que no saben es que más que paciencia es miedo, le tengo un miedo cerval a los borrachos, por nada del mundo quisiera malquistarme con ninguno. Menos mal que parece que no es tan sólo a mí a quien le anduvo jodiendo la paciencia, menos mal (mal de muchos, consuelo de tontos), porque al día siguiente el festival lo pone de patitas en la calle.

[Lo que me extraña es que lo invitaran, pues la vox pópuli coincide unánime al respecto en que este quídam se significa como bebebor, drogadicto e incontrolable pendenciero. A lo cual añado: Pero sin ser Rimbaud].

28.6.

Me despierto semiasorochado y busco los diarios en la puerta de mi habitación. Se me hace tan raro leer por la mañana El Tiempo y El Espectador, en vez del Kölner Stadt Anzeiger… Eso sí, lo hago siempre antes de afeitarme y ducharme, porque acabo con las manos negras de tinta.

Hoy descubro en ET la noticia de la reedición, al cabo de 120 años, de la novela Una holandesa en América, de Soledad Acosta de Samper, quien es tatarabuela o algo así de Daniel Samper, él mismo me lo contó hace tiempo. La novela pinta bien, tengo que comprarla y escribir acerca de ella, me parece un descubrimiento como el que hice en 1976 con Blanca Olmedo, de Lucila Gamero de Godoy, la hondureña prácticamente desconocida fuera de su país. Y paladeo luego, en EE, el rincón poético donde aparece hoy una alhaja de Ángel González, con quien compartí algunos buenos tragos en Las Palmas de Gran Canaria, en 1979, cuando el congreso etílico (así lo bauticé) de la lengua española. La pequeña joya dice:

CANCIÓN, GLOSA Y CUESTIONES

Ese lugar que tienes,
cielito lindo,
entre las piernas,
ese lugar tan íntimo
y querido,
es un lugar común.
Por lo citado y por lo concurrido.
Al fin, nada me importa:
me gusta en cualquier caso.
Pero hay algo que intriga.
¿Cómo
solar tan diminuto
puede ser compartido
por una población tan numerosa?
¿Qué estatutos regulan el prodigio?

Desayuno frutal y dos tazas de té. Pero sigue el semiasorochamiento, me tiendo a descansar en la cama, una hora, antes de salir hacia el Gimnasio Moderno.

A las 12.00, en la Facultad del GM, Leila Guerriero, a quien admiro tanto. Su conferencia es un prodigio, la ovación es de trueno. En el diálogo que sigue le pregunto por su fetiche sine qua non, aquella cosa, aquel “algo”, sea lo que fuere, sin lo cual no podría ponerse a trabajar. Me contesta que no tiene ninguno, pero al final del coloquio rectifica. Volviéndose hacia mí, nos explica que cuando entra en la fase final de la redacción del reportaje, está constantemente oyendo música de Eminem, como si fuera una especie de magma amniótico que envolviera a su texto.

Inapetente, comparto un sandwich bajo la carpa gastronómica con María Paula. Los amigos que se nos acercan andan todos muy preocupados por cómo ver el partido de mañana, la final de la Eurocopa, España vs. Alemania. Al principio no les doy mucha bola, porque a mí esta final me la refanfinfla, pero cuando advierto que la inquietud (ésta sí) es genuina, les digo que para nada se tienen que preocupar. En absoluto. Porque el primer interesado en no perdérsela es el propio  director del festival, Andrés Hoyos, así que ya verán cómo manda instalar una pantalla gigante bajo la carpa, para que nos dediquemos a lo que en buen alemán se llama “public viewing”.

Aparece Óscar y me entrega copia impresa de un mail que le ha escrito MSH, y donde le cuenta para que me lo cuente que el maldito flaco que le enseña Economía, “uno que se dice profesor, se quedó dormido HOY, ¡¡día del parcial…!! Nos tuvo a todos como unos boludos esperándolo por una hora, para mandar a avisar que el parcial se tenía que correr para el día martes, porque se quedó dormido. Bueno, esto es como una anécdota bonaerense simpática para que le cuentes a mi abuelo. Y esto le va a divertir más, porque lo más gracioso de este asunto de la cancelación del parcial, es que una avalancha de mocetones y mocetonas (los mocetones acá miden como dos metros de alto) me persiguieron hasta la parada del bus, me hicieron devolver a rastras a la Facultad, arguyendo que por mi bien debía mantener una hermandad chileno-colombiano-argentina, me llevaron a la fotocopiadora para servirse de los apuntes de mi cuaderno, y pedirme una breve “clase magistral” de Política Económica. Lo malo, mi querido Óscar, es que yo hablo tantas pavadas como el profesor, y simplemente como que las digo con seguridad, así es que da la impresión de que entiendo, pero ni yo misma sé si entiendo un carajo de Economía”.

[MSH, sin saberlo quizás ni pretenderlo, acaba de descubrir la Ley Básica del Conocimiento Económico. Los que menos saben de él, son quienes nos explican a posteriori aquello que, por como lo dicen, parecería que lo conociesen a priori].

Siesta en el hotel. Pero sigue el malestar en el esternón, que empezó esta mañana y se me olvida cuando estoy conversando o desarrollo alguna actividad. Al regresar al festival, le pregunto a Sara dónde se encuentra el botiquín de primeros auxilios. Me atiende el doctor Fernando Castaño y se toma su tiempo. Finalmente me dice que no me preocupe, que debe ser cosa del diafragma, sobrecargado por respirar a una velocidad distinta de la normal debido a los 2.600 metros “más cerca de las estrellas” donde nos encontramos en Bogotá. Porque el resto está en orden. Me da un Diclofenac, que ya conozco porque lo tengo recetado para los ataques de gota. Y aunque bien que me gustarían un whisky o un buen vaso de vino tinto, descarto el alcohol por el momento.

Al regresar de Primeros Auxilios, me entrevista Lucho Sarmiento para un canal público de TV estadounidense, en un hotel cercano al Gimnasio Moderno, donde han instalado el estudio para poder trabajar en calma. Y cuando regreso ya me tienen apalabrada la siguiente aparición en pantalla, Caracol TV, para un flash no más, con una presentadora tan negra como el carbón y tan segura como el Destino. Dos pregunticas nada más y dos respuesticas, y listo el pollo, todo ello cara al público cerca de la carpa gastronómica, open air. Pero pese a todos los pesares, hago que la gente se divierta con mi desvergüenza. La presentadora me “preguntica” que por qué estoy en un panel sobre la responsabilidad por la rapidez en la transmisión de noticias, y le “respondico” que porque ella y yo somos el mejor ejemplo en ese mismo momento. Tengo la sospecha, por las risas, de que el público sí entendió mi respuestica, mientras que ella no.

Rocío, Sara, María Paula, todo el mundo preocupado por mi salud. Me siento casi como niño mimado, y acá no puedo dejar de mencionar la bonhomía y la cortesía de otro Daniel, el chico de la buseta pendular, que prácticamente se ha convertido en mi chófer particular, porque son muchas las veces que el vehículo sólo viaja para llevarme al hotel o traerme de allá. Lo envidio a Daniel, que va a empezar a estudiar Filología Inglesa y podrá leer a Faulkner en el original.

