Habitación rentada, pagos tardíos y demonios con tetas
Nada quiero porque quiero todo.
—Antonieta Rivas Mercado
Se hunde el dedo meñique de mi mano izquierda mientras tecleo en mi Remington de 1940.
Escribir en ella me hace sentir tan viva, el corazón en la punta de los dedos, el sístole y el diástole de esas teclas redondas, circulares, metálicas como lunas llenas y vacías al mismo tiempo.
Nací posmoderna, vaya cosa. Así que aporreo computadoras y laptops desde hace más de veinte años pero aprendí en una máquina de escribir cuando era una puberta de doce, con cubreteclados y fracturándome más de una vez ese mismo meñique que hoy sigue hundiéndose entre las teclas.
No escribo en este animal precioso para tener prestigio cultural o por pose ni mucho menos. Escribo porque convoca tal vitalidad que es irresistible. Tiene lo mismo que salir a correr: el ritmo, el cuerpo puesto en juego, el señorío de lo físico, de lo mecánico. Me provoca una profunda, gloriosa sensación de estar aquí y ahora.
Como estoy como una cabra, hoy que es 25 de enero me he puesto a transcribir en mi Remington la carta suicida de Virginia Woolf que nació un día como hoy. Y ya que estaba, transcribí la carta suicida de Antonieta Rivas Mercado, y ahora me siento revolcada por una ola que no sé bien dónde empieza ni dónde termina.
El fin del siglo XIX y el principio del XX fueron apertura de experiencias fundamentales para las mujeres pero también un páramo jodido y reseco que se cobró con finales trágicos y profundamente dolorosos las vidas de muchas que se atrevieron a salir del role model, a romper con el esperado patrón del “ángel del hogar”: ese ser bueno, nutricio, asexual, sacrificado, siempre protector de los hijos y también de los hombres —jamás su igual; ese “ángel” convertido en mujer pagó con desgarradoras crisis de identidad cuando tuvo otras pulsiones, otras aspiraciones vitales.
A los individuos, hombres y mujeres, la sociedad nos recibe o nos rechaza. Y lo que la sociedad haga con ese rechazo o aceptación de lo que somos en lo individual provoca más consecuencias de las que somos capaces de imaginar. Esa existencia a contracorriente fue una herida crónica para mujeres como Sylvia Plath, Anne Sexton, Virginia Woolf; y en México para Tina Modotti, Pita Amor, Carmen Mondragón “Nahui Olin” y Antonieta Rivas Mercado. ¿Cómo sobrellevar los días si tu inteligencia, tus pasiones, tus inquietudes y curiosidad vitales son rechazadas? Sentir la presión y la demanda por ser buenas madres como elección única y renunciar a sí mismas porque el mundo exigía un camino o el otro: vocación y pasiones personales o sacrificio por los hijos y la pareja.
Decía Virginia Woolf que una mujer debe tener dinero y una habitación propia si va a escribir ficción. Sin duda, nada más cierto pero también me atrevo a decir que ninguna declaración más incompleta: toda mujer (escriba o no) necesita dinero y una habitación propia. Los hombres también, claro, pero concedamos en que históricamente para el género femenino ha sido más complicado.
Todos tenemos derecho a la belleza de la soledad, a experimentar la conciencia, a mirarnos en el abismo y en el espejo más luminoso del que seamos capaces a través de nosotros mismos.
Mujeres panaderas, administradoras, comerciantes, cocineras, cirujanas y de cualquier oficio necesitan autonomía financiera y un espacio propio al que recurrir cuando sea necesario. No somos mejores las mujeres que escribimos que las otras, todas necesitamos autonomía. Y cuidado que no es reclamo para Virginia, entiendo exactamente a qué se refería y estoy de acuerdo; pero creo que aunque parezca una obviedad es importante insistir en ello. Mi madre tuvo tantas crisis por el agotamiento y la angustia de criar a ocho hijos ella sola que hoy disfruta su soledad como pocas, sé que le habría venido bien tener un espacio sólo para ella cuando trabajaba limpiando casas o atendiendo tiendas de abarrotes.
