Voces de un tiempo de silencio
Camilo José Cela, Blas de Otero y Antonio Buero Vallejo revolucionaron la novela, la poesía y el teatro de la posguerra. Este año se celebran sus centenarios
La celebración de primeros centenarios tiene una indudable capacidad implicatoria, al menos entre quienes ya andamos por encima de la cincuentena. En los últimos y turbios años sesenta, la conmemoración de los grandes escritores de fines del siglo XIX suscitó discusiones, consagraciones y anatemas acerca del papel de los intelectuales en la política, cuando tal cosa era fruta prohibida por el franquismo. Los centenarios de la llamada generación del 14, que dominaron los años ochenta, alumbraron —ya con mayor optimismo ambiental— la feliz confluencia de vida, literatura y participación cívica. Y la celebración de las gentes de 1927 y de sus aledaños —justo en el quicio de la centuria pasada y la presente— registró un notable índice de autocomplacencia y euforia por cuenta de la creatividad ajena.
¿Qué hacer con los centenarios de ahora mismo, cuando la misma palabra “centenario”, asociada a la iniciativa pública, ya está bajo sospecha y es recuerdo de dineros malgastados? De añadidura, los centenarios recientes —desde 2010, más o menos— hablan de la Guerra Civil y de la posguerra, de fracasos, recelos y baldías esperanzas, precisamente en un tiempo que ya tiene su propia y abundante ración de desencanto e impotencia. Puede que, en fin, hablen demasiado de nosotros mismos…
Blas de Otero, en 1956
La raíz amarga.
El azar de sus nacimientos en 1916 ha juntado ahora a los tres nombres que quizá encarnaron mejor el mundo de aquella larga posguerra: Camilo José Cela o la pugna por hacerse con la notoriedad y la herencia de sus antecesores, a los que llamaba “los del 98”; Antonio Buero Vallejo o el empeño de desvelar la tragedia oculta y despertar así las conciencias dormidas; Blas de Otero o la fe en lo perdido y la decisión dolorosa, casi masoquista, de disentir. Se han sucedido ya algunos centenarios —el de Celaya en 2011, por ejemplo— y vendrán otros más —enseguida, el de Gloria Fuertes en 2017; luego, el de Miguel Delibes en 2020, el de Miguel Labordeta en 2021 y el de José Hierro en 2022— que albergarán ecos similares, pero después ya muy pocos portarán esa parte de las biografías respectivas que hunde sus raíces en los años incitantes de la República y su experiencia del horror en los días de la Guerra Civil.
Buero Vallejo, hijo de un militar (profesor de la Academia de Ingenieros de Guadalajara), quería ser pintor y estudió en la madrileña Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde era secretario de la FUE (Federación Universitaria Escolar, de signo republicano y avanzado). Rompió con sus creencias religiosas en 1931 y empezó a leer con voracidad filosofía y literatura. Cela, hijo de un funcionario de Aduanas que tenía una academia preparatoria en Madrid, fue un estudiante irregular; una temprana tuberculosis lo convirtió en un lector sistemático y, en aquellos años en los que tanto se celebraban los triunfos de la voluntad, fraguó la imagen de sí mismo que formuló en sus tempranas memorias de 1957: “Nuestro joven se siente poderoso y duro como el pedernal. El débil que se quede en el camino; no puede entorpecer la marcha de los demás hombres. La voluntad es la herramienta del éxito e ingrediente de mayor importancia que la inteligencia”.Blas de Otero nació en familia acomodada a la que arruinó la crisis de los años veinte; fiel a los suyos, estudió Derecho, aunque hubiera preferido el camino de las letras, y mantuvo sus creencias religiosas y su lealtad doméstica por mucho tiempo. Fue reclutado por los Batallones Vascos que defendieron la República pero, sin depuración alguna, se incorporó al Ejército sublevado cuando cayó el frente del Norte.
Antonio Buero Vallejo
A Buero Vallejo, en tanto, le fusilaron a su padre por el mero hecho de ser militar, pero al año siguiente fue movilizado por el Gobierno legítimo y participó en trabajos de propaganda gráfica. Al final de la contienda, fue capturado por los vencedores pero desoyó la orden de presentarse periódicamente a la autoridad, lo que le llevó ante un tribunal castrense. Fue condenado a muerte y le conmutaron la pena; hasta marzo de 1946 estuvo en varias cárceles y, una vez liberado, se le prohibió residir en Madrid. Cela logró salir de la capital sitiada e hizo la guerra con los sublevados: sus andanzas por frentes y hospitales se reflejaron con buen humor y alguna fantasía en la novela Mazurca para dos muertos y en sus jocosas Memorias, inteligencia y voluntades. En 1938 se ofreció a las autoridades franquistas como informante sobre la intelectualidad roja de Madrid; no parece que se tuviera en cuenta el escrito pero, 30 años más tarde, Cela añoró el ambiente republicano de la ciudad en las páginas de una novela deslumbrante y algo oportunista, San Camilo 1936, que encabeza una dedicatoria reveladora: “A los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia” (y una cerril negativa de amparar en la misma comprensión “a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas”).