¡Conozco por fin a Alberto Salcedo y a Laura, su compañera! Es un encuentro maravilloso, que me hace sentirme mejor, y acepto ir a comer con ellos al Club Colombia, lugar muy agradable y hasta con chimenea con fuego de leña, real. Mientras Alberto organiza el parqueo de su carro en el espacio ad hoc del restaurante (pues lo dejamos en un garaje a muchas cuadras del mismo, sin caer en la cuenta de que el local tendría parking propio), larga plática con Laura, cartagenera, miembro de la redacción internacional de El Espectador. Y al poco caen por acá Daniel Divinsky, Juan Forn, Leila Guerriero y también Andrea Palet, nuestra colega chilena, y al final Guillermo Osorno, el director de Gatopardo, así es que decidimos sentarnos y comer todos juntos, en una larga mesa. Yo encargo arroz con camarones en leche de coco, plato que inesperadamente llega de un color tan amarillo paella que me desconcierta, y en proporciones tales que con él se podría alimentar una familia no pequeña. Menos mal que para la cena me permití, tras consultarlo con Laura y con Alberto, una copa de Cabernet Sauvignon (no tenían Carménère). Así y todo, pese a lo que puedo empujar con el vino, dejo el plato a medias, y aunque Alberto colabora, todavía el plato parece lleno cuando lo retira el camarero. Mientras lo hace, Guillermo me recomienda la lectura de un libro titulado Vidas perpendiculares, de Álvaro Enrigue, editado por Anagrama; se lo pediré a Jordi por email cuando regrese a Europa. Y a la hora de pagar, Daniel se adelanta a todos y se impone contra la protesta general, a la que no me adhiero sino de labios para afuera. Porque la experiencia me dice que cuando a Daniel –que es la generosidad en patas– se le metió en el mate que el paganini es él, once de diez veces se sale con la suya. Gracias, viejo.

29.6.

Despierto con una sombra de dolor en el esternón, pero noto que va desapareciendo poco a poco. (Escribo estas líneas a las 7.00 a.m. sin rastro alguno de esa molestia tan desagradable). Registro que El Tiempo le dedica media página a Pico Iyer, uno de los invitados al festival, con el siguiente subtitular: “Una revista lo puso entre un centenar de personas que pueden cambiarle la vida a usted”. Real y verdaderamente estoy rodeado de gente muy importante y que para nada lo parece. Yo veo a Mr. Iyer todos los días al desayunar en el hotel, y luego en el Gimnasio, tan simpático, tan  asequible a todos los quienes se le acercan, y ni por asomo me podría figurar que él, tan luego él, podría cambiarme la vida. Eso además de que estoy contento con la mía, tal como es. También leo en el diario que hoy, hace 50 años, o meu Brasil se proclamó por primera vez campeón del mundo, en Estocolmo, y la delantera de aquella seleção me la sé de memoria: Garrincha, Didí, Vavá, Pelé y Zagallo. Hay que festejar el acontecimiento, así es que decido desayunar opíparamente, hasta huevos revueltos con jamón, lo cual es un buen síntoma, todo un buen síntoma.

Llego al Gimnasio y me encamino derecho a Primeros Auxilios, le cuento al doctor Castaño que mi esposa me puso en el botiquín de viaje unas pastillas de Paracetamol, y si no sería mejor tomar eso en vez de Diclofenac. Él me explica pacientemente por qué no: porque los paracetamoles sólo son analgésicos, mientras que el Diclofenac es analgésico y antiinflamatorio. Casi tengo la impresión de que terminaría haciéndome amigo de este hombre, como me hice del doctor José Ángel Hernández Díaz, el médico simpático y sabio que teníamos en los cursos de verano de la Complutense, en El Escorial, durante los cinco años que acudí a ellos hasta 1995. Fue él quien logró que me desaparecieran las espantosas jaquecas que padecí hasta 1990 casi cada mes, como una menstruación masculina, o poco menos. Loor a su nombre, que aún recuerdo agradecido.

Almuerzo con María Clemencia, de Serendipity, ella unos sushis, yo dos langostinos grandes, no tengo más apetito. Y según lo anticipé ayer, ha aparecido una pantalla gigante bajo la carpa gastronómica, y va a comenzar la final Alemania vs. España, pero la reverberación es muy fuerte y afecta a la imagen, y como no estoy tan interesado en el partido, me voy hasta la buseta pendular y me hago llevar al hotel, para mi canónico descanso del mediodía. No es que me vaya a dormir, generalmente no duermo a la hora de la siesta, pero sí a reposar. Y así, reposando en la cama del hotel, de pronto percibo por primera vez de una manera consciente que enfrente de mi cama tengo un televisor king size. Lo prendo con el mando a distancia, y así, reposando en esa cama del hotel, veo el partido yo solito, y con tan buena suerte que comienzo a verlo desde un minuto antes del único gol. Al final me alegro, no porque haya ganado España, sino porque ha ganado (¡ya era hora de que sucediera alguna vez!) el mejor equipo que ha pasado por el torneo, así lo reconocen Tirien & Troyanen… con lo que estoy diciendo, en germánico macarrónico, que hasta los alemanes mismos lo reconocen. Y antes de seguir no quiero que se me olvide el asunto de la escarapela. Todos los invitados al festival llevamos colgado una especie de escapulario al que acá llaman escaparela, con un rectángulo en el cual aparece escrito nuestro nombre. A mí, por si tenía ganas de hacerme acompañar por alguien, me dieron dos: una con mi nombre y la otra con ese espacio en blanco. Y como soy un mamagallista nato, la que he estado usando todo el tiempo es la segunda, donde inscribí el sagrado nombre de Jacques Brel. Mas sólo recién hoy, cuando me conducía al hotel para la siesta, es Daniel el primero que se da cuenta: “Conque nos ha estado engañando todo el tiempo, usted no es don Ricardo Bada…”.

Héctor [Abad Faciolince] me llama desde el aeropuerto de Medellín, recién desembarcado allá procedente de Buenos Aires. Todo en orden, me dice por el celular de Rocío, y que pasado mañana estará en ese mismo aeropuerto, esperándome.

Inesperado éxito de nuestro coloquio (Sergio Dahbar y yo, con la moderación del buen Camilo Jiménez) sobre literatura y emigración. Cuando llegamos a la Biblioteca, donde se va a celebrar, Rocío nos sale al paso y nos dice que se han vendido todos los boletos, pero que hay mucha más gente que quiere asistir y se valen de todos los medios, por ejemplo pedirle prestada la escarapela a un invitado, que goza del derecho a entrar en todas partes. Al final tienen que abrir las puertas para que la gente entre y se quede de pie en los pasillos, atrás, en fin, donde puede. También cuando llegamos, el reencuentro con Maruja Vieira y Ana Mercedes Vivas, acompañadas por Hernando Jiménez. Y asimismo reeencuentro con mi muy querido Luis Guillermo Aza, el mago de las grabaciones de HJCK, que durante años, años, años, todos los viernes, y todos los viernes con una puntualidad no ya británica sino de reloj Big Ben, me llamó por teléfono para grabar mis crónicas. Uno se siente un poco como en casa, aunque asimismo asustado por la responsabilidad. Pero el coloquio transcurre sin problemas: yo hago reír a la gente, Sergio la hace pensar, y Camilo está perfecto en su papel de Pibe Valderrama, dándole el pase de la muerte a cada interlocutor. Al terminar, nos felicitamos mutuamente, y creo que de manera harto justificada. Y parece que el público es de la misma opinión.

Me aborda un joven que se me presenta como miembro de la redacción de una revista de poesía, diciéndome que les encantaría que colaborase con ellos. Y como llevo en la cartera, siempre a la mano, un par de cosas pasibles de repartir, le doy una copia del texto de la conferencia que voy a pronunciar el jueves 3 en la Fundación Otraparte, de Medellín: un texto sobre la catástrofe que suele ser la traducción de poesía. El joven parece muy contento. Todavía no ha leído el texto.

La guinda del pastel (= la fiesta nocturna) será en un lugar llamado In Vitro. Vamos primero al hotel en la buseta pendular y una de las chicas pregunta dónde queda In Vitro, le respondo que en el Instituto Nacional de Genética. El chiste corre durante la noche.

