Democracia y Política

Un vergel arrasado por la lava

Nuevas explosiones en el volcán de Guatemala añaden miedo y tensión en la búsqueda. Los grupos de rescate luchan contra el reloj y las altas temperaturas para encontrar más personas con vida

El Volcán de Fuego ha vuelto a entrar en actividad este martes por la tarde. Las zonas en las que se estaban realizando las tareas de rescate han sido evacuadas y poblaciones como Escuintla se han convertido en un caos donde todo el mundo huye. Hasta este domingo la zona cero del volcán era un vergel: verde, frondoso y fértil, donde se cultivaba la caña de azúcar y el café. Incluso el surrealismo florecía a las faldas del volcán donde convivían un campo de golf y una de las zonas más pobres de Guatemala.

Todo ese jardín natural: campo de golf, puentes, cultivos y cuatro aldeas desaparecieron a las tres de la tarde del domingo justo en el momento en que Juan Francisco cortaba leña, Olga conversaba con su padre tirada en la hamaca y Domingo salía de la iglesia. Junto a ellos miles de campesinos salieron corriendo con lo puesto mientras una lengua incandescente les perseguía en la huida. Hasta el momento se han encontrado 73 cuerpos, cientos de personas han sido atendidas y casi 2.000 duermen en albergues tras ser evacuados, algunos de ellos a la fuerza.

A la hora en que miles de campesinos solazaban a la sombra, el Volcán de Fuego, de 3.763 metros de altura, abandonó su letargo y entró en erupción con una brutal explosión que lanzó tres ríos de fuego por la ladera y convirtió de forma simultánea el suelo y el cielo en trampas mortales. Según los expertos, el Volcán de Fuego erupcionó con categoría 4, según el índice de explosividad de un volcán (VEI, en inglés). En 1974 ó 2012 había sido de categoría dos, pero esta última dobló su fuerza. Un aumento de una categoría equivale a 10 veces más energía liberada que el grado anterior. Nuevas fumarolas se produjeron este martes y añadieron más miedo al miedo. El humo que expulsa el volcán recuerda el riesgo de vivir en un vergel, donde el suelo y el cielo pueden cambiar en unos pocos minutos.

Sobre las cabezas de los campesinos todo se convirtió en una extraña nube gris de piedras y piedras. Simultáneamente el suelo incandescente les impedía andar mientras una lengua hirviendo de gas, barro, palos, rocas y animales muertos arrasaba con todo. Del suelo llegaba un calor superior a los 700 grados centígrados que dejó heridas y ampollas en todos los que huyeron.

Dos días después el vergel es una zona cero del desastre donde las máquinas trabajan contra el reloj para rescatar a posibles supervivientes de alguno de los pueblos en los que se centra la búsqueda. Toneladas de ceniza cubren las viviendas mientras los rescatistas deben moverse sobre piedras o troncos que forman un camino. Donde antes había viviendas de dos alturas ahora sólo se ven techos de lámina. Cualquier caída, una pisada fuera del lugar indicado o una torpeza inesperada podría carbonizar en pocos segundos los pies de los rescatistas.

Las máquinas que llegan al lugar van acompañadas de un tanque que echa agua a las llantas para impedir que se derritan y los bomberos han tenido que reemplazar decenas de zapatos al ver como se deshacían por el calor del suelo.

Los protocolos internacionales de Protección Civil de Guatemala (Conred) señalan que hasta 72 horas después de la tragedia hay posibilidad de encontrar gente con vida. En una pelea contra el reloj cientos de militares, policías y rescatistas luchan contra el tiempo, el calor y la malas condiciones para respirar para encontrar a los casi 200 desaparecidos. La búsqueda continúa centrada en cuatro aldeas: El Rodeo, La Reina, la Libertad y San Miguel Los Lotes donde ni siquiera se sabe cuánta gente habitaba pero que podría rondar las 40.000 personas.

En una de las casas sepultadas de San Miguel, un soldado encontró a una familia. Estaban abrazados unos a otros bajo una montaña de ceniza. Protocolos al margen, muchos campesinos vagan por la zona ardiente buscando a los suyos en medio de la desesperación.

A las cuatro de la mañana, tres vecinos; Rudy Ramírez, Oscar Díaz y Edgar Martínez lograron entrar a El Rodeo, para llevarse algunas de las propiedades que el día anterior dejaron a la carrera: una máquina de coser, un saco con café, una bicicleta, algunas gallinas y algo de grano que tenían almacenado. «Corrimos todos lo que pudimos, el calor era horrible y cuando miré atrás tenía la lava encima», recuerda Oscar, de 67 años, aún con el susto en el rostro al recordar el ruido que hacían los tanques de gas cuando iban explotando a sus espaldas. A esa hora, la silueta, amenazante y humeante del volcán, comienza a perfilarse con los primeros rayos del sol.

Los vulcanólogos señalan que la montaña liberó en menos de dos horas 30 millones de metros cúbicos de material volcánico. Estos mismos expertos explicaron que la principal causa de muerte no fueron los ríos de lava, sino los flujos piroclásticos, una mezcla de gas volcánico y material incandescente que pueden llegar a los 100 kilómetros por hora, arrasando todo lo que encuentran a su paso.

Tirada en el suelo del albergue de Escuintla, Olga González, de 46 años, recuerda la huida. «Allí quedó mi padre y mi sobrina. La pequeña entró a por su abuelo y ya no regresó. Si la esperábamos moriríamos todos así que empezamos a correr», dice señalando los pies heridos por las quemaduras. «No dio tiempo para nada, el río de lava se nos venía encima y había que correr. Solo podíamos correr y llorar sin mirar atrás», rememora. Junto a él, Domingo López, de 79 años, recuerda con los pies llenos de yagas y heridas del calor que se encerró en su casa y allí aguantó hasta que el vapor de agua se hizo insoportable y alguien lo rescató sacándolo por una ventana. «Dios tenga en su gloria a todos los que quedaron atrás», proclama. 

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