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Villasmil: Cambio y pérdida

 

 La culpa, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nosotros mismos, que consentimos ser inferiores”. 

Casio a Bruto, en “Julio César”, de William Shakespeare.

 

Para los seres humanos los cambios –y entre ellos, los que derivan de una pérdida- son catalizadores. Se pregunta la escritora canadiense Louise Penny ¿pero son todos acaso lo mismo? Para alguien no muy habilidoso en adaptarse, pueden serlo, pero lo cierto es que la mayoría abraza y le da la bienvenida a los cambios si estos surgen de nosotros mismos, si fuimos sus creadores y promotores. Pero cuando los cambios son dramáticos por negativos, y se nos imponen desde fuera de nuestra vida, de nuestras relaciones, expectativas y esperanzas, la angustia y la incertidumbre aparecen con toda su violencia y furia.

Eso es lo que hemos vivido los venezolanos luego de casi treinta años de la aparición del chavismo en nuestras vidas. Porque la cuenta no arranca después de las elecciones de 1998; esa desgracia la comenzamos a sentir, si bien de una forma que engañó a muchos, desde la traición a la patria, a la constitución y a los valores democráticos que significó el alzamiento militar del 4 de febrero de 1992, del cual se están cumpliendo 29 años.

Conviene no olvidarlo nunca.

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El cambio impuesto desde fuera –como los de Chávez, primero, y Maduro después- puede conducir al ser humano en una caída en barrena, tanto material como emocional.

Porque una de las palabras con las que se puede identificar a la irrupción del chavismo en nuestras vidas es sin duda “pérdida”. Todos hemos perdido, ninguno ha ganado.

Frecuentemente, cuando vamos por las calles de nuestras ciudades y vemos esas supercamionetas último modelo, y las identificamos con los únicos que tienen el músculo económico para poseerlas, los bolichicos, los enchufados, los alacranes, los burócratas del régimen, debemos ver la otra cara de la moneda: estos seres torvos, huérfanos de toda regla moral y ética, que se aprovechan de la tragedia de treinta millones de seres humanos para obtener bienes materiales, no pueden superar la inmensa soledad que significa saber –porque es seguro que lo saben- que son unos parias, unos leprosos inhumanos con solo algunos disfrutes materiales, unos náufragos de la espiritualidad.

Por otra parte, y en directo contraste, vemos el esfuerzo de millones de venezolanos que en su esfuerzo por sobrevivir, dentro o fuera de las fronteras geográficas, no pierden su voluntad de lucha, su amor por el terruño y quienes en su corazón lo representan, sus padres, hijos, hermanos, abuelos, amigos. Ellos valen más, mucho más, que todas las camionetas blindadas del planeta.

No hay seres más solos que quienes creen que por lucrarse con la desgracia ajena están triunfando. Es exactamente lo contrario. Porque todos ellos saben que su reino tiene una inevitable fecha de caducidad.

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Conviene entonces no olvidar nunca que la vida es cambio, un cambio que en positivo nos permite crecer, madurar, evolucionar. Lo contrario sería quedarse quietos, paralizados, mientras que el resto de la realidad, del mundo sensible avanza, a trancas y barrancas, pero avanza. No entenderlo es signo de inmadurez. Es convertir la vida en un cuadro que representa una “naturaleza muerta”, donde todo cambio es necesariamente una pérdida, porque no avanzamos.

Los venezolanos nos sentimos hoy así, paralizados en lo esencial de nuestras vidas, por –entre otras desdichas- no poder tener la compañía de todos nuestros seres queridos. ¿Hay acaso un venezolano que no tenga un ser querido fuera, un venezolano que no haya pasado la reciente Navidad añorando esas reuniones, tan criollas, donde padres, madres, hijos, nietos, tíos, primos, cuñados, sobrinos, abuelos y abuelas se reunían a comer hallacas, pan de jamón, ensalada de gallina, pernil, dulce de lechoza? Si algo define la venezolanidad es el gregarismo, la tendencia a agruparnos; el individualismo extremo, el “mantener distancias” no van con nuestro espíritu caribeño.

Somos un pueblo –lo seguimos demostrando, esta vez en todas las latitudes, gracias al esfuerzo de millones de emigrantes criollos- un pueblo creativo, generoso en el saludo y el apego, en la construcción de solidaridades, así como un pueblo –en nuestra peculiar manera- creyente. Afortunadamente, durante todos estos años la Conferencia Episcopal ha sido un faro de referencia y ejemplo en el análisis de lo sucedido y en cómo superar los actuales infortunios.

Los venezolanos comenzamos el 2021, una vez más, a la espera. Y necesitamos, más que nunca, recordar que las palabras de William Shakespeare que citamos al comienzo, con las que Casio le explica a Bruto que el próximo asesinato de Julio César es necesario para salvar la República, también deben entenderse, en la clásica sabiduría del escritor inglés, como que el destino no es el que guía a los hombres en sus decisiones y acciones, sino la propia condición humana, que somos seres responsables de nuestra vida, y no pacientes víctimas o beneficiarios de los que otros deciden. Esto último es signo inequívoco de inmadurez, esperar que alguien nos venga a salvar. Ese fue el error fundamental de quienes creyeron en el chavismo ¿recuerdan?, buscando un salvador, un mesías, sin importar lo esencial, las instituciones, la responsabilidad personal implícita en toda construcción de una sociedad libre y próspera, como la Venezuela pasada que vivimos y la nueva que todos soñamos, que no puede surgir de la voluntad de otro Chávez, o de un líder foráneo, esta vez sí con “buenas intenciones”. Eso no es esperanza, es otra manera de fracasar y de hundir la patria. Esos caminos los hemos recorrido antes en nuestra historia. Toda actitud de confianza ciega en un salvador, en poner nuestra esperanza en las decisiones de un líder único, no es salvación política, sino suicidio antipolítico.

Las faltas, los errores, no son un destino, no son culpa de la genética, de la geografía, de la historia, o de una ya bicentenaria mala suerte. Finalmente, están en nuestras decisiones, individuales y colectivas.

Debemos comprender el poder que significa que la solución descansa en nosotros, seres potencialmente activos, no observadores pasivos y resignados, lo cual se logra plenamente cuando se acepta la responsabilidad y cuando se la vive moralmente. Porque, al final, debemos hacer lo necesario para cambiar nuestras vidas para bien, tenemos que intentar sobreponernos a todas las desgracias, luchar contra ellas y vencerlas. En eso consiste, sin duda alguna, también, la libertad.

 

 

 

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