Con María Paula y Laura Carbonell, antes a ir a In Vitro, larga caminata nocturna buscando un restaurante, las quiero invitar a cenar, pero al final tenemos que conformarnos con el boliche de una estación de gasolina, hamburguesas ellas (creo), yo renuncio a la comida basura y me basta con un vaso de vino tinto. Mientras comen, no sé por qué, empiezo a hablar de las diferencias generacionales, y les cuento de la postguerra española, de las represalias, de los racionamientos de los productos más elementales (y hasta la corriente eléctrica, ¡cuántos libros no habré leído a la luz de un quinqué!), de las colas para adquirir esos productos racionados (me daba miedo ir a la carbonería)… Les descubro un mundo. Uno que desconocían por completo hasta esta noche.

In Vitro: Bueno, una orgía de decibelios que, en honor mío, Mónica consigue que reduzcan un poco. Pero al final no hay oídos que aguanten semejante tortura, excepto los decibeliadictos. Los que aún tenemos los tímpanos en orden, nos fugamos apenas podemos, camino del hotel.

30.6.

Durante el desayuno, que me pidió ayer que lo hiciéramos juntos, un largo y entrañable diálogo con Ibsen. Me cuenta, y esa es la razón de querer estar conmigo a solas y platicando, que hubo dos cosas para él muy importantes en un momento decisivo de su vida: una llamada que le hizo Roberto Bolaño desde Barcelona, y una carta que le envié casi simultáneamente desde Colonia, a Oxford, donde él estaba entonces por mor de un trabajo de Inés. Me confiesa que esa llamada y esa carta lo ayudaron a salir de un pozo de dudas en el que andaba metido sobre su condición de escritor. Me emociona mucho saberlo. Luego, Ibsen se interesa por cómo es que trabajo con un comité de lectura, formado por seis personas que reciben todos los textos que escribo, y me los “editan” antes de enviarlos yo a la respectiva redacción. Le explico el asunto, y me dice que a lo mejor se busca también un comité. ¿Yo estaría dispuesto a…? Le interrumpo: Claro que sí, y que muy honrado.

En el panel de las 12, sobre el peligro de la rapidez en la radio, con Néstor Morales y Antonio José Caballero, y moderando (cuando estos dos lo dejaban) Jorge Orlando Melo, director de la Fundación Nuevo Periodismo, me siento como sapo en charco ajeno. Hablan de cosas y casos de los que no sé nada, ni sé si ellos mismos se escuchan mutuamente cuando habla el otro o sólo aguardan alguna palabra que les dispare el mecanismo de la réplica. Es un guirigay –consultar diccionario– de la gran chingada o la gran flauta, ya sea en mexicano o en argentino. A mí me toca desde luego la mejor parte: divertirme no ya en primera fila de platea, sino en el propio escenario. Y lo hago a conciencia. Sobre todo cuando Álvaro Castaño Castillo interviene desde la platea, antes del diálogo con el público, y a todas luces harto de lo que sucede en el estrado.

Y no creo que sea el único, a no ser que la noción “cultura de la polémica” se cultive por estos pagos siguiendo el modelo de la riña de gallos. Como el coronel que no tiene quien le escriba…

Afuera, después, bajo la carpa gastronómica, Álvaro y yo degustamos unos piscos sour de lujo que nos trae Macario del chiringuito peruano. Se nos une otra Laura, esta del Banco Mundial, con quien pego la hebra fácilmente. Sólo que al rato me llevo una sorpresa, y al mismo tiempo un susto, cuando veo aparecer a Gloria, que no quiso dejar de venir a saludarme y a despedirse, amén de ver el festival, claro está. Vamos todos a la sala de invitados, pero es evidente que el esfuerzo ha sido grande, excesivo, Gloria nos abandona poco después. De todos modos, qué gesto, qué saber hacer las cosas, qué disciplina sobre el propio cuerpo y sus falencias. No sabría cómo agradecerle todo eso. Lo agradezco a mi modo, contándolo como fue.

Aunque con retraso, al irse Gloria corro hasta la Mansarda, donde recita (recitó ya, cuando llego, hélas!) mi querida Maruja Vieira. Y luego regreso con ella y Ana Mercedes a la sala de invitados donde se nos añade Constanza, mi adorable Lady Fiera. (Como la V se pronuncia F en alemán, y los alemanes no tienen problemas con arracimamientos de consonantes, pero sí de vocales, cuando los porteros de la Deutsche Welle –donde trabajamos juntos un par de años– veían llegar a Constanza Vieira, la saludaban diciéndole “Guten Morgen, Frau Fiera”, y de ahí le quedó el apodo). Y es en el camino de la Mansarda a la sala de invitados que volví a encontrarme con Álvaro Castillo Granada, quien me presenta a su compañera, Patricia, debe de ser la “Patricia Forero, hermosa” a quien le dedica su texto De cuando Pablo Neruda plagió a Miguel Ángel Macau. Y ya en la sala de invitados, de pronto irrumpe en nuestra charla, aunque educadamente, una joven periodista de Canal 13 (cable TV) que quiere entrevistarnos a Maruja y a mí. Yo, entre otras cosas, le digo que El Malpensante es una revista tan buena que se puede permitir el lujo de publicarme, para que resalte más la bondad del resto del número donde salen mis textos. No es una boutade. Muchas veces lo pienso, y pienso además que es bueno ser lo más autocrítico posible, y no tomarse en serio jamás.

Larga paseata con Constanza por la Bogotá nocturna. Hoy, como ayer con María Paula y Laura Carbonell, también es difícil encontrar restaurantes abiertos (se trata de un lunes festivo después de un domingo que parece que también fue fiesta, y ésta entonces se pasa al lunes, al que llaman “lunes Emiliani” por el ministro que instituyó tal norma). Pero al fin tenemos suerte y recalamos en Harry’s Bakery y Café, en la Carrera Sexta, donde ambos encargamos carpacho de lomo, yo con vino tinto, Constanza con no sé cuál refresco nacional. De allí nos acercamos al Majestic, donde se hospeda Daniel Divinsky, para despedirme de él. En el bar del mismo hotel, Constanza insiste en su refresco, y yo pido un gintonic. Me acompaña luego hasta el Rosales, el mío, al lado opuesto de la cuadra, y sólo cuando llego a mi habitación caigo en la cuenta de que salí del Gimnasio Moderno con el cuerpo completamente transpirado, y que ha sido el frío del páramo santafereño el que me lo ha secado sobre la propia piel durante esa larga paseata con Constanza. Y anoche fue tanto de lo mismo. Soy una auténtica calamidad en materia de atención a mi salud.

1.7. 

Noche toledana. Grandes dolores musculares en el tórax, probablemente por el sudor enfriado durante las dos caminatas nocturnas por Bogotá. Regurgito incesantemente el carpacho. En un momento de lucidez, recuerdo que traje un par de botellitas de Underberg en la bolsa de aseo. Me tomo una y el estómago se calma un poco. Estoy despierto a partir de las 3 de la mañana.

Y no sé por qué extraña asociación, recuerdo la divertida anécdota que me contó una vez Álvaro Castaño Castillo, acerca de Alberto Casas, cuando este era ministro de Cultura: Sólo dos días después de haber llegado a Bogotá, el nuevo embajador del Japón se dio prisa en presentar sus credenciales a la entonces canciller, Noemí Sanín Posada, un churro de gran categoría [una mujer guapísima]. Pero el embajador olvidó que Bogotá se halla a 2.600 metros sobre el nivel del mar y que su corazón no estaba acondicionado para estas alturas. Noemí lo recibió en su despacho, y a los pocos minutos de la entrevista el embajador nipón cayó al suelo sin sentido, con un fulminante ataque cardíaco. Noemí, aterrada, se precipitó a auxiliarlo, y luego de hacerle la respiración boca a boca, resucitó al incauto diplomático. Dos días después de este suceso espectacular, cubierto con picardía y con guiños de ojos por todas las agencias internacionales, Alberto Casas pidió cita a su colega de Gabinete, quien desde luego se la concedió de inmediato. Cuando Casas acudió a ella, la secretaria de Noemí le dijo muy comedida que se veía obligada a preguntarle por el tema de que iba de tratar con la señora ministra de Relaciones Exteriores, y Casas le contestó: “Dígale por favor a la señora ministra que vengo a desmayarme”*.

