Yoani Sánchez: El culto a Fidel Castro crece para ahogar los ecos de las protestas en Cuba
Una escultura en forma de mano que sale de la tierra, un relieve de cuerpo completo, una peregrinación con su foto y la reedición de un libro con entrevistas forman parte de la nueva ola de culto a la personalidad que tiene por centro a Fidel Castro. A medida que el régimen se siente más contra las cuerdas, enarbola el fantasma de un hombre al que los cubanos han ido cuestionando y olvidando a pasos veloces en los últimos cinco años.
«¿Quién es ese, mamá?», le preguntó la hija de cinco años a una amiga que apenas enciende la televisión oficial pero que, en un desliz, sintonizó el noticiero cuando aparecía el rostro barbudo y avejentado de Castro durante un discurso de inicios de este siglo. El rechazo, la indiferencia y la desmemoria se extienden entre las generaciones más jóvenes en relación a quien aspiró a fundir su figura con el concepto de nación.
Ese distanciamiento ha sido visto con preocupación por los dirigentes actuales, a quienes en ausencia de resultados que mostrar, solo les ha quedado elevar a una dimensión mística a Castro. El hombre que promovió la destrucción de los altares religiosos, azuzó el estigma contra los escapularios y alimentó el rechazo al bautismo ahora es tratado por sus aduladores como un santo de utilería al que se saca a pasear en las procesiones políticas.
Al sistema cubano no le queda ya ni ideología, y cualquier vestigio de justicia social se evaporó hace mucho tiempo. Los actuales rostros del poder carecen de carisma y algunos son verdaderos ejemplos de lo contrario, como el mediocre Miguel Díaz-Canel, el silencioso Luis Alberto Rodríguez López-Calleja o el tedioso Bruno Rodríguez. Con ese pelotón de gente gris no hay manera de encender chispa alguna en el corazón de la gente.
Sus herederos políticos están creando una red de monumentos, que no solo contradice la última voluntad de su fenecido líder, sino que está ya en la mira de la ira social
Así que los propagandistas oficiales se han lanzado a una cruzada: revertir el descontento popular y ahogar los ecos de las protestas del 11 de julio a golpe de inaugurar monumentos en recuerdo de Fidel Castro o centros donde se exponen sus zapatos y repetir su nombre en cuanto discurso público se hace. Hasta le han adjudicado el impulso inicial para la creación de vacunas contra el covid-19.
Vuelven a repetir el guion que una vez les funcionó.
Sin embargo, los tiempos difieren. Ya Castro no puede infundir terror, punto en el que se basaba lo que muchos consideraban el «don» principal de su liderazgo. No eran sus largas horas frente al micrófono –en las que terminaba diciendo y desdiciéndose–, tampoco era su figura corporal –más alta que la media de los cubanos–, ni mucho menos su supuesta sabiduría –un mito creado a partir de que hablaba atrevidamente de todo y contaba con grupos de asesores que le preparaban amplios resúmenes–. No, la influencia de Castro sobre millones de personas en esta Isla descansaba en el miedo.
La gente temía que una mañana se despertara y dictara una medida para erradicar un tipo de mercado, confiscar grandes extensiones de tierra o impulsar un ofensiva que acabara con los últimos vestigios de emprendimiento privado. En el interior de las casas se temblaba porque una frase dicha en un mal lugar pudiera llevar al hijo o a la madre hasta una cárcel, donde la «justicia revolucionaria» que Castro impartía sin clemencia terminaría destrozándoles la vida. El pavor era tan grande, que se inventaron infinidad de apodos para no nombrarlo y hasta se le reservó el pronombre «Él» en las conversaciones, de manera que se aliviaba el pánico de pronunciar sus once letras.
No, ese miedo no vuelve a golpe de pancartas y esculturas que lo recuerden. Ese miedo quedó en el pasado y el actual paroxismo que ha alcanzado el culto a la personalidad alrededor de Fidel Castro lo que provoca es burla y hastío. Sus herederos políticos están creando una red de monumentos, que no solo contradice la última voluntad de su fenecido líder, sino que está ya en la mira de la ira social.
A los pueblos les encanta bajar de los altares a los que se creyeron dignos de estar en ellos.