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Villasmil: Es la hipocresía, estúpido

 

¿Se acuerdan de aquellos tiempos de la caída del muro berlinés, del triunfo aparente de las ideas liberales, y una élite política centrada en lo señalado por una célebre frase de la campaña de Bill Clinton en 1992, “Es la economía, estúpido?”.

Pues como se está demostrando, país por país, con el asalto de las hordas populistas a las murallas democráticas, la política, para la mayoría ciudadana es sentimiento, no razón, es psicología, no economía. Y los últimos en enterarse son, al parecer, los líderes democráticos.

Su ceguera analítica, su falta de empatía, su elitismo, su creciente desdén hacia los problemas más acuciantes de las personas, se expresan asimismo en la creciente discrepancia entre lo que dicen y lo que hacen, entre las sonrisas de la campaña electoral  (llena de promesas, besos y ofrecimientos) y luego las sonrisas sardónicas y distantes durante el ejercicio crecientemente hipócrita del poder.

En el párrafo anterior la palabra clave es “hipócrita”.

Estoy seguro que cada uno de los lectores tiene en mente más de un gobernante -demócrata o no- a la que dicha palabra le calza perfectamente.

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Que la hipocresía – según la RAE “fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan”- sea un rasgo muy común en el hombre público nos lleva a una conclusión realista: aceptemos la inevitabilidad de una cierta cantidad de hipocresía en la vida política de una sociedad democrática; ya lo dijo James Madison, uno de los Padres Fundadores norteamericanos: “si los hombres fueran ángeles, no se necesitaría el gobierno”.

¿Debemos entonces resignarnos? No. Como con casi cualquier otro tema moral, lo importante es encontrar criterios que nos permitan distinguir formas peligrosas de hipocresía de formas más leves, más humanamente perdonables, menos dañinas.

Conviene para ello acudir a la tradición liberal y alejarnos del cinismo de los maquiávelicos antiliberales y populistas que hoy abundan tanto.

Pero como esta nota no pretende ser un escrito teórico, vamos ahora a un ejemplo calientico de líder demócrata (eso sí, con evidentes rasgos populistas) que con su conducta groseramente, escandalosamente hipócrita, nos ha dado suficientes señales de alerta que deberían servir a otros liderazgos democráticos para que pongan “sus barbas en remojo”.

Nos referimos a Boris Johnson.

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Un estudioso del tema, el profesor de política en la universidad de Cambridge, David Runciman, vio la bola clarita: políticos como Johnson, enfermos terminales de hipocresía, tratan a los ciudadanos «como si fueran lo suficientemente estúpidos para seguir las reglas”.

¿Por qué Johnson pudo promover e implementar el Brexit? Porque ese hecho era, en sí mismo, una enorme ruptura de normas, de costumbres, de reglas.

Johnson, en 2019, obtuvo una victoria histórica para el partido Conservador británico. Era tal la mayoría parlamentaria  que todos estaban seguros de que no tendría ningún problema en completar la legislatura.

Entonces llegó el COVID-19. Y Johnson creyó que él podía comportarse como lo había hecho toda la vida: las reglas son para los pendejos. Y mientras millones de conciudadanos tenían que sufrir graves restricciones en su vida -como bien sabe y ha vivido cada lector de esta nota- el señor Johnson y sus panas del gobierno se dedicaron a emitir reglamentos, normas y decretos sobre la necesidad de vivir en confinamiento y cuarentena…mientras ellos seguían haciendo fiestas (incluso una en el propio apartamento de don Boris) violando las políticas oficiales sobre la pandemia. Como dijo Theresa May, antecesora de Johnson en el cargo de primer ministro, “no se respetaron las regulaciones impuestas a los ciudadanos”.

Es obvio que Johnson no ha sido el único jefe de gobierno que las ha violado -allí está el caso del argentino Alberto Fernández, y la fiesta de cumpleaños de su esposa- pero el asunto es que Gran Bretaña se jacta de ser históricamente una democracia consolidada y respetuosa de las leyes, no una problemática cuasidemocracia sudamericana. 

Johnson, al emitir toda esa serie de normas y reglamentos, iba contra su naturaleza. Y la realidad es que en política  la hipocresía puede ser, a veces, incluso más peligrosa que la mentira.

Al momento de escribir estas líneas, Johnson está tratando de sobrevivir al escándalo creado,  centrado en que las reglas que se aplican a la ciudadanía no se aplican a él; los demás, entonces, quedan como tontos. Y eso es lo que está acabando con su carrera política.

En una de las recientes sesiones de la Cámara de los Comunes donde se debatió el “escándalo Johnson”,  un compañero de partido, un conservador, le dijo al primer ministro que al asistir al entierro de su abuela, por seguir las reglas, ni siquiera pudo abrazar a sus seres más queridos, a sus amigos que le daban el pésame; entonces le preguntó: “¿Usted acaso piensa que yo soy un tonto?, no le dijo “usted nos mintió” sino “¿usted cree que puede violar las reglas, y que yo soy un tonto por obedecerlas?”.

Para colmo, una de las fiestas johnsonianas se realizó el día antes del funeral por Felipe de Edimburgo, donde se pudo ver a la Reina Isabel, una anciana viuda compungida, cumpliendo con las normas de la cuarentena.

La realidad de la vida es que todos más o menos nos acostumbramos a que nos mientan, pero a nadie le gusta que lo traten como a un tonto.

Nunca luce más desnudo moralmente un líder hipócrita que cuando tiene que defenderse solo de la justa ira pública. Boris Johnson no entendió que la pandemia, y el inmenso sufrimiento que ella ha creado, afectaba las reglas de conducta “normales”. Que como sí hicieron otros colegas jefes de gobierno -el uruguayo Lacalle, Jacinda Ardern en Nueva Zelanda, Angela Merkel, o las jefas de gobierno escandinavas- los actores públicos tenían que mostrar una enorme cantidad de empatía, de compasión, de transparencia. Que no es suficiente decirle a la gente “les quiero”, sino demostrar con hechos que los ciudadanos les importan. Y, claro, liderar con el ejemplo.

No con hipocresía.

 

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