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Venezuela y la peste militar

Durante más de dos décadas nuestra oposición democrática no ha logrado dar forma a estrategia alguna que, en su esencia, no haya sido militarista

Durante más de 20 años, a lo largo del más largo y nefasto predominio de lo militar sobre el resto de la sociedad venezolana, nuestra oposición democrática no ha logrado dar forma a estrategia alguna que, en su esencia, no haya sido militarista.

Lo anterior puede parecer provocador despropósito porque durante 20 años los fastos de la oposición más celebrados han sido sus multitudinarias marchas pacíficas de rechazo a las prácticas tiránicas de Chávez y Maduro y en reclamo de elecciones o referendos. Elecciones, referendos: ¿cabe imaginar algo más civilista que aspirar al voto libremente emitido? ¿Qué puede haber de militarismo en ello?

Sin embargo, es singularmente notorio que en los mandos más elevados de la oposición venezolana –política y mediática, por igual− ha recurrido, desde comienzos de la década pasada, la idea de que la única función de la masa opositora es manifestar en la calle su valiente repulsa al régimen de un modo tan beligerante y persistente que haga ingobernable al país y forzosa la intervención de los “militares buenos”.

Es cierto que gracias a la “presión de la calle” se han registrado victoriosas jornadas electorales. Todas ellas, sin excepción, han sido brutalmente ignoradas, tanto por Hugo Chávez como, desde hace ya un lustro, por Nicolás Maduro.

Cada gobernador elegido con abrumadora cantidad de votos se ha visto, desde 2008, despojado de potestades y recursos económicos consagrados en la Constitución y, además, aplastado por un “protector”. Ni más ni menos que un gauleiter, según la usanza hitleriana y, también según hitleriana usanza, invariablemente un militar.

No son pocos los diputados elegidos a quienes se ha expulsado manu militari de su curul con especiosos e ilegales argumentos. Los alcaldes elegidos de populosas capitales del país han sido arrojados, sin más, a un calabozo durante años o empujados al exilio. La asamblea designada por mayoritario voto universal en 2015 se ha visto ya reducida en una tercera parte merced esos tiránicos expedientes. Un admirable concejal electo fue arrojado desde el décimo piso de la central de policía política dirigida por militares.

Desde que Hugo Chávez, el felón que en 1992 violó su juramento constitucional encabezando un artero y sangriento golpe contra la paz ciudadana, los venezolanos hemos sido testigos y víctimas, no solo de aparatosas batallas aéreas libradas irresponsablemente sobre las barriadas de Caracas por chapuceros pilotos de gatillo alegre, sino del sistemático saqueo de la riqueza petrolera y minera a manos de mafias indefectiblemente encabezadas por militares de alto rango.

La empresa petrolera estatal, ya disminuida por el saqueo de que es objeto desde hace 18 años, se precipitó al colapso funcional bajo una gerencia de ignaros generales de la Guardia Nacional, expertos solo en violar derechos humanos. Con ellos, Petróleos de Venezuela degeneró en una descomunal lavandería de capitales ilícitos.

En el llamado “arco minero del Orinoco”, son generales venezolanos, en colusión con irregulares del ELN y “disidencias” de las antiguas FARC, quienes explotan el oro sangriento de Guayana mientras degradan el ambiente en nuestra Orinoquía, asesinan a mineros informales y diezman la población indígena.

En el curso de dos décadas la violencia contra todo lo civil ha golpeado personas, leyes, habla, usos y costumbres. Comenzó en el mismo momento en que Chávez, todavía candidato presidencial, envenenó nuestra civilidad con sus cuartelarios chascarrillos de doble sentido sexual, el anecdotario de montoneras de su tatarabuelo, su versión exclusivamente militarista de la historia de nuestra independencia, su patriotera fraseología bolivariana, sus exhortaciones a terminar la obra inconclusa del padre de la Patria librando grandes batallas, o mejor aún para él, una gran batalla interminable.

Nicolás Maduro, antiguo sindicalista del metro de Caracas, usurpador de un cargo por definición civil, adhiere a esa tradición modificando imperceptiblemente su atuendo hasta vestir hoy día una indefinible cruza de liquilique maoísta con botonadura y presillas que imitan una guerrera de mariscal.

Pese a todo ello, la imaginación opositora, y no me refiero ahora solo a la de los dirigentes políticos, no ha dejado de acariciar el mito de un espadón que se decida por “el lado correcto de Historia”, según reza la fórmula, tan cursi como sectaria, que popularizó Henrique Capriles.

La retórica que acompañó la irrupción de Juan Guaídó en la escena política venezolana se funda en esa vieja idea fija: la de sensibilizar, a fuerza de actos de masas alevosamente reprimidos por militares y policías del régimen, a una mitológica oficialidad de alma democrática y republicana que, taimadamente, aguarda el momento de retirar su apoyo a Maduro y su generalato narcotraficante.

No otra idea animó las jornadas de abril de 2002, el paro petrolero del 2003 y las sangrientas intifadas de 2014 y 2017. Su más reciente fiasco ocurrió el 30 de abril de 2019. Aparte de lograr que Leopoldo López se asilase en la embajada de España, solo dos oficiales de alta graduación desertaron hacia “el lado correcto de la historia”, ambos gente de avería: uno de ellos es, probadamente, un desalmado torturador de presos políticos y el otro un rocambolesco jefe de inteligencia, oficial de enlace con las antiguas FARC y narcotraficante.

Escribo todo esto impresionado por los vídeos en que Cliver Alcalá Cordones, un general venezolano, antiguo cortagargantas chavista por quien la DEA estadounidense llegó a ofrecer 10 millones de dólares. Uno de sus cómplices acaba de ser sorprendido por la policía de tránsito colombiana mientras movilizaba un parque de fusiles de asalto.

En los vídeos, Alcalá Cordones, ahora desertor del Cartel de los Soles, farfulla profesión de fe democrática y libertaria y casi deja escapar el llanto de los traicionados cuando menciona a Juan Guaidó con ánimo incriminador. Alega −¿mendazmente?−, tener copia del contrato firmado entre Guaidó, una empresa contratista de tortuosos mercenarios gringos, un celebérrimo estratega electoral y él mismo para liberar Venezuela.

Mirando los videos recordé que hace más de un año su nombre era, en efecto, mentado con algo parecido al entusiasmo – como una adquisición decisiva, como si fuese el Generalísimo Miranda en 1810− por algunas personalidades del exilio venezolano, aquí en Bogotá.

¿Cuánto deberá padecer aún Venezuela para desembrujarse por completo, sin resabios, de la que el historiador Manuel Caballero llamó con sobrada razón “peste militar”?

 

 

 

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