* Un atento lector me escribe: Alberto Casas Santamaría fue ministro de Cultura en el gobierno de Andrès Pastrana, y Nohemì [sic] Sanín no fue ministra de Relaciones Exteriores en ese gobierno sino en el de César Gaviria. Se me ocurre que ello, sin embargo, no invalida la veracidad de la anécdota. Vale.

En la duermevela, hago balance del festival y pienso que ha sido una gran cosa, algo que ha merecido la pena venir y vivirlo. Aunque más no fuese por el contacto estimulante con tanta inteligencia y tanta chispa reunidas en tan poco espacio. Inolvidable la experiencia, pese a las nanitas de mi cuerpo enfermo que, como en el tango, (casi) no resiste más.

A las 6.45, cuando me afeito, llama María Paula para “recordarme” que mi bus al aeropuerto sale a las 7.15. Le recuerdo a mi vez, pasado el susto, que el mío sale a las 8.30 porque yo vuelo a Medellín. Y menos mal que anoche, antes de irme a dormir, hice la maleta. Así como también un paquete con los libros que me han estado regalando unos y otros, paquete que dejaré en el hotel, lo va a recoger Constanza y se lo llevará a Álvaro, quien se brindó a hacérmelos llegar.

Con Don Luis (no con un bus) al aeropuerto. Pasamos delante de las estatuas enfrentadas de Colón e Isabel la Católica, separadas por una plazoleta en el centro de la autopista a El Dorado,  el aeropuerto. Cada una de las estatuas tiene el brazo derecho extendido, señalando direcciones contrarias. El chiste bogotano consiste en que Colón le pregunta a la reina que si se van al sur, a su derecha, y ella le contesta que no, que a la suya, al norte. Y lo que hay al sur y al norte de la autopista, al menos en este sector, son todos moteles y casas de citas.

Malestar en el aeropuerto hasta el punto de tomar por primera vez en mi vida tres pastillas de Stradivol, de las sublinguales, que llevo siempre conmigo para cualquier eventualidad. Si esto no es un infarto, se le debe parecer mucho. Curiosamente, no tengo miedo. Sólo una cierta rabia de que se me pueda joder el viaje a Medellín por esta maldita vaina. John Jairo Janieles, que aparece a mi lado de manera inesperada, me ayuda acudiendo a Primeros Auxilios. Vuelve con un sanitario que me da trato preferencial en la cola de acceso al avión y que me ordena sentarme y reposar hasta que pasen el último aviso para embarcar. Poco a poco vuelvo a la normalidad.

Conversación en el avión con mi compañero de asiento, profesor peruano de Filosofía Política, que viene a un congreso en la materia. Platicamos de ella, de nacionalismo, de himnos. Me dice que el APRA se apropió del nacional. Y cuando el avión empieza a descender, me habla de los Andes verdes de Colombia, que le impresionan por el contraste con los Andes pelados de su país.

Héctor me espera en el aeropuerto. También me esperan dos enviados de la EAFIT con un cartel donde luce mi nombre equivocado: Baba, Boda o Rada, no recuerdo. Divertido, Héctor me saca una foto con ellos y el cartel, y les asegura que no tienen que preocuparse por mí, que él se hace cargo de mi persona. Pienso que menos mal que es él, y que lo conozco, porque si fuese alguien a quien no conociese, y encargado de secuestrarme, a estas horas estaría en poder de las FARC.

Me lleva Héctor, directamente desde el aeropuerto, a hacer un recorrido por los alrededores de Medellín, por una zona de vegetación tan densa, tan ubérrima, que uno reincide en ese lugar común del paraíso terrenal y que así debió de ser. Pasamos por un poblado, El Retiro, donde nos detenemos a tomar café en la plaza mayor: es como un pueblo andaluz, menos por los balcones de madera, que remiten a las Canarias. Yendo allá me mostró Héctor una cascada que llaman, por su tamaño, “Tequendamita”, y luego de la parada en El Retiro, remontamos a un sitio muy alto desde el cual se ve un paisaje que parece de una Suiza tropical; de una belleza que quita el aliento, y una represa en el centro, como un espejo donde los dioses se miran por las mañanitas al levantarse. Me enseña Héctor los yarumos plateados, un árbol bellísimo que sólo crece entre los 2.000 y los 2.500 metros. Finalmente me lleva hasta un lote que está pensando comprar, para hacerse una casa donde retirarse, en un lugar idílico, con una cascada oyéndose al fondo entre los árboles. Uno sale de la realidad para entrar en un mundo paralelo que así mismo existe y que no lo vemos aunque lo tenemos al lado. Y recuerda aquella tontísima frase pretendidamente llena de profundo sentido, de un pintor inglés, cuando se preguntó cuál sería el acontecimiento en la vida de Dios que propició la creación de los Alpes. Como dije cuando me enteré y repito ahora con los ojos aún llenos del paisaje que acabo de recorrer: Desde luego tuvo que ser un acontecimiento menos importante que el que propició la creación de los Andes.

En casa de Héctor, donde me alojaré estos días, conozco finalmente a Simón [Moncho], su hijo, y me reencuentro con la querida Daniela, su hija, a quien Diny y yo conocimos en junio del año pasado en Berlín, congeniando de inmediato. Cuando le entrego el presente que les he traido, los DVD de las dos primeras películas de Barbet Schroeder (ambas con banda sonora ex profeso de Pink Floyd), Dani me dice que ha visto un montón de veces el DVD que les regalé entonces, el del Candide de Leonard Bernstein, en la puesta en escena del Châtelet de París.

Almuerzo liviano (pasta), siesta, duermo por fin, y aunque le pedí a Héctor que si me dormía me despertase a las 5, me deja hacerlo hasta las 6, porque me ha visto muy cansado. Vamos en taxi al centro. Héctor tiene un carro con placa terminada en cero, y no puede sacarlo hoy debido a la norma llamada de “de pico y placa”, que prohibe cada día, a las horas punta del tráfico, ciertos números de placa. Llegamos a Palinuro, su librería, una belleza, un biotopo de bibliofilia bien entendida y cuidada con esmero y cariño. La gozaría a plenitud si no fuese porque ya en el taxi me empecé a sentir mal. Y llega un momento en que el malestar es tan grande que Héctor llama a su hermana Sol Beatriz [Solbia], que es médico, para que podamos pasar por su casa y que ella me examine. No contento con eso, me compra en una droguería unas pastillas que él mismo toma contra la gastritis, porque según su opinión, después de oír mis síntomas, es una gastritis lo que tengo. Y regresamos en taxi a casa. Lo siento tenso a Héctor, y le pido disculpas por el  incordio que le estoy causando. Al llegar a su apartamento me confiesa que su tensión no se la causaba mi estado, sino el taxista, de quien desconfió mucho todo el tiempo, hasta el punto de que llama a la portería del barrio para que Simón y su amigo (a quienes saludamos allá, estaban esperando un taxi para ir al cine) no se vayan con él cuando pase de vuelta.

Voy al baño, el del propio cuarto donde estoy (y del que he desalojado al pobre Moncho), y es una diarrea líquida, negra, previsible –según el folleto del Stradivol– después de haber tomado esta mañana tres pastillas de esa medicina. Al mirar la poceta del inodoro, me siento calamar.

Vamos a casa de Solbia, y es casa, no apartamento. Me examina. Me pregunta insistentemente si me han hecho alguna vez una endoscopia del estómago. Sólo más tarde, ya en Ámsterdam, recordaré que sí me hicieron una un par de meses atrás, pero del intestino. Solbia me da unas recetas con algunas indicaciones para mi médico en Colonia, cuando regrese a casa, y luego seguimos charlando un rato; ella es una enamorada de Madrid, y mirá vos con quién se fue a tropezar, con alguien como yo, que es un gato de vocación [gato = gentilicio popular de los madrileños, su nombre más castizo].

