Cultura y Artes

New York Times – Editorial: La prohibición musulmana de Donald Trump es cobarde y peligrosa

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En primer lugar, hay que meditar sobre la crueldad de la decisión del presidente Trump el pasado viernes de suspender indefinidamente el reasentamiento de refugiados sirios y prohibir temporalmente la entrada a Estados Unidos a ciudadanos de siete países predominantemente musulmanes. Tomó sólo unas horas comenzar a presenciar los daños y el sufrimiento que esta prohibición inflige a familias que tenían todas las razones para creer que ya habían superado la carnicería y el despotismo en sus tierras de origen para llegar a una nación singularmente esperanzadora.

Las primeras bajas de esta política intolerante, cobarde y autodestructiva fueron detenidas el sábado temprano en los aeropuertos estadounidenses apenas horas después de que la orden ejecutiva, ridículamente titulada «Protegiendo a la nación contra la entrada de terroristas extranjeros a los Estados Unidos», entrara en vigor. Una juez federal en Brooklyn, el sábado por la noche emitió una suspensión de emergencia, ordenando que los retenidos en los aeropuertos no fueran regresados a sus países de origen. Pero el futuro de todas las demás personas sujetas a la orden ejecutiva está lejos de ser resuelto.

Estos refugiados deben haber considerado como el peor truco del destino el ser golpeados por el muro de la pose política de Donald Trump cuando se encontraban en el último paso de un proceso riguroso de escrutinio por varios años. Esta prohibición también interrumpirá las vidas y carreras de potencialmente cientos de miles de inmigrantes con visas que han sido autorizados a vivir en los Estados Unidos. El sábado, mientras las protestas masivas contra esa prohibición se llevaban a cabo en varias ciudades, la Casa Blanca redujo el alcance de la política, aunque no por mucho, eximiendo a los residentes legales permanentes.

Que la orden, de un alcance impresionante y con un tono inflamatorio, fuese emitida en el Día del Recuerdo del Holocausto, es prueba de la insensibilidad del presidente, de su indiferencia hacia la historia y a las lecciones más profundas de nuestro país sobre sus propios valores.

La orden carece de lógica. Invoca los ataques del 11 de septiembre como una razón de ser, mientras que exime a los países de origen de todos los secuestradores que llevaron a cabo esa conspiración y también, quizás no coincidentemente, a varios países donde la familia Trump hace negocios. El documento no menciona explícitamente ninguna religión, pero establece un estándar descaradamente anticonstitucional al excluir a los musulmanes mientras que los funcionarios del gobierno pueden admitir a su discreción  personas de otras religiones.

El lenguaje de la orden deja claro que la xenofobia y la islamofobia que impregnaron la campaña del Sr. Trump también mancharán su presidencia. Siendo anti-estadounidenses, ahora son una política del país. «Los Estados Unidos deben asegurarse de que los admitidos en este país no tengan actitudes hostiles hacia él y hacia sus principios fundacionales», dice la orden, transmitiendo la falsa noción de que todos los musulmanes deben considerarse una amenaza (afirma además que se quiere evitar que ingresen a Estados Unidos personas que cometen actos de violencia contra las mujeres o que persiguen a las personas por motivos de raza, género u orientación sexual. Un presidente que se jacta de agredir sexualmente a las mujeres y un vicepresidente que ha apoyado políticas que discriminan a los gays bien podrían temer que el mismo estándar se les aplique a ellos.)

La injusticia de esta nueva política debería ser suficiente para hacer que los tribunales, el Congreso y los miembros responsables del gabinete del Sr. Trump la reviertan inmediatamente. Pero hay una razón todavía más convincente: Es extremadamente peligrosa. Los grupos extremistas la van difundir con el fin de propagar la noción, hoy más creíble que nunca, de que Estados Unidos está en guerra con el Islam, en lugar de atacar sólo a los terroristas. Quieren una América temerosa, temerariamente beligerante; así que, en todo caso, esta prohibición aumentará sus agresiones a los estadounidenses, para provocar  reacciones incluso más excesivas por parte de un presidente volátil e inexperto.

Los aliados de nuestro país en el Medio Oriente se preguntarán con razón por qué deben cooperar con los Estados Unidos, y ceder a sus deseos, mientras los altos funcionarios norteamericanos vilipendian su fe. Los afganos e iraquíes que apoyan las operaciones militares estadounidenses estarían justificados a la hora de revaluar los méritos de asumir riesgos enormes por un gobierno que es lo suficientemente audaz como para lanzar bombas en sus tierras, pero que está demasiado asustado como para proporcionar un refugio a sus compatriotas más vulnerables y tal vez a ellos también. Los republicanos en el Congreso que permanezcan callados o tácitamente apoyando la prohibición deben entender que la historia los recordará como cobardes.

