Yoani Sánchez: Día 4 de la emergencia por el Covid-19
Muchas de las medidas oficiales que se anunciaron este lunes fueron fruto de las presiones ciudadanas en las redes sociales
Anoche soñé con maletas. Perdía mis pertenencias que caían por un agujero oscuro y profundo. Mi pesadilla parece haber sido motivada por la conversación telefónica que tuve con una amiga poco antes de acostarme y un par de horas después de que anunciaron oficialmente las nuevas medidas para enfrentar el Covid-19 en Cuba.
«Esto sí es una tragedia», me dijo mi atribulada amiga que está a punto de regresar de Panamá. En la abastecida Zona Libre de Colón del país istmeño, la viajera compró todo tipo de productos: ropa, jabones, gel desinfectante, vitaminas, suplementos nutricionales y alimentos deshidratados de cara a la crisis de suministro que enfrenta la Isla.
Pero ayer, junto a la suspensión de las clases, el cierre de algunos espacios de ocio y la cancelación de los viajes interprovinciales, el primer ministro, Manuel Marrero, anunció que solo se permitirá viajar a Cuba con un equipaje de mano y otro en la bodega del avión, una de esas maletas que en la mayoría de las aerolíneas solo puede contener 23 kilogramos.
Miles de pasajeros cubanos que están fuera del país se enfrentan a la dura realidad de que buena parte de lo que iban a traer ya no puede ingresar a la Isla
Ahora, mi amiga y miles de pasajeros cubanos que están fuera del país y esperan regresar en las próximas semanas se enfrentan a la dura realidad de que buena parte de lo que iban a traer ya no puede ingresar a la Isla. No es poca cosa, porque en un país desabastecido, los viajeros se han convertido en soporte imprescindible para muchas familias.
Así que pasé parte de la madrugada con el desasosiego de que un hueco insondable se había llevado mis pertenencias. Una ducha fría al levantarme, un sorbo de café amargo y la vista de la ciudad que apenas se movía antes de las siete de la mañana me ayudaron a alejar esos fantasmas nocturnos pero me trajeron de vuelta a la realidad de un país en cuarentena.
Desde hoy en las escuelas ya no hay clases, un cierre que las familias llevaban días reclamando. El transporte entre una provincia y otra ha sido cancelado, los restaurantes y bares solo permanecerán abiertos si respetan la distancia de un metro, entre los clientes, las intervenciones quirúrgicas no urgentes han sido aplazadas y los turistas están en cuarentena y no pueden salir de sus hoteles, entre otras medidas.
Ahora, las colas para comprar alimentos también deben respetar ciertas normas o, al menos, eso dicen los medios oficiales al mismo tiempo que actualizan el balance a 48 positivos por coronavirus y 1.229 personas aisladas. Nada más llegar esta mañana al mercado del Ejército Juvenil del Trabajo (EJT), cercano a mi casa, me di cuenta de que esto de reestructurar las filas va a ser una tarea bien compleja, quizás una de las más difíciles que debamos llevar a cabo porque incluye ir en contra del instinto que desata la escasez.
La cola, una de las «células básicas» de organización social en esta Isla, es también una molesta y necesaria compañera del cada día. Todos hemos hecho cola, alguna vez nos hemos colado por delante de los que disciplinadamente esperaban o hemos rotado para no perder el turno. En otras ocasiones le hemos pagado a un colero y en no pocas hemos terminado con las manos vacías después de largas horas en una de estas agobiantes filas.
Recuerdo cuando niña haber dormido una madrugada en una cola para comprar juguetes y aburrirme de adolescente mientras aguardaba para adquirir unos pollitos recién nacidos que vendieron para el autoconsumo en el Período Especial. Cuando parí, tuve que hacer cola para obtener una cama en una sala hospitalaria porque todo estaba lleno y, el día que murió un familiar, la cola para encargar las flores «doblaba la esquina». En fin, que mi vida ha sido una larga y constante cola.
Pero en las actuales circunstancias, la cola nuestra de cada día necesita ser replanteada y debemos estar a la distancia de un metro uno de otro, y no porque esa actitud vaya a garantizar que podamos comprar un producto, sino porque nos va la vida en ello si no lo hacemos. Así de duro.
Cuando regresé del mercado -apenas había plátano burro, tomate, zanahoria y berenjena- del bloque de concreto de 14 pisos donde vivo salía una algarabía inusual a esta hora del día. Nuestra cuartería vertical tiene sus horas de cierta calma cuando los niños y jóvenes están en la escuela, pero desde este martes los centros docentes han cerrado.
«Tuve que salir a comprar comida porque mi hijo ya se comió todo el pan», me cuenta una vecina del piso nueve. Aunque en las escuelas no ofrecen meriendas a los estudiantes y en la mayoría tampoco hay almuerzo para los que no sean internos, mientras están en el aula se reduce la cantidad de alimentos que la familia gasta en saciar el enorme apetito que se tiene a esas edades.
Ahora, además del reto de tratar de que sus hijos se queden en casa, los padres tendrán que lidiar con una sobrecarga en el consumo de galletas, panes, salchichas, arroz, frijoles y otros productos frecuentes en las mesas cubanas. «Si no me mata el coronavirus me matan mis hijos que son como unas clarias, se lo comen todo», exagera un vecino, padre de jimaguas.
Subí por las escaleras. Uno de los dos ascensores estaba trabado en algún piso y no quise llamar a Reinaldo. Después de que lo expulsaron de su empleo como periodista oficial, por creerse que podía hacer prensa sin mordaza, trabajó varios años como técnico de elevadores y desde entonces es el mecánico de emergencia de nuestro edificio. Pero en estos tiempos de coronavirus prefiero la soledad de las escaleras a estar encerrada con varias personas en una caja metálica.
Antes de llegar a mi piso me tropecé con un adolescente que me comentó que esta tarde va a participar en un reclamo con la etiqueta de #BajenLosPreciosDeInternet
Antes de llegar a mi piso me tropecé con un adolescente que me comentó que esta tarde va a participar en un reclamo con la etiqueta de #BajenLosPreciosDeInternet para exigir al monopolio estatal de telecomunicaciones, Etecsa, planes más baratos de navegación web. Ojalá lo logremos, pero si crecen las denuncias en las redes sociales el oficialismo puede decidir todo lo contrario: un cierre del acceso, enarbolando para eso el «estado de emergencia» y la necesidad de «frenar las mentiras contra la Revolución». Nada me sorprendería en esa dirección.
Muchas de las decisiones que se anunciaron este lunes fueron fruto de esas presiones ciudadanas en las redes sociales. En caso de que el Covid-19 avance en el país, que el número de contagios se dispare y las capacidades del sistema sanitario colapsen como ha ocurrido en parte de Italia y en Madrid, la censura gubernamental podría cebarse en la prensa independiente y en los ciudadanos más activos en Twitter y Facebook.
Llegué al piso 14. Poco después de traspasar el umbral de mi apartamento, alguien tocó la puerta. Un joven estudiante de medicina con una mascarilla me preguntó cómo me sentía. «No me puedo quejar», le dije, «la verdad es que no me puedo ni quejar», rectifiqué.