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Mi odisea para desprenderme de los billetes de 100 bolívares por orden de Maduro (que luego aplazó)

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La más reciente maniobra de Maduro para la ocultar la bancarrota del chavismo, contada por una venezolana a pie de calle

Doce palabras fueron suficientes para movilizar a todo un país: «Queda sin efecto el billete de 100 bolívares en el territorio nacional». El inesperado anuncio lo hizo el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, el pasado domingo 11 de diciembre, durante la transmisión de su programa de televisión. El Mandatario dio un plazo de apenas 72 horas, a partir de la publicación del decreto -que se divulgó la noche del lunes-, para canjear los billetes por otros de menor denominación o depositarlos en las entidades bancarias, públicas y privadas.

Sin embargo, ante las presiones del pueblo venezolano, los disturbios y los saqueos producidos en los días posteriores, el mandatario dio marcha atrás una semana después anunciando la prórroga hasta el próximo 2 de enero de la vigencia de estos billetes. A partir de entonces, el billete de 100 bolívares será un recuerdo del que desde 2008 fue el más «fuerte» de los «fuertes» en una economía devaluada.

Ante estas circunstancias, los venezolanos nos enfrentamos a una tarea difícil: desprendernos lo antes posible de estos billetes. Lo primero fue agruparlos. Buscarlos en cada bolso, en cada bolsillo de pantalón, en cada gaveta, en cada escondite; y reunirlos. Importante agruparlos para poder contarlos y trazar un plan de acción. De los 6 mil millones de billetes de 100 que hasta esta semana circularon por el país, yo tenía en casa 487. Los 48.700 bolívares pueden parecer mucho, pero es poco. Al cambio no oficial, esa cantidad no alcanza los 20 euros, que, por cierto, cubrirían buena parte del salario mínimo de dos venezolanos, sin el ticket de alimentación. Pero para llegar a ese monto, en efectivo, tuve que armarme de paciencia en el último mes, e invertir horas de mi tiempo para realizar unos 16 retiros en cajeros automáticos.

Las largas filas de personas en los bancos, entonces, eran para sacar plata. Las de estos días fueron para depositarla de vuelta. Y es que como yo, muchos venezolanos tomaron la previsión de sacar efectivo, desde mediados de noviembre, cuando la Superintendencia de las Instituciones del Sector Bancario ordenó a todo el sistema financiero abstenerse de entregar más de 10.000 bolívares diarios en efectivo, a través de cajeros automáticos o taquillas. La decisión coincidió, luego, con fallas en los puntos de venta -datáfonos-, por lo que acumular efectivo en estos días, más que una precaución, era una obligación.

La decisión fue sencilla. Andar por la calle con una paca de casi 500 billetes, en la ciudad más insegura del mundo, no era una opción para mí. Por eso, el domingo en la tarde, tras escuchar una y otra vez, incrédula, las palabras de Maduro; agrupé los billetes y opté por guardar en mi cartera 8.700 bolívares, para pagos menores de los días que venían, y depositar los otros 40.000 en mi cuenta bancaria. Esta última tarea la dejé para el martes, pues el lunes era festivo bancario. Con la incertidumbre de si me recibirían o no los billetes en los comercios, salí el lunes a las 7:00 de la mañana de casa buscando cualquier excusa para gastar los billetes de 100. Antes de ir a trabajar decidí parar en la peluquería. Era una buena opción para comenzar a gastar el efectivo.

-¿Estás aceptando billetes de 100 bolívares?- pregunté a la persona en la caja.

-Sí. Hasta el jueves tengo que aceptarlos– contestó ella, con algo de resignación.

Pagué 2.600 por el cepillado de cabello. Gasté 1.000 más en un café -con tantas cuentas, era importante estar bien despierta- y otros 200 en pagar el párking. En menos de una hora me había desprendido de casi la mitad del efectivo que tenía, y el día apenas comenzaba.