Quiero contarles que llevo meses leyendo todo y tanto sobre Antonieta Rivas Mercado que cada vez me parece más inmensa, más entrañable, más inasible y a la vez tan clara, tan concreta, tan humana como la que más. Tremenda escritora, filósofa, animal político, generosa hasta lo indecible, amorosa, sexual, doliente y dolorosa… Antonieta es imposible de diagnosticar. Ella sabía que las mujeres, todas, necesitábamos libertad para ejercer nuestra pequeñez y nuestra grandeza humana.
Virginia Woolf que llevaba años luchando a brazo partido con un desorden mental escuchaba voces, aseguraba que los pájaros cantaban en griego y no podía concentrarse. Su día fatal escribió una carta para su marido Leonard Woolf y otra para su hermana, luego se llenó los bolsillos del abrigo con piedras y se hundió en el río Ouse, en Inglaterra.
Antonieta se suicidó pegándose un balazo debajo de la teta izquierda, buscando el corazón; caminó hasta el interior de Notre Dame en París, se sentó con toda elegancia en una banca, colocó la pistola en su pecho y tiró del gatillo. Antes de hacerlo, escribió una carta a su amigo Arturo Pani para encargar a su pequeño hijo Donald y deslindar a cualquiera de la responsabilidad de su muerte. Había estado internada más de una vez en el hospital St. Luke en Nueva York como paciente mental; tenía crisis nerviosas, depresiones que sólo aliviaba escribiendo, súbitos cambios de humor —y de nombre, agotamientos inauditos y una soledad inmensa porque a pesar de que vivió rodeada del amor y la admiración de muchos; parecería que Antonieta habitó desde siempre un lugar en el que nadie podía acompañarla.
Pero hacia el final de su vida también estaba sin dinero, agobiada por proteger a su hijo y dando una batalla legal descomunal para conseguir la patria potestad del niño.
Parece una perogrullada pero los dos elementos siguen siendo piedras angulares de la libertad humana: dinero y habitación propia.
Transcribo aquí la bellísima y dolorosa carta de Virginia Woolf.
Querido:
Estoy segura de que me vuelvo loca de nuevo. Creo que no puedo pasar por otra de esas espantosas temporadas. Esta vez no voy a recuperarme. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que estoy haciendo lo que me parece mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todos los aspectos todo lo que se puede ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices hasta que esta terrible enfermedad apareció. No puedo luchar más. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y sé que lo harás. Verás que ni siquiera puedo escribir esto adecuadamente. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte que… Todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. No me queda nada excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo.
No creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que lo hemos sido nosotros.
V.
No transcribo la carta de Antonieta porque pronto contaré mucho más de ella y por otros medios, pero en la nota póstuma pide a su amigo Arturo Pani que ponga un telegrama por ella y le aclara que no lo hizo ella misma porque no tenía dinero.
Antonieta Rivas Mercado que patrocinó a tantos escritores y artistas de su tiempo, ella que empeñó propiedades para financiar la Orquesta Sinfónica de México no tenía dinero para mandar un telegrama el último de sus días. Lo pienso y un llanto ácido me sube a la garganta. Carajo.
Las mujeres que escribimos en pleno “bienestar” dosmilero con grandes sacrificios logramos rentar habitaciones, la mayoría de las veces cobramos cantidades ínfimas que rayan en lo ridículo por nuestros textos con meses o años —sí, años— de desfase; no conozco a ninguna que no esté obligada a tomar otros cuatro o cinco (no exagero) empleos alternos para poder ejercer su pasión literaria. Yo misma he trabajado de oficinista, vendedora, maestra, consultora empresarial y staff de programas de televisión para dedicarme a este oficio y sobrevivir con cierta dignidad.
Pero al menos puedo plantarme ante el mundo sin que se espere de mí que sea un ángel del hogar, sé que puedo ser un demonio con tetas si me da la gana.
Y por ello no me queda más que decir gracias, Virginia; gracias, Antonieta. Gracias, mamá.
@AlmaDeliaMC