Cela buscó la notoriedad pública y la consiguió, pero también se exigió a sí mismo una prosa que evocaba la sencillez de la de Pío Baroja y el fulgor de la de Valle-Inclán. En La familia de Pascual Duarte (1942), el artificio prepondera sobre la desarmante naturalidad; en Viaje a la Alcarria (1947), la nítida emoción gana la mano al artificio. Pero ambos son dos libros memorables y oportunos. En la última fecha, Blas de Otero trabajaba en los poemas de Ángel fieramente humano, que vieron la luz en 1949 y fundaron lo que Dámaso Alonso llamaba “poesía desarraigada”. No le dieron el Premio Adonáis, que ya tenía otorgado in pectore, y esa fue la mejor carta de presentación de Redoble de conciencia, en 1951. Por razones obvias, Buero empieza más tarde, pero en su domicilio de Algete escribe deprisa: casi a la vez, acaba En la ardiente oscuridad e Historia de una escalera, que en 1948 obtienen el accésit y el Premio Lope de Vega que el Ayuntamiento de Madrid ha vuelto a convocar. La primera en estrenarse fue la segunda, en 1949; En la ardiente oscuridad lo hizo en 1950 y, desde entonces, Buero fue la revelación de un teatro que abundaba en comedias humorísticas pero carecía de dramas.
Camilo José Cela baila con su esposa Marina Castaño tras recibir el Nobel
En 1952 Cela tuvo su primer conflicto con la censura —la prohibición de La colmena, que se publicó en Buenos Aires y goza del prestigio que merece— y en 1953 el primer desaire de su público, con Mrs. Caldwell habla con su hijo, un relato singular y desbocado pero muy suyo. Se fue a Venezuela, volvió con los dineros que le dieron por La catira y decidió modificar su imagen pública, buscando la respetabilidad y ofreciendo generosamente a sus amigos las posibilidades que le proporcionaba su estatus de escritor conocido: en 1956 ingresó en la Real Academia y en 1957 fundó una revista importante y bien hecha, Papeles de Son Armadans. Su literatura se acartonó, pero nadie le pudo disputar aquel bastión que defendía con fiereza: ser el primer prosista español. Buero había establecido en tanto un pacto leal y duradero con las plateas españolas, lo que le valió en 1960 una notable polémica con Alfonso Sastre: posibilismo contra rebeldía. Sastre buscaba algo diferente y nunca supo del todo qué, mientras Buero revelaba persuasivamente las frustraciones y las ocultaciones de cada día —Hoy es fiesta, Las cartas boca abajo— o planteaba sus dramas históricos que siempre hablaban de oportunidades colectivas perdidas: el primero fue Un soñador para un pueblo (1958); el mejor, El concierto de San Ovidio.
El año de La colmena Blas de Otero vivió en París, que le pareció “maravilloso e insoportable”; luego viajó por la España profunda, como hacía Cela, pero no para construir una suerte de folclore sentimental y caprichoso. Su libro de 1955, Pido la paz y la palabra, reveló su agudo oído para mezclar la poesía tradicional y la consigna política, y para transformar el masoquismo en piedad por los demás. El desarraigado de 1947 se había convertido en poeta revolucionario y sus libros —no siempre fáciles de conseguir— circularon con amplitud en medios universitarios o en grupos militantes, ciclostilados a menudo. Aquel año, Emilio Alarcos Llorach tuvo el atrevimiento de dedicar su memorable lección inaugural del curso universitario de Oviedo a la poesía de Blas de Otero.
Una literatura de posguerra. Entre todos (y algunos más, por supuesto…) habían construido una literatura de posguerra que cercó y derrotó a la pretendida literatura de la victoria. Sus convicciones —el realismo, la compunción sofrenada, el afecto por un país desolado— fueron muy parecidas a las que reanudaron la historia de las letras en Italia, Alemania o incluso Francia. A los nuestros les favorecieron los inicios todavía toscos de un mercado cultural —editoriales incipientes pero significativas, primeras galerías de arte, grupos de artistas con programas más maduros— y también el lento despliegue de una clase media lectora que asociaba las revelaciones literarias a los premios y la lectura de novelas a la pretenciosa encuadernación en tela con sobrecubierta. Y a la vez, presenciaron el vertiginoso desarrollo de una cultura popular y consolatoria, que ofrecía coplas y seriales radiofónicos, tebeos y novelas del Oeste, relatos rosas y melodramas cinematográficos.
Los años del franquismo comatoso y de la primera Transición presenciaron su último y merecido reconocimiento. Sin embargo, después del éxito de El tragaluz, el crédito de Buero menguó bastante. Cela, el empecinado, empezó a ser con frecuencia el peor enemigo de su imagen pública. Después del anticipo de Mientras (1970), Blas de Otero dedicó su quebrantada salud al libro póstumo Hojas de Madrid con La galerna, al que todavía no hemos hecho plena justicia. Puede que los tres escritores supieran entonces que cargar con el peso de una época es un duro trabajo que se paga caro y hace envejecer pronto. En el poema ‘Hotel Colón’ de su último libro, Amar es dónde (Estimar és un lloc), Joan Margarit ha rememorado su encuentro con Cela, desnudo y locuaz en la bañera de su habitación, dejando oír aquella voz “retumbante e inútil”. Y tuvo la sensación de que, pese a todo, Cela cumplió la “inhóspita ley que siempre hace justicia”: “Ama a tu tiempo, este lugar dudoso / —pero el único tuyo—”, sentenció el poeta. Creo que nuestros tres escritores —Buero, Cela y Otero— cumplieron los preceptos de aquella ley exigente. A ninguno le fue dado elegir su época, pero —cada cual a su manera— la amaron y la hicieron algo más llevadera.