Cena en casa: buen pan, buen jamón y buen queso. Al irme a la cama, me tomo un cuarto de pastilla de un somnífero que me dio Solbia al despedirnos.

2.7.

Amanezco como una rosa. Desayuno arepa con queso, granadilla* y mango de azúcar. Trabajo en mi estafeta (Héctor me ha instalado una compu portátil en el balcón, desde donde se domina todo el valle del Aburrá), borrando emails obsoletos y abriendo los urgentes. Entre ellos llega uno, enviado por Esteban Carlos Mejía, con la columna que Óscar Domínguez le dedica hoy en El Colombiano (el diario medallo) a mis dos actos en Medellín. Es un lujo la prosa de Óscar, hasta cuando la malgasta en tan mal motivo como su amigo Ricardo. No sabría cómo agradecerle.

*  Luis H. Aristizábal me comunicó que una atenta lectora le había pedido hacerme una observación pertinente: Ella sostenía que es absolutamente imposible que yo haya comido un lulo crudo [ver anotaciones del 26.6.], porque en los hoteles no ponen lulos como saludo de bienvenida al cliente, nadie se atreve a comerse un lulo así como así, es tan ácido que equivaldría a comerse un chile jalapeño a palo seco: “lo consumimos sólo en forma de jugo, con su sabor bastante suavizado”. Agradecí vía Aristizábal la puntualización de la atenta lectora. En realidad, si escribí “lulo” es porque fue el nombre que me dijo la camarera del hotel cuando le describí la segunda fruta: físicamente muy parecida a un limón, pero de cáscara dura, tanto que había que partirla con el cuchillo, serruchándola, y la pulpa era una especie de panal de miel entre grisáceo y anaranjado, pero no la recordaba ácida, más bien grumosa, pegajosa, dulce, aunque sin exceso de azúcares evidentes. Aristizábal: “Tu descripción parece corresponder a nuestra deliciosa ‘granadilla’ andina. ¿Tiene por dentro pepitas negras? Aquí en Colombia hay una hermosa descripción popular de las características de su pulpa: ‘mocos de carbonero’. Confírmame si estoy en lo correcto”. Le confirmé: “Bueno, ahora que lo dices es que recién me avivo de que sí, tuvo que ser una granadilla, y es porque en casa de Héctor, en Medellín, comí otra, y él me explicó que esa fruta es de cáscara dura y que en Colombia las abrían ‘así’, dijo, y golpeó con ella la cabeza del pobre Moncho, sentado a su derecha. Y, de hecho, la granadilla se abrió, sin causar mayor daño que una morisqueta de Moncho”.

Hay una luz especial en el valle del Aburrá, visto desde el balcón de esta casa. «Opaca e intensa al mismo tiempo», la describe Héctor. Es como si el paisaje vivo se hubiese vuelto pintado y se viese a través de un telón de muselina. El primer plano es, en cambio, tan absolutamente nítido que potencia el contraste, casi como un passe-partout de lo que sigue más allá.

Para el desayuno llegó Natalia, la compañera de Héctor, una persona encantadora y que me recuerda que me escribió una vez a mi blog de SoHo. Tengo que enviarle copia de mi archivo. Hela acá, rescatada en Colonia cuando estoy transcribiendo mis anotaciones:

Natalia
PUBLICADO 11/01/2007

Hola Ricardo, no sabía que tú eras tú. Hablamos por teléfono la semana pasada, yo estaba en Berlín en el apartamento de un amigo tuyo. De los museos que me recomendaste me faltaron varios por conocer, por culpa de tu amigo. Me gusta mucho leerte. Un abrazo grande, Natalia.

Y tengo que enviarle a Héctor una postal de la sala de la casa-museo de Juan Ramón Jiménez en Moguer, con su retrato (el que le hizo Sorolla) al fondo.

Descubro antes del almuerzo, en uno de los estantes de libros, y me lo llevo para leerles a Natalia y a Héctor, el volumen de Camilo José Cela Izas, rabizas y colipoterras, en la bella edición de Lumen con fotos de Juan Colom. Paso un rato delicioso releyéndolo, y en él me reencuentro (aunque el verbo no es exacto, porque la había olvidado) con “la capulina de nostalgias ancianas” que se llama Dolores y es “de Río Tinto [sic], provincia de Huelva”, una que “canta fandanguillos con mucho sentimiento:

No hay árbol como el nogal
ni fruta como el madroño,
ni cuña que ajuste más
que lo que yo sé en mi coño.
¡Viva Pérez de Guzmán!”.

El último verso es un toque virtuosista de surrealismo al divino botón, como dicen en la Argentina, o sea, para nada.
Almuerzo liviano pero exquisito, cocinado por Héctor, que a su Tratado de culinaria para mujeres tristes podría añadir un Tratado de culinaria para amigos dolientes.

Cuando recién terminamos de almorzar suena el teléfono y alguien le comunica a Héctor que acaban de liberar a Ingrid Betancourt en un operativo de las Fuerzas Armadas. A ella, a tres gringos y a once miembros de las propias FF.AA., varios de los cuales llevaban más de diez años en poder de las FARC. Mientras Héctor echa raíces delante el televisor, en la sala de cine del apartamento, yo abro internet en busca de la página web de El País madrileño, y en ella aparece una cita en vídeo de la CNN donde se dice que IB y tres rehenes norteamericanos han sido liberados ¡¡¡¡¡por las FARC!!!!! Voy y vengo de la compu portátil al televisor, y así me entero de la ceremonia vomitiva del padrenuestro y los tres avemarías, con el aval de Uribe.

Héctor está emocionadísimo por el acontecimiento, pero al mismo tiempo asqueado por estas ceremonias de la confusión. Y luego, en un momento de reflexión sobre el futuro inmediato, me dice que vamos a tener poco público en mi conferencia, por mor de este golpe teatral, a lo cual le contesto que prefiero ver los rehenes libres a tener público en la sala. Sigo todavía con Héctor cuando se produce la declaración de IB. Está muy entera, y lo demuestra de un modo inesperado, siendo bastante repetitiva en sus agradecimientos, y aunque ello también se puede explicar emocionalmente, yo más bien lo atribuyo a un cuadro general de referencia en el que se mueven los personajes públicos en general, y no sólo en América Latina. Lo que me gusta de veras de su intervención es que les pide a las FARC que no ejecuten a los guerrilleros que estaban encargados de su vigilancia y custodia, y que han sido engañados por este exitoso operativo de las FF.AA. Pero en cuanto al resto, casi diría que ya está haciendo su campaña electoral de nuevo. Y en cualquier caso se la ve bien, no tan desmejorada como en los vídeos famosos que circulan por ahí. Lo único que en el fondo me molesta es la vuelta a la rezadera de los padrenuestros y los avemarías, de rodillas ante las cámaras. ¿A qué Dios le agradecen, que permitió que muchos de ellos padecieran tortura y privación de libertad por más de diez años?

Que se dejen de joder con esta comedia, carajo. También Héctor está que se sube por las paredes.

Yendo a la EAFIT en el carro de Héctor: Oímos por la radio que alguien dice que esta operación, además de contar con la bendición de Dios, contó también con la del presidente Uribe. Y Héctor me comenta: “Este país es muy intenso, Ricardo, aquí no se aburre nadie”. Y yo por mi parte lo que pienso es que sus cardenales, arzobispos y obispos pronto podrán empezar a bendecir “En el nombre del Padre, del Hijo y del Uribe Santo”.

En la EAFIT, antes de comenzar la conferencia, conozco por fin, de “córpore insepulto”, a Esteban Carlos Mejía, corresponsal fiel desde hace tantos meses, y mi cofrade en la santa hermandad del Dulce Jueves (quienes conozcan la novela de John Steinbeck sabrían por qué).