Llegó la hora de comer y, como estaba apurada, decidí parar en un establecimiento de la cadena Subway a comprar algo que pudiera llevar. Con 2.790 bolívares compré un sándwich de 15 cm de ensalada capresa, y con 1.000 más, un té frío. En la cartera me quedaron tan solo ocho billetes de 100 y uno de 10. Ya estaba corta de efectivo.

Paquetes de 100

De regreso a casa paré en el súper para hacer la compra. Tras hacer una larga fila de coches -que este año no había visto, desde que comenzó la temporada navideña-, pude entrar al centro comercial. Adentro, las personas estaban pagando todo con enormes paquetes de billetes de 100. Del poco efectivo que me quedaba, después de dar propinas que aquí es muy común, tuve que usar 150 para pagar el párking. Me quedaban 660 para el día siguiente.

Llegó el martes 13. En contra del refrán, me aparté de casa bien temprano y me embarqué en la aventura de depositar los billetes en el banco. Cuando llegué, a las 9 de la mañana, ya había decenas de personas en la fila. Ninguna se veía contenta. Frente a mí había un hombre mayor que, en días previos, había retirado su pensión para regalar una parte a sus dos nietos, por las fiestas; y la otra para comprar algo de comida en los mercados municipales que, en su mayoría, aceptan únicamente efectivo.

Detrás de mí estaba una mujer que limpia casas. No había ido a trabajar esa mañana porque la semana anterior, a solicitud de ella, sus jefes le habían pagado el «aguinaldo» en efectivo. En puros billetes de 100. No tenía cuenta en el banco. Había intentado, sin éxito, abrir una. Estaba en la cola para intentarlo una vez más o, en su defecto, para cambiar billetes. Como ella, sólo unas 2.000 personas conseguirían abrir cuentas, ese día, en el país.

Fueron 2 horas 15 minutos en la cola del banco. Cuando finalmente pude depositar los 400 billetes, me sentí aliviada. Del poco efectivo que me quedaba, tuve que gastar 150 en pagar el aparcamiento. En el semáforo un hombre con discapacidad tocó la ventana de mi coche para pedir algo de limosna. Miré mi cartera y solo me quedaban 510 bolívares. Le di 200 y reservé los otros 300 para pagar la gasolina. Eran mis últimos 300 bolívares.

Lamenté haber dejado la tarea de repostar para el día siguiente, pues la fila de coches para acceder a la bomba de gasolina, el miércoles, obstaculizaba la avenida. Durante el tiempo de espera veía cómo los bomberos cerraban algunos de los puntos para surtir, por falta de combustible. Finalmente llegó mi turno.

-¡Buenas tardes! Lleno el depósito de 95, por favor.

-Reina, solo tengo de 91.

-Lo que tenga, señor.

La gasolina de 91 octanos es más económica que la de 95, por lo que la cuenta -de tan solo 30 bolívares, aquí está una de las gasolinas más baratas del mundo, lo único barato para nosotros– fue mucho menor de lo que esperaba. Me quedaban mis últimos 300 bolívares.

El miércoles pasé por el banco. Vi que a todas las personas que necesitaban dinero en efectivo les salían otros billetes de 100. Al día siguiente, supuestamente, se estrenaría el nuevo icono monetario, el billete de 500 bolívares.

El jueves no conseguí el billete de 500, ni ningún otro. Y es que 77% de los billetes que circulaban en el país eran de 100. Era de esperarse que los cajeros automáticos no tuvieran efectivo, sin embargo, el malestar era general. Mientras algunos todavía hacían colas a última hora para depositar sus billetes de 100, otros intentaban que se los recibieran en los comercios.

Pero ya nadie los estaba recibiendo. Y, ante la negativa, hacían llamadas desesperadas a familiares y amigos para que les acercaran otros billetes para pagar alguna cosa.

El billete de 100, el que por casi una década fue el de mayor denominación en Venezuela, todavía no tenía sustituto en la economía venezolana. «Las peores navidades de la historia. Estoy más limpia [pobre] que nunca», dijo una mujer a viva voz, en medio de su impotencia, mientras salía del banco. Sus palabras resumían el sentir de todos los presentes.

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