Cultura y Artes

Elvira Lindo: Las damas de negro

Trabajadores de RTVE protestan en la sede del ente público en Madrid.

La clase política no acaba de entender para qué sirven los medios cuando no son propiedad de nadie y lo son de todos

Lo que realmente fastidia de todas las sorprendentes torpezas que se cometen en cuanto a la radio televisión pública se refiere es que la clase política (y sí, hablo en esto caso de la clase política porque el malentendido es transversal) no acaba de entender para qué sirven los medios cuando no son propiedad de nadie y lo son de todos. Para empezar, nadie parece tener un mínimo plan, una programación de la que podamos sentirnos orgullosos y a la que acudir cuando el resto de los medios, al servicio de intereses comerciales, no nos satisfagan en rigor y produzcan demasiado ruido. En realidad, no debería ser tan difícil. Bastaría con tener la sensibilidad de advertir que si bien en Estados Unidos la voz que emerge de la Casa Blanca es la de Trump hay una parte de sus ciudadanos que saben que las voces que surgen de la PBS y la NPR no se han visto contagiadas de la grosería y la sinrazón. Hay algo que para ellos permanece incorruptible, pleno de dignidad y sabiduría, al servicio de oyentes y telespectadores. Es una cuestión de resistencia al desatino: la certeza de que ya puede estar tu país sometido a los designios de un pirado autoritario que en los medios en los que tú contribuyes con convicción democrática vas a encontrar un cobijo seguro donde escuchar un discurso articulado, una información interesante y contrastada, reportajes de fondo y la presencia tanto de las élites culturales como del pueblo. Trump puede construir muros pero las voces de las madres separadas de sus hijos siempre van a estar ahí.

No es este el interés que parece inspirar a los políticos cuando hablan de nuestra RTVE. Los últimos años han sido sin duda los peores de la historia del medio público, hasta el punto de que animadas por las movilizaciones feministas las trabajadoras del ente han sido las primeras en dar la cara y exigir un cambio. Pero no un intercambio de cromos entre partidos y afines, que ahí ha estado el error, sino un enfoque verdaderamente público de la tele y las emisoras. Resulta sorprendente que cuando hay terremotos políticos a quienes les incumbe la responsabilidad de dirigir solo parezcan importarles los informativos y las tertulias políticas, como si únicamente les atañeran aquellos momentos en que tienen que distribuirse el tiempo o la manera en que se va a informar sobre ellos. No digo que sea un asunto menor, pero los medios públicos deben actuar con firme generosidad democrática, no para beneficiar al que está en el poder. Tras tantas tropelías como se han cometido en los últimos años nos merecemos un cambio de estilo.

Resulta ingenuo pensar que lo que pregonen los informativos de TVE marca la tendencia de voto del país, porque los ciudadanos cuentan ya con tantas pantallas, de orden privado o autonómico, que el único interés al que debieran obedecer los que desembarcan en los despachos es al de permitir a los trabajadores hacer una buena programación sin imitar el modelo de las televisiones privadas. El exceso de sucesos y de la información meteorológica en los informativos es apabullante. La única intervención ciudadana es la de unos paisanos que recomiendan ponerse sombrero, beber agua o ponerse una chaquetilla. Parecemos un país de simples. Los publirreportajes de los programas de cocina o de OT son incomprensibles en medio de un espacio de noticias; la proliferación de personajillos que no han hecho nada salvo ser famosos en los programas de sociedad o del corazón, impropios de la televisión pública. Los programas de entretenimiento que prestan informaciones acientíficas haciéndose eco de las teorías anti vacunas y otras zafiedades son denunciables, o esa desatención clamorosa al público infantil, que en los países anglosajones es tratado con respeto en programas de producción propia y que debiera ser uno de los primeros objetivos de lo público, como así fue para las generaciones en las que merendábamos viendo un programa de historietas y canciones. ¿Importa todo esto aparte del aprovechamiento de la RTVE como medio de manipulación y adoctrinamiento? Porque eso es lo que claman quienes los viernes se visten de negro y cuya reivindicación los ciudadanos percibimos con claridad: no queremos que se repartan el pastel, queremos una televisión que merezca la pena y que vista desde otro país no dé vergüenza.

Muchos de aquellos que en algún momento hemos trabajado en el ente público lo hemos amado. El estilo que emana de un medio al servicio del contribuyente es muy distinto al comercial y trabajar obedeciendo ese compás sereno y cordial es una gozada. Pero los trabajadores han padecido ya demasiados vaivenes, de jefes, de sesgo, de llamadas de advertencia, de señalamientos y de injusticias. Los profesionales han sido a menudo arrinconados o acallados, sus informaciones han resultado con demasiada frecuencia editadas y su criterio ninguneado. Están hartos de la codicia manipuladora. A mí me parece edificante que ya no se conformen: están defendiendo su trabajo y nuestra programación. Es una señal de advertencia que no debe ser ignorada. El acto de desobedecer es a veces la más elevada muestra de orgullo y amor hacia un oficio.

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