George F. Will: Donald Trump es la quimioterapia del GOP
«Libertad es sólo otra palabra para cuando no queda nada que perder.»
– «Yo y Bobby McGee»
¿Qué tenía que perder Donald Trump el domingo por la noche ? ¿Su dignidad? Por favor. ¿El tema de su campaña? Su convención de Cleveland fue un mini-Nuremberg para los republicanos cuya receta de una sola palabra para hacer grande de nuevo a los Estados Unidos fue el agudo chillido ¡»enciérrala»! Esto presagiaba su promesa de república bananera de encarcelar a su oponente.
El festival de gruñidos en San Luis fue precedido por la publicación de una cinta que simplemente proporcionó evidencia redundante de lo que Trump es cuando él es su yo bullicioso. Sin embargo, la cinta puso a varios republicanos, que hasta entonces nada habían descubierto que descalificara a Trump para la presidencia, en paroxismos de consternación teatral, táctica y sintética.
Una vez más, la cinta nada revela acerca de este adolescente con desarrollo atrofiado, que hoy algunos republicanos que justamente lo rechazan, o bien hasta ahora no sabían o no tenían excusa para no saberlo. Antes de que la cinta recordara los patológicamente olvidadizos apetitos salvajes de Trump y su desquiciado sentido de lo que le pertenece, la muy seria revista The Economist, manteniendo el asunto Trump a prudente distancia, como un calcetín sucio, recordaba a sus lectores lo siguiente : «Cuando el señor Trump se divorció de la primera de su tres esposas, Ivana, permitió que los tabloides de Nueva York publicaran que una de las razones para la separación fue que sus implantes mamarios no se sentían bien al tacto».
Su gamberrismo sexual es una razón suficiente para derrotarlo, pero no ocupa uno de los primeros lugares en una larga lista de razones suficientes. Pero si ello – en lugar de, digamos, su entusiasmo por la tortura incluso «si no funciona», o de su desconocimiento de la tríada nuclear – es necesario para impulsar a algunos republicanos a tener dudas acerca de él, que así sea.
Por ejemplo, el senador de Carolina del Norte Richard Burr, que busca ser reelecto para un tercer mandato, representa una especie de sensatez a la republicana con respecto a Trump. Después de haber escuchado la cinta y visto la «disculpa» de Trump (quien dijo, esencialmente: Mi traviesa broma de vestuario es mejor que el comportamiento de Bill Clinton), Burr dijo solemnemente : «Voy a ver su nivel de contrición en los próximos días para determinar mi nivel de apoyo». Los ciudadanos de Carolina del Norte van a esperar -con respiración contenida- mientras Burr, midiendo con un micrómetro moral, calibra cuidadosamente cómo ajustar su apoyo al arrepentimiento de Trump. Burr, que es presidente del Comité de Inteligencia del Senado, no ha recibido por lo visto esta pequeña pizca de inteligencia: La contrición no está en el repertorio de Trump. ¿Por qué habría de estarlo? Sus apetitos, al igual que sus datos, son auto-legitimadores.
Trump es un baño de ácido maravillosamente eficiente que desnuda los rostros de sus partidarios, exponiendo sus esencias esqueléticas. Consideremos a Mike Pence, uno de los favoritos de lo que los republicanos llaman «comunidades de fe» norteamericanas. Algunos de sus representantes, sus crucifijos brillando en las luces de la televisión, siguen fervientemente explicando la necesidad urgente de dar a Trump, quien afirmó que su hija es » un pedazo de trasero«, la tarea de mejorar la embrutecida cultura nacional.
Debido a que Pence parece relativamente presidencial cuando está junto a Trump -si hablamos por cierto de igualación hacia abajo – algunos republicanos quieren que Trump se escabulla, permitiendo así que Pence flote hacia la parte superior del binomio presidencial y represente a un republicanismo resucitado. Esta idea ignora un punto pertinente: Pence está de pie junto a Trump.
Él salivó ante el privilegio de ser el perro faldero de Trump, y expresa su devoción canina con una melaza retórica acerca de «este buen hombre.» ¿Cómo sería un mal hombre para el pastor Pence?
Sin embargo, algunos periodistas, que parece que no tienen intereses más allá de su obsesión con la política presidencial y que ilustran el principio de Kipling ( «¿Qué deberían saber de Inglaterra que sólo Inglaterra sabe?«), están tan ansiosos por empezar a trabajar en la campaña de 2020 que ya están ungiendo a Pence como principal candidato del GOP en la próxima elección. Tal vez los republicanos de hecho abracen a un hombre que apoyó a un candidato para presidente cuya supuesta «broma de vestuario» meramente reflejaba unos alardes sexuales que publicó en un libro.