Unas cuarenta personas en la sala, y siguen con mucha atención mi conferencia. Al final una ovación que me llega muy dentro y un largo diálogo con ese público. Sabré posteriormente, por un mail de Camilo Jiménez, desde Bogotá, que amigas suyas estuvieron presentes y le contaron maravillas de mi arte oratoria. Un poco sí tengo la impresión de que ha sido la vez que mejor he leído este texto, que como me dijo sibilinamente Carlitos Müller, “tiene mucho en–canto”.

Al salir de la sala donde di la conferencia, me aborda un joven llamado Mauricio Patiño, quien se me presenta como cuentero (en otras partes los llaman “cuentacuentos” o más simplemente “narradores orales”), y me dice admirar La bufanda de Cambridge, hasta me ha traído un ejemplar del # 59 de El Malpensante, donde se publicó ese cuento mío, para que se lo dedique.

Añade querer pedirme el permiso para narrarlo oralmente, y cuando se lo doy, de muy buena gana, confiesa que en realidad ya lo ha hecho y fue un éxito, y me entrega el prospecto del espectáculo y los recortes que lo documentan. Me quedo un poco como quien ve visiones, pero “¡Qué más da! Emocionado… Emocionado…”, como hubiera dicho César Vallejo.

Y de la EAFIT nos vamos casi en patota al apartamento de Héctor, quien ha invitado a un grupo de amigos y de su familia (la mamá, su hermana Clara Inés). Único tema de conversación en toda la noche: la liberación de IB. Pero con Clara Inés también encontramos hueco para hablar de Juan Ramón y nos intriga una frase griega que vemos en la página de guarda del bello ejemplar de Platero y yo que posee Héctor. Mi intuición me dice que es algo que tiene que ver con el perejil, y como no consigo averiguarlo vía internet, le envío un mail preguntándoselo a mi buena amiga Carmen Hernández-Pinzón, la heredera de JRJ, quien me contesta al día siguiente confirmando mi sospecha.

Hoy ha sido el primer 2 de julio que Diny y yo pasamos separados desde que nos conocimos, un 2 de julio, el de 1965, en Berlín. Muy atento, Héctor me dijo ayer que hoy tenía que llamarla por teléfono. Pero lo que hice fue mandarles un e-mail a mis tres hijos (para ir sobre seguro de que uno de ellos sí abriría su buzón ayer u hoy), pidiéndoles que se comunicasen con la madre y le pasaran el número de teléfono de Héctor para que me llamase ella a las 4 de hoy. Con el asunto de la liberación de los rehenes, la llamada quedó en el olvido, pero poco antes de salir camino de la EAFIT abrí la estafeta y me encontré un mail de Montse y otro de Rebeca, ambas diciendo que si me había vuelto loco, que cómo iba a llamarme mamá a las 4 de la madrugada, a una casa extraña, aun siendo la de un gran amigo. Tenga usted hijos inteligentes para esto. Para que crean que su papá está ya definitivamente tan gagá como para pedir una cosa semejante. ¿Por qué no escribí que Diny me llamase a las 16.00 o a las 4.00 p.m.? ¿Sobrevaloré quizá la capacidad de comprensión de mis hijos, con la fatal consecuencia de que tendrían ellos razón al subestimar mi inteligencia?

3.7.

Ha llovido la noche entera. El valle del Aburrá está todo él inmerso en una niebla vaporosa que se difumina muy lentamente. Veo un avión chiquito meterse en ella y avanzar hacia mi derecha, descendiendo, y desaparecer luego tras unos edificios altos que ocultan el centro de la ciudad. Héctor me explica que ahí detrás está el viejo aeropuerto Olaya Herrera. “Ajá, donde se mató Gardel”. “Ese mismo”, me confirma Héctor. Ay, Carlitos, cada día cartás mejor…

Héctor me dice que tiene que buscar un poema para la edición del viernes de El Espectador, así es que fue él quien eligió el de Ángel González que vi en Bogotá, y quisiera felicitarlo por ello, pero él sigue y debo concentrarme en lo que dice: “…y me gustaría uno que fuese jubiloso, por lo de la liberación de los rehenes”. Me concentro, descarto en voz alta un par de posibilidades y cuando Héctor ya regresa a su despacho (que tiene puerta de cristal a este balcón donde trabajo yo) de repente me pongo a cantar lo que me permiten mis pulmones y mis posibilidades:

Freude, schöner Götterfunke,
Tochter aus Elysium,
wir betreten feuertrunken,
Himmliche, dein Heiligtum!

Héctor sale al oírme cantar, y los dos sabemos ya que el viernes, en el rincón poético de EE, aparecerá la Oda a la alegría de Schiller. Ahora es sólo cuestión de buscar la letra en español.  Pero nuestra amiga Miss Google nos ayuda de buena gana, basta preguntarle, es muy solícita.

No quiere Héctor que me vaya de Medellín sin haber dado un paseo por la ciudad, sin haberme montado en el Metro, sin haber subido con el teleférico (un castizo lo llamaría andarivel) a uno de los barrios de tugurios que han empezado a conectarse así a la vida ciudadana. Y yo contento que ir con semejante cicerone. Además de con el recuerdo de una crónica de Karin Ceballos Betancur que traduje hace años ya, para la revista Humboldt: ‘La metromorfosis de Medellín’. Y en verdad en verdad os digo, hermanos, que el Metro de Medellín es algo que impone. Limpísimo, cómodo, eficiente, la rehostia, tíos. Hay en este país un chiste, el de por qué los paisas van siempre con un pañuelo en el bolsillo, y la respuesta es que para limpiar su Metro si ven una manchita en él. Lo que a mí en principio me desconcierta es que se trata de un tren 100% de superficie, y en Europa asociamos el Metro con la idea del tren subterráneo. Pero bué. Durante un largo trayecto, este Metro corre paralelo al Medellín, que es un río torrentoso y sucio, color fango. Veo en la orilla opuesta a una mujer joven, desnuda, lavándose desinhibida con el agua del río. Veo en las bocas de los desagües que hay gente que vive allá, como los trogloditas en algunos lugares que conozco, o los linyeras en Buenos Aires. Veo un barco arenero faenando enmedio de la corriente. Veo una pintada donde no se habla para nada de política colombiana: OBAMA; LA NUEVA DEMOCRACIA. Los ojos se me llenan de imágenes en este paseo en Metro hasta el Parque Berrío, que conozco de las muchas novelas ambientadas en Medellín que he leído en mi vida, y no son pocas. Y que no es un parque, el Berrío, sino una plaza, acá me vengo a enterar. Damos una vuelta para ver unas estatuas de Botero, donadas por él a la ciudad donde nació, están expuestas directamente delante del museo. Vemos los murales de Pedro Nel Gómez, protegidos por un cristal no sé si blindado a lo largo de la fachada de un Banco. Y palpo, siento, respiro, algo en lo que Héctor me insiste mucho, y es que Medellín ha cambiado. Este no es ya el Medallo de La Virgen de los sicarios. Una política municipal responsable le ha cambiado la cara a la ciudad. La creación de espacios públicos dedicados al ocio y la cultura (varias bibliotecas populares, por ejemplo); la construcción de los dos teleféricos –uno en cada orilla del río– para desmarginalizar a los habitantes de los tugurios; la creciente erradicación del cáncer de la droga; y la pujanza económica de la ciudad, que se percibe a ojos vista: todo se ha sumado, inteligentemente, para llegar a este Medellín distinto que es el que yo visito ahora.

