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El debate, una fábrica de indecisos

Los debates electorales son un artefacto tan apetecible como frustrante. Un rito que los ciudadanos cultivamos con entusiasmo y con mirada quieta de cirujano: el desbloqueo puede estar oculto en un gesto afortunado, el gobierno en el golpe de genio de nuestro estadista favorito, el final de una carrera política en un error de bulto. Nos dejamos engatusar con debates determinantes que nunca son tal y todo queda en un espejismo que explica, entre otras cosas, por qué estamos en este punto de ruptura política total.

Tras los afectuosos besos de María Casado, los juegos de manos nerviosas, los enfrentamientos de cartón piedra y alguna que otra homilía, no hubo nada. O sí: toda una fábrica de indecisos. Pocos votos se movieron tras constatar lo que ofrecieron cinco carteles electorales vivientes. Y eso que el asunto comenzó fuerte: a los cinco minutos de debate, Pedro Sánchez ya había desempolvado tres medidas en clave catalana -alguna ¡previamente rechazada por el PSOE!, otras abiertamente copiadas- y Albert Rivera ya había mostrado un adoquín. Menos da una piedra, nunca mejor dicho.

Preguntas clave sin respuestas de Sánchez

Fue una noche predecible. Los líderes políticos no ofrecieron demasiadas pistas sobre lo que ocurrirá tras la noche del 10-N. Es tiempo de disimulo. Las cartas aún están en la baraja. Por ello, se vio al presidente en funciones impasible ante las balas que silbaban a su alrededor, con cara de nada. Como Greta Garbo. Pasó olímpicamente del fuego enemigo. Eso sí, con rictus reconcentrado, centrado en sus apuntes aunque nada hubiera que apuntar y ensayando ostensibles gestos desaprobatorios. Sin entrar a ningún trapo, sin contestar a preguntas más que pertinentes sobre el futuro político de este país: puro catenaccio político en el límite mismo del decoro.

El Pedro Sánchez propositivo, ya con la cabeza alta, mirando por encima del hombro, ejerció las funciones de hombre anuncio -que si Nadia Calviño vicepresidenta por aquí, que si el ministerio de la despoblación por allá, que si me traigo a Puigdemont-, dio algún pellizco aparatoso a Pablo Iglesias y, directamente, obvió a Santiago Abascal. Y, sobre todo, gozó fuertemente con el reparto de mandobles mutuo entre Pablo Casado y Albert Rivera, a quienes alineaba con Vox a la menor oportunidad.

Se anunciaba una poderosa batería de Albert Rivera para revertir el oscuro destino que le adivinan las encuestas. Y cumplió el guión. Peleó con todos, armó ruido y fue carne de meme en la realidad paralela de las redes. Rivera formuló una pregunta a quemarropa a Sánchez: «¿Va a dimitir si la sentencia de los ERE es condenatoria?». Sánchez, gustándose como rey de la finta, respondió por los cerros de Úbeda, hablando de la España más feminista de siempre jamás y prometiendo la ilegalización de la Fundación Francisco Franco y otras análogas que exalten los totalitarismos.

El ‘pergamino’ de las cesiones en Cataluña

Buscó también Rivera el choque directo con el líder del PP, que no rehuyó el cuerpo a cuerpo dialéctico. Le mostró un auténtico pergamino con las cesiones de los populares al independentismo en Cataluña y le afeó los casos de corrupción que germinaron en la etapa del páramo bipartidista. No perdió los nervios Casado, que le invitó a no equivocarse de enemigo ni dejó que le alterara el nivel de la bronca: «Usted viene aquí a embarrar el debate», espetó al líder de Ciudadanos.

Se sintió fuerte Casado en el bloque económico, donde pretendió ofrecer un perfil de gestión y solidez ante el riesgo de acabar con la «España de Zapatero». Sorprendió con un perfil más agresivo del esperado, fundamentalmente en la cuestión catalana, intentó sin éxito comprometer a Sánchez a no pactar con los independentistas. Lo preguntó de manera retórica, teatral, constante. Pero silencio al otro lado. De nuevo se topó con Sánchez y su cara de 0-0.

Iglesias, con corbata o sin ella, ha sido asimilado de tal manera que poco de lo que propone suena novedoso. Volvió a implorar un gobierno en coalición y pasó sin mayores sobresaltos por la velada, de no ser por el lapsus por el que -así están las cosas- será recordado en este debate. Atacó también a Sánchez pero con la boca muy pequeña por lo que pueda pasar, que la supervivencia política es cosa seria para el líder de Podemos. Recuperó la Constitución que blandió en la campaña previa del 28-A e insistió en hablar de la España que acontece más allá de Cataluña. Con Abascal tuvo un desagradable desencuentro cuando el líder de Vox le recordó sus tiempos de «herriko taberna» cuando él estaba amenazado por la banda terrorista en sus tiempos en el PP vasco.

Abascal domesticado

Ahí estuvo Abascal, la gran novedad de la noche. Hizo su combate, perfectamente estudiado, ante el desdén de sus contrincantes. Sin perder el control. Con cierta flojera, parecía, lejos de sus altisonantes declaraciones en mítines con los suyos. Colocó su mensaje por encima del ruido y los ataques, el más directo de Rivera a propósito de sus chiringuitos en la Comunidad de Madrid. No picó y se afanó en diferenciarse como el único de los cinco candidatos que no pactará con Sánchez «bajo ningún concepto» aun a costa de citar ocultamente al fundador de las JONS. Tan sólo le sacó de punto Iglesias a propósito de la Guerra Civil, y fue ése el único punto en el que pareció al Abascal menos domesticado. Ni le rozó el ataque de Rivera, reprochándole el apoyo de Salvini a la causa independentista. Las encuestas dan un auge de Vox que el candidato no quiso poner en peligro.

Esto es lo que pasó, queridos indecisos. Sois cientos de miles y esto, si todo sigue así, está en vuestras manos. Los partidos, seáis los que seáis, penséis lo que penséis, os esperan. Dos horas y media largas de debate después, y con menos de una semana para tomar decisiones, tenéis la misma patata caliente entre las manos. Y quema mucho.

 

 

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