Hoy, sin embargo, Trump debe mantenerse en la cima del binomio candidatural, por cuatro razones. En primer lugar, va a dar a la nación el placer de verlo unirse a la cohorte -de las muchas que desdeña- que más desprecia: la de los «perdedores«. En segundo lugar, al continuar la campaña en el espíritu de San Luis, puede hacer recordar a la nación el útil axioma de que en realidad no existe el «tocar fondo«. En tercer lugar, si persevera hasta el 8 de Nov. puede simplificar el ejercicio cuatrienal del GOP de escribir su autopsia post-campaña, que este año puede ser publicada el 9 de noviembre con una sola frase: «Tal vez es imprudente designar candidato a un charlatán venenoso.» En cuarto lugar, Trump es la quimioterapia del GOP, una experiencia nauseabunda que, si se lleva a cabo hasta su conclusión, tal vez sea asimismo curativa.
Traducción: Marcos Villasmil
NOTA ORIGINAL:
Washington Post
Donald Trump is the GOP’s chemotherapy
“Freedom’s just another word for nothin’ left to lose.”
— “Me and Bobby McGee”
What did Donald Trump have left to lose Sunday night? His dignity? Please. His campaign’s theme? His Cleveland convention was a mini-Nuremberg rally for Republicans whose three-word recipe for making America great again was the shriek “Lock her up!” This presaged his banana-republican vow to imprison his opponent.
The St. Louis festival of snarls was preceded by the release of a tape that merely provided redundant evidence of what Trump is like when he is being his boisterous self. Nevertheless, the tape sent various Republicans, who until then had discovered nothing to disqualify Trump from the presidency, into paroxysms of theatrical, tactical and synthetic dismay.
Again, the tape revealed nothing about this arrested-development adolescent that today’s righteously recoiling Republicans either did not already know or had no excuse for not knowing. Before the tape reminded the pathologically forgetful of Trump’s feral appetites and deranged sense of entitlement, the staid Economist magazine, holding the subject of Trump at arm’s length like a soiled sock, reminded readers of this: “When Mr. Trump divorced the first of his three wives, Ivana, he let the New York tabloids know that one reason for the separation was that her breast implants felt all wrong.”
His sexual loutishness is a sufficient reason for defeating him, but it is far down a long list of sufficient reasons. But if it — rather than, say, his enthusiasm for torture even “if it doesn’t work,” or his ignorance of the nuclear triad — is required to prompt some Republicans to have second thoughts about him, so be it.
For example, Sen. Richard Burr, a North Carolinian seeking a third term, represents a kind of Republican judiciousness regarding Trump. Having heard the tape and seen Trump’s “apology” (Trump said, essentially: My naughty locker-room banter is better than Bill Clinton’s behavior), Burr solemnly said: “I am going to watch his level of contrition over the next few days to determine my level of support.” North Carolinians will watch with bated breath as Burr, measuring with a moral micrometer, carefully calibrates how to adjust his support to Trump’s unfolding repentance. Burr, who is chairman of the Senate Select Committee on Intelligence, has not received this nugget of intelligence: Contrition is not in Trump’s repertoire. Why should it be? His appetites, like his factoids, are self-legitimizing.
Trump is a marvelously efficient acid bath, stripping away his supporters’ surfaces, exposing their skeletal essences. Consider Mike Pence, a favorite of what Republicans devoutly praise as America’s “faith community.” Some of its representatives, their crucifixes glittering in the television lights, are still earnestly explaining the urgency of giving to Trump, who agreed that his daughter is “a piece of ass,” the task of improving America’s coarsened culture.
Because Pence looks relatively presidential when standing next to Trump — talk about defining adequacy down — some Republicans want Trump to slink away, allowing Pence to float to the top of the ticket and represent Republicanism resurrected. This idea ignores a pertinent point: Pence is standing next to Trump.
He salivated for the privilege of being Trump’s poodle, and he expresses his canine devotion in rhetorical treacle about “this good man.” What would a bad man look like to pastor Pence?
Still, some journalists, who seem to have no interests beyond their obsession with presidential politics and who illustrate Kipling’s principle (“What should they know of England who only England know?”), are so eager to get started on 2020 that they are anointing Pence the GOP’s front-runner. Perhaps Republicans will indeed embrace a man who embraced a presidential candidate whose supposed “locker-room banter” merely echoed sexual boasts he published in a book.
Today, however, Trump should stay atop the ticket, for four reasons. First, he will give the nation the pleasure of seeing him join the one cohort, of the many cohorts he disdains, that he most despises — “losers.” Second, by continuing to campaign in the spirit of St. Louis, he can remind the nation of the useful axiom that there is no such thing as rock bottom. Third, by persevering through Nov. 8 he can simplify the GOP’s quadrennial exercise of writing its post-campaign autopsy, which this year can be published Nov. 9 in one sentence: “Perhaps it is imprudent to nominate a venomous charlatan.” Fourth, Trump is the GOP’s chemotherapy, a nauseating but, if carried through to completion, perhaps a curative experience.