No puede haber nadie mejor posicionado para forzar una suspensión de esta política que el secretario de Defensa del Sr. Trump, Jim Mattis. El Sr. Mattis, durante las elecciones, estaba claro acerca de los peligros de una propuesta de prohibición hacia los musulmanes, al afirmar que los aliados estadounidenses se preguntaban razonablemente si «hemos perdido la fe en la razón». Así mismo agregó: «Este tipo de cosas nos está causando un gran daño ahora mismo, y está enviando ondas de choque a través del sistema internacional «.

Su silencio ahora es alarmante para todos los que admiran su compromiso con la seguridad estadounidense. El Sr. Mattis y otros altos funcionarios del gobierno que saben lo que sucede no pueden prestar su nombre a esta farsa. Hacerlo haría mucho más que sólo empañar su reputación profesional. Les haría cómplices de abdicar de los valores americanos y poner en peligro a sus conciudadanos.

Traducción: Marcos Villasmil

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NOTA ORIGINAL:

The New York Times

Donald Trump’s Muslim Ban Is Cowardly and Dangerous

By The EDITORIAL BOARD

First, reflect on the cruelty of President Trump’s decision on Friday to indefinitely suspend the resettlement of Syrian refugees and temporarily ban people from seven predominantly Muslim nations from entering the United States. It took just hours to begin witnessing the injury and suffering this ban inflicts on families that had every reason to believe they had outrun carnage and despotism in their homelands to arrive in a singularly hopeful nation.

The first casualties of this bigoted, cowardly, self-defeating policy were detained early Saturday at American airports just hours after the executive order, ludicrously titled “Protecting the Nation From Foreign Terrorist Entry Into the United States,” went into effect. A federal judge in Brooklyn on Saturday evening issued an emergency stay, ordering that those stuck at the airports not be returned to their home countries. But the future of all the others subject to the executive order is far from settled.

It must have felt like the worst trick of fate for these refugees to hit the wall of Donald Trump’s political posturing at the very last step of a yearslong, rigorous vetting process. This ban will also disrupt the lives and careers of potentially hundreds of thousands of immigrants who have been cleared to live in America under visas. On Saturday, as mass protests against that ban were held in various cities, the White House scaled back the reach of the policy, though not by much, exempting legal permanent residents.

That the order, breathtaking in scope and inflammatory in tone, was issued on Holocaust Remembrance Day spoke of the president’s callousness and indifference to history, to America’s deepest lessons about its own values.

The order lacks any logic. It invokes the attacks of Sept. 11 as a rationale, while exempting the countries of origin of all the hijackers who carried out that plot and also, perhaps not coincidentally, several countries where the Trump family does business. The document does not explicitly mention any religion, yet it sets a blatantly unconstitutional standard by excluding Muslims while giving government officials the discretion to admit people of other faiths.

The order’s language makes clear that the xenophobia and Islamophobia that permeated Mr. Trump’s campaign are to stain his presidency as well. Un-American as they are, they are now American policy. “The United States must ensure that those admitted to this country do not bear hostile attitudes toward it and its founding principles,” the order says, conveying the spurious notion that all Muslims should be considered a threat. (It further claims to spare America from people who would commit acts of violence against women and those who persecute people on the basis of race, gender or sexual orientation. A president who bragged about sexually assaulting women and a vice president who has supported policies that discriminate against gay people might well fear that standard themselves.)

The unrighteousness of this new policy should be enough to prompt the courts, Congress and responsible members of Mr. Trump’s cabinet to reverse it immediately. But there is an even more compelling reason: It is extremely dangerous. Extremist groups will trumpet this order to spread the notion, today more credible than ever, that the United States is at war with Islam rather than targeting terrorists. They want nothing more than a fearful, recklessly belligerent America; so, if anything, this ban will heighten their efforts to strike at Americans, to provoke yet further overreaction from a volatile and inexperienced president.

American allies in the Middle East will reasonably question why they should cooperate with, and defer to, the United States while its top officials vilify their faith. Afghans and Iraqis supporting American military operations would be justified in reassessing the merits of taking enormous risks for a government that is bold enough to drop bombs on their homelands but too frightened to provide a haven to their most vulnerable compatriots, and perhaps to them as well. Republicans in Congress who remain quiet or tacitly supportive of the ban should recognize that history will remember them as cowards.

There may be no one better positioned to force a suspension of this policy than Mr. Trump’s secretary of defense, Jim Mattis. Mr. Mattis was clear-eyed about the dangers of a proposed Muslim ban during the election, saying that American allies were reasonably wondering if “we have lost faith in reason.” He added: “This kind of thing is causing us great damage right now, and it’s sending shock waves through this international system.”

His silence now is alarming to all who admire his commitment to American security. Mr. Mattis and other senior government officials who know better cannot lend their names to this travesty. Doing so would do more than tarnish their professional reputations. It would make them complicit in abdicating American values and endangering their fellow citizens.

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