Laura Guarisco y Sahú Castrillón. Foto: Robinson Sáenz Vargas
No queda más que salir, dejar la patria, en una disputa contra todas las hostilidades. Cargar hasta con la incertidumbre y la zozobra y partir, fuera de casa, ha sido la decisión de miles de venezolanos, en una treta por sobreponerse a la crisis de un país convulsionado.
Al cierre del Registro Administrativo de Migrantes Venezolanos, 14 mil de ellos habían llegado a la ciudad. Pero, según la Personería de Medellín, es posible que este número se haya incrementado hasta tres veces más.
Sobreviven como pueden, aun con la dificultad para acceder a trabajos formales. Algunos de ellos son artistas y usan las canciones, las imágenes o las palabras para contar lo que han vivido, pero también como un medio de sustento en una ciudad que les resulta ajena.
Sahú Castrillón y Laura Guarisco migraron desde Venezuela y hacer arte es su relato. Para Sahú, músico, las canciones son una extensión de lo que nos une, un canal de integración entre Colombia y Venezuela, dos patrias hermanas. Dibujar, dice Laura, es un desahogo, pero también una forma de no olvidar a Venezuela y denunciar lo que está ocurriendo.
Y, entonces, dice Milán Kundera en su libro La Ignorancia, que la noción misma de patria, “en el sentido noble y sentimental de la palabra, va vinculada a la relativa brevedad de nuestra vida, que nos brinda demasiado poco tiempo para que sintamos apegos por otro país, por otros países, por otras lenguas”.
Quizás ser artista es una forma de resistencia, una condición de vida que te hace imposible olvidarte de tu patria en la distancia, en medio de los arraigos que luego nacen por la nueva tierra receptora.
Por eso el arte es, si se quiere, un instrumento para aprender a vivir con el corazón dividido.
Laura Guarisco, dibujar los fantasmas propios y narrar a Venezuela:
En Venezuela, el Ávila es la brújula, el punto de referencia. La montaña que custodia a Caracas “es nuestro Norte”, dice Laura, mientras sostiene una pintura suya de este cerro que también lleva tatuado en el brazo. Ese, el Ávila, es el mismo que aparece en una de sus caricaturas, en donde una mujer se asoma por la ventana. La chica no es otra que ella misma, de cara a la capital venezolana, una ciudad que ya no reconoce, que solo conserva intacta la montaña y sus guacamayas.
Al margen de la ilustración, Laura escribe: “Caracas, Caracas…Te observo con atención. Te sufro y te amo en simultáneo”. Esta artista, de 28 años, llegó a Medellín en febrero de este año y, aunque es arquitecta, vive de dibujar y contar historias, un gusto que tenía desde niña, pero que había relegado.
Bajo la firma de Guarisquín comparte su trabajo en redes sociales, se retrata a sí misma como personaje. “El dibujo es una herramienta poderosa”, comenta, “uno puede conectar a través de imágenes, sin necesidad de que existan palabras”. Sus primeras historietas fueron postales de su vida en Medellín, incluso de quienes hacían comentarios de su acento o hasta le daban el pésame al reconocer su procedencia. “Sos venezolana, lo siento mucho”, le decían algunos, y ella utilizó estos relatos como insumo para pintar.
“Todos los días aquí en Medellín me encuentro al menos un venezolano y eso es una situación cómica”, agrega, “pero me parece valioso dibujarlo: representar cómo es esta relación entre estas dos culturas, que al final son hermanitas”.
Deslizar el pincel sobre las acuarelas. Poner los fantasmas propios sobre el papel, a manera de catarsis, porque es cierto que el dibujo tiene mucho de paliativo. Laura pinta para recordar su origen, para dar esperanza. En uno de sus lienzos, sus manos sostienen dos pasaportes, el venezolano y el colombiano. Y entonces, se pregunta: “Tú no eres de aquí. ¿O sí?”.
Sahú y las canciones capaces de unir a dos patrias hermanas:
Cuando suena la gaita de tambora de Venezuela, también estalla la cumbia colombiana, dos ritmos que calzan como engranajes. Aquí y allá resuena el bambuco o el joropo y otros sonidos que nacen desde las entrañas de dos países que, otrora, fueron una nación.
Así lo siente Sahú Castrillón, quien llegó hace más de dos años a Medellín y toda la vida, recuerda, se la ha jugado por la música: primero con la clásica y el jazz, luego su interés estuvo centrado en comprender de dónde procedían estos ritmos.
Por lo general, comenta Sahú, la música colombo-venezolana viene de la tradición, a manera de herencias que llevamos y traemos en nuestro camino como migrantes. En Medellín, dice, no ha parado de aprender: acaba de obtener su grado como tecnólogo en construcción de violas y violines del Sena y cuenta con un espacio en la institución en el que elabora cuatros y bandolas llaneras.
“Debo decir que soy el peor músico del mundo, porque me he encontrado gente tan perfecta que prefiero ser el peor”, dice. Es una broma, por supuesto, porque Sahú toca la percusión y diferentes instrumentos de cuerdas: guitarra, cuatro y bandola llanera. De su trabajo de investigación también nació el libro “De Medellín a Caracas, recopilando cantos”, el cual describe como una visión sobre la música de estos dos países vecinos. Pero si algo nombra con añoranza es su agrupación musical, Palenque Son Karibe, con la que se ha presentado en diferentes escenarios de ciudades venezolanas y colombianas.
A veces, comenta, cuando suenan los tambores y las gaitas, el público dice: “Esa melodía es nuestra” o “ese ritmo es de acá”. Pero entonces, dice Sahú, se sorprenden todos al saber que no, que no es de aquí, o allá, sino una mezcla de ritmos. “Queda demostrado que, entre Colombia y Venezuela, es más lo que nos une que lo que nos separa”.