Subimos con el teleférico de la orilla derecha hasta la Biblioteca Española. Es una suerte que Diny no haya venido, porque nunca la hubiéramos logrado convencer para montarse en este medio de transporte. Yo mismo lo hago por primera vez. Y es como el Metro, pero para ganar el Premio de la Montaña, igual que Lucho Herrera en 1985 y 1987 (gracias, Miss Google, usted siempre tan discreta a la hora de pasar datos). Realmente viajo a gusto en una de estas cabinas y no tengo en ningún momento la sensación de vértigo. Luego, arriba, espera América Latina, la de los documentales europeos, ansiosos de “color local”. Pero como me dice Héctor: “Hasta hace un par de años, ni la policía se atrevía a venir acá”. Y nosotros ahorita paseando el barrio con la mayor tranquilidad. Relativa. Porque resulta que Héctor es famoso. Y lo reconocen una y otra vez, en la calle, en la Biblioteca, personas que se le acercan y le preguntan tras una leve vacilación: “Perdóneme usted, pero tengo una inquietud, ¿no es usted Héctor Abad?”. (Esto de la “inquietud” es un dato que le brindo gratis al ministro de Economía: que saque una ley creando un impuesto al uso de esa palabra, y Colombia enjugará su déficit fiscal en muy poquitos años).

Ya en el teleférico de regreso al valle, un matrimonio de Bucaramanga, turistas, con dos hijos pequeños, reconoce también a Héctor, le piden el favor de dejarse fotografiar con ambos niños, por separado, como debe ser, para que cada uno tenga su souvenir del encuentro.

Con el Metro hasta el Jardín Botánico, en cuyo restaurante vamos a almorzar. Héctor descubre allá a Alberto Aguirre, que está comiendo con unos amigos, y a quien me presenta. Él es una de las dos personas (“A Alberto Aguirre y Carlos Gaviria, supervivientes”) a las que ha dedicado

El olvido que seremos, dos amigos de su padre que pudieron salvar la vida porque escaparon a tiempo, lejos, a Europa. El maître nos consigue una mesa, a pesar de que el lugar se encuentra abarrotado, y yo focalizo en la carta que hay sopa de cebolla, ¡y con hojaldre gratinado, lo que es una absoluta novedad!… Así es que vide supra, otra vez mi perro de Paulov interno. Pero antes de comer nos regalamos cada uno con un gintonic, y Héctor repite lo que ya me dijo en Berlín cuando me oyó encargar uno y se apuntó a la lista: “¡Qué buen trago es éste!”. Al terminar de almorzar vamos a despedirnos de Aguirre y charlamos un rato con él y, claro, sale el tema de la liberación de Ingrid Betancourt. Él opina, a mi juicio sin ninguna base, que todo ha sido una maniobra de las propias FARC, que se querían sacar de encima esa carga. Disparatado, pienso yo, ponerse en ridículo de esa manera, engañados por el ejército regular. Pero bueno, cada quien es muy dueño de tener su propia teoría, y si el guión manda no reconocerle ningún mérito a las Fuerzas Armadas, prescindiendo de si lo tienen o no, adelante con los faroles. (Me sonrío hacia dentro al sorprenderme argumentando, nada menos que yo, a favor de unas FF.AA. que se han cagado en la tapa del órgano dizque revolucionario).

Siesta. Una de las palabras realmente sagradas. Como amigo, coño y teta.

En Otraparte, en esa Fundación (ellos la llaman Corporación) que honra la memoria del escritor y filósofo paisa Fernando González, nada más llegar se me acerca una mujer muy guapa y cuyo rostro me recuerda algo, pero soy una catástrofe como fisonomista, y ella parece darse cuenta, al sonreír y decirme: “Soy Marta Sepúlveda”. La abrazo tiernamente, como si fuese de porcelana. Marta y yo sólo nos conocemos por email, pero nos queremos de modo entrañable, y hace poco, en la página web de la poeta colombiana Lauren Mendinueta, a propósito de un trabajo mío que apareció allá, esta cabrona dejó el siguiente comentario:

“Ricardo Bada, querida Lauren, es parte del patrimonio afectivo y literario de los que alguna vez nos cruzamos con sus viajeras palabras. Es un paisaje de esos que siempre recordamos con ganas de volver a ver, aunque nunca lo hayamos visitado”.

Y bueno, ahora nos estamos visitando mutuamente, en Otraparte, ¡qué alegría tan grande la de verla acá esta noche! Una noche que transcurre linda, mi conferencia sobre el arte de traducir poesía ya suma pedigrí & rodaje, y la cronometré en 25’, a fin de tener luego harto tiempo de  dialogar con el público; y eso porque mi experiencia me avisaba de que el público de Otraparte sí me iba a hacer preguntas (no como los universitarios o de otros lugares, que se limitan casi nada más que a oír, de modo que tienen que ser los profesores, sus auxiliares o quienes invitan, los que hagan las preguntas que el público no hace). Y no me equivoqué, las preguntas llueven.

Casi tanto como está lloviendo afuera, ¡cuánto llueve en Medellín! Yo diría, sin mucho temor a equivocarme, que la conferencia fue un éxito, y además me reportó la promesa de una persona asistente a la misma, la de enviarme como regalo su ejemplar de El viajante en Pekín, de Arthur Miller. Es un libro del que he citado en extenso en el diálogo con el público, mencionando los problemas que enfrentaron Miller y sus traductores al poner en escena esta obra en Pekín, pues los parámetros socio-vitales son bastante distintos. Por ejemplo, sin ir más lejos: el espectador chino no lograría jamás entender que Willy Loman se suicide simulando un accidente, para que su esposa, ya viuda, cobre un buen seguro de vida… ¡En China no hay seguros de vida, que es una institución típicamente capitalista! Y al mencionar de paso que alguna vez le presté a un amigo mi ejemplar de ese libro, y que nunca me lo devolvió, un espectador otrapartino me dijo que él me regalaba el suyo. Los dioses le sean propicios y benignos. Ah, y del público también le llegó una pregunta a Héctor: Alguien sabía que su novela Angosta se publicó en China, y quería saber si tuvo alguna dificultad con los traductores. “No”, le contestó Héctor, con una sonrisa como la del gato de Cheshire en Alicia en el país de las maravillas, “sólo me pidieron permiso para suprimir la palabra ‘Mao’ en una lista de autócratas que aparece en el texto”.

No he llegado a probar la famosa bandeja paisa, que es para la gastronomía de Medellín como la paella para los valencianos o el Sauerkraut para los de Westfalia. Pero sí que pruebo mucho de las ricas bandejas de fiambres con que nos obsequia la gastronomía de Otraparte, a mí y a Héctor y Natalia, y Marta, a quien invito que se quede con nosotros. Es una noche para hablar así, al aire libre, pero bajo techado (sigue lloviendo), y de lo que hablamos es de cine, menos mal, ahí sí me siento seguro. Recordamos a Luis Tovar, mi hermano mexicano, que pasó por acá hace unos meses y es a él a quien en realidad se debe la iniciativa de que en Otraparte me invitaran a dar esta conferencia. Pero a Héctor lo llaman de casa, Moncho parece no encontrar sus llaves, y él parte a la carrera hacia allá, y yo regreso una media hora más tarde en el carro de Natalia, que está fascinada con la historia de mi tumba en el cementerio de Montparnasse, tanto que al llegar a casa le regalo la foto. Y en la casa, al terminar el día con unos whiskies, una viva discusión nada fair play (Natalia, Daniela, Moncho y yo versus Héctor, cuatro contra uno, que venga el Comité Olímpico Internacional y dictamine), porque no quiere dar su brazo a torcer y viajar de una maldita vez a España, donde tanto lo quieren y lo esperan, pero no, no, él escribió y firmó aquella carta que también firmaron Gabo, Mutis, Botero y William Ospina, todos protestando porque España exigía visa a los colombianos si querían acceder a la fortaleza europea vía Madre Patria, y además de firmar afirmaron que nunca iban a ir a España hasta que esa disposición no se derogase. De aquellos firmantes, nada más Fernando Vallejo y Héctor han cumplido con su palabra. Y si me pongo a pensarlo, al final de cuentas, pese a que me encantaría ir de copas y tapas con Héctor por mi Madrid del alma, creo que yo, yo, procedería exactamente igual que él. Y que le den por culo a esa España que se cree Europa porque han prohibido los espejos deformantes de Valle-Inclán: pero sólo porque no están euromologados. 

4.7.

Me levanto temprano (estoy despierto y sin poder dormir desde las 3 a.m.) para hacer el equipaje. Ha llovido durante toda la noche, recién escampa hacia el desayuno. Con Héctor al aeropuerto, donde se plantea el problema de que como mi pasaje Medellín-Bogotá lo pagó la EAFIT, y el Bogotá-Madrid el Festival Malpensante, y a pesar de que ambos vuelos son de Avianca, no me quieren despachar la valija directamente hasta Madrid. “Es la norma”, arguye la empleada.

Y yo recontraarguyo que la única norma sin excepciones es que todos nos morimos, pero no hay manera de que dé su brazo a torcer. A joderse tocan, y a tener que buscar mi valija en Bogotá para volverla a facturar allá hasta Madrid. Ya habíamos renunciado a seguir discutiendo y estábamos buscando una tienda donde comprar pastillas contra la tos que me ha entrado de golpe (alergia, seguro, alergia contra la norma Avianca tan sin excepción como la muerte), cuando Héctor descubre en las oficinas de la compañía a una persona que, me dice, “Es lectora mía”. Se acerca a ella y le expone el caso, y ella le dice que cree que lo va a poder resolver, que nos demos una vuelta por el aeropuerto y nos avisará por los altoparlantes. Que nos hagamos invisibles, pues, para que no pierda la cara la persona que nos denegó la excepción. ¡Qué importante es esto de no perder la cara donde la gente anda perdiendo constantemente el culo!

Para matar el tiempo, a Héctor se le ocurre invitarme a que me lustren el calzado, y el limpiabotas es un viejo sabio y simpático con quien enseguida pegamos la hebra. Llaman luego a H por los altoparlantes, vamos allá y todo se arregló, mi valija va derechita a Madrid, y hasta tengo ya la tarjeta de embarque para el mismo Madrid en el aeropuerto de Bogotá. Ahora sólo me queda obtener el certificado de exención de impuestos. Ay carajo, en estos países la burrocracia es la mueca del Estado. En Europa también, pienso, pero creo que lo disimulamos mejor. Y me despido de Héctor con un abrazo agradecido. Pocos amigos he tenido en la vida con una generosidad y un desprendimiento tan grandes hacia mi persona. Uno siente a veces que el agradecimiento a ellos es puro narcisismo: si me quieren tanto es porque no seré tan malo como dicen.

Bogotá: Del Puente Aéreo al recinto internacional de El Dorado. La buseta transita por un asfalto que dejó de serlo hace mucho, con viruela granítica, parcheado, lleno de baches y sorpresas de lo más insólitas. Ya en El Dorado propiamente dicho, le compro un regalo a Diny en una joyería donde me parece reconocer algunas reproducciones de joyas precolombinas que Gloria Valencia le ha ido regalando también a Diny, al correr de los años, cada vez que los dos matrimonios nos encontrábamos en París. Le pregunto a la dueña de la joyería que si conoce a Gloria, y bingo, no me equivoqué.

Mientras aguardo la salida del vuelo a Madrid, repaso mi libreta de anotaciones y constato que no me encontré con varias personas a las que tenía muchas ganas de conocer personalmente, pero ni modo, como dicen los mexicanos: Jimena Rodríguez Barbetti y Daniel Samper Ospina, Luis H. Aristizábal y Jotamario Arbeláez son cuatro de esas personas. La cita queda en pie para la siguiente ocasión, ojalá. Como con Marianne Ponsford, con quien tanto quería conversar y a quien tan sólo vi fugazmente en la casa de Gloria y Álvaro, la noche de mi llegada; y hasta me retó, porque decía que yo no la había reconocido al saludarla, ¡como si existiese la más remota posibilidad de que alguien pudiera olvidar su cara después de haberla visto aunque sólo sea una vez en la vida! Pero ahora ya están llamando a mi vuelo, y me encuentro con una desagradable sorpresa: el vuelo es vía Cali. No tengo nada en contra de Cali, pero sí en contra de hacer escala allí, de la que nadie me avisó y no sé cuánto demorará, yo ya me había hecho a la idea de que en diez horas estaríamos en Madrid, y hasta podría escaparme en el Metro a la Puerta del Sol y tomarme un vermú de grifo, con tapa, en Monje o en La Taberna del Rey o en Casa Alberto… Pero ahora serán por lo menos doce horas, y no sólo eso, sino que no bajamos a tierra en Cali, nos mantienen dentro del avión, que anda cargando combustible. Algo criminal. Basta una sola chispa para que nos convirtamos todos en pavesas, le protesto a la azafata, pero ella me contesta que así se hace siempre… Claro, pienso yo, hasta que alguna desgraciada vez salte una chispa y todos se conviertan en pavesas.

Lo peor es que mi tos arrecia y se convierte en algo cavernoso y casi imposible de controlar.

Conservando las facultades mentales intactas, debe ser algo espantoso e insufrible perder el control de los esfínteres. Algo semejante, aunque menos repugnante, es cuando el cuerpo o una parte suya se autonomiza como lo están haciendo mis pulmones.

No duermo en toda la noche, pese al calorcito de la ruana roja en la que me he envuelto casi desde que llegué al avión, como en una especie de claustro materno. Toda la noche la paso con ataques de vértigo, con mareos, el estómago se me revuelve, el vientre me exige visitas al baño, a mí, que odio sentarme en un inodoro que no sea el de mi casa o el mío, sólo mío, por razón de alquiler o de visita.

 5.7.

Tengo suerte en Madrid con la recogida del equipaje y con su facturación a Ámsterdam. Dispongo de más de seis horas hasta que salga mi vuelo y bien me podría ir al centro, no necesariamente en el Metro, sino tomar un taxi (cargo conmigo dinero de sobra en efectivo), pero me siento tan remal, estoy tan débil, que la sola idea de imaginarme en la Puerta del Sol

y caminando por la calle Arenal hasta Monje para pedir unas ostras… no, eso no lo puedo hacer en estas condiciones, me acerco hasta el autoservicio más cercano y encargo un gintonic, pongo en la bandeja un bocata de jamón serrano y decido morir con las botas puestas. Si me hacen la autopsia, que me encuentren jamón serrano en el estómago, joder. Media hora más tarde debo acudir urgentemente al baño. Me tomo tiempo allá (está limpísimo, gracias sean dadas a Ayax, el semidiós detergente) y descanso, sí, descanso. Y vuelvo al autoservicio y me hago servir un segundo gintonic. Hay que morir en la batalla, pienso.

Cuatro horas más tarde me siento cerca de la puerta de embarque del vuelo a Ámsterdam, y a mi costado se ubica un matrimonio peruano (serranos, diría yo, no costeños, y desde luego que para nada capitalinos, limeños). Vienen a visitar a su hija, que vive en Holanda. Son circunspecto, él, y comunicativa, ella, no tan rara mezcla. De repente ella, no sé bien por qué, empieza a hablar de los cubanos y de los Estados Unidos, y me parece entender que otro de sus hijos vive allá, y también lo (o la) han visitado. Comenta ella que los cubanos creen estar en su casa cuando están en “el Norte”. Sin ánimo de polémica le digo que yo no. “¿Y por qué no?”. “Porque yo no piso los Estados Unidos”. Con gran asombro: “¿Y por qué no?”. “Bueno, mire usted la historia de los Estados Unidos”. Ella, con una mirada desconcertada pero sin querer dar a entender que lo está: “¡Ah, claro!”. Yo, desconcertándola aún más: “¡Ah, claro!”. Y cierro los ojos esperando la redención de mis pecados en forma de llamada para embarcar ya, ya, ya…

 

 

 

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