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Entre el estigma y el ‘glamour’

George Steiner y Kirk Douglas quedaron marcados por los episodios más cruentos del siglo XX, como el Holocausto y la estigmatización ideológica durante la Guerra Fría

Cuando la semana pasada fallecieron el pensador George Steiner a los 90 años y el actor Kirk Douglas (Issur Danielovitch) a los 103, sentí que con ellos morían dos de los últimos representantes de una generación de intelectuales y artistas euroatlánticos, marcados por algunos de los episodios más cruentos del siglo XX, como el Holocausto y la estigmatización ideológica durante la Guerra Fría.

Tuvieron infancias muy distintas, pero ambos procedían de familias migrantes centroeuropeas de origen judío y, si bien lograron posicionarse dentro del establishment cultural anglosajón, mantuvieron siempre cierta condición de outsiderism. Si Douglas se describía a sí mismo como “el hijo del trapero” en The Ragman’s Son (1988), su primera autobiografía, y explicaba las dificultades materiales en las que creció en el municipio neoyorquino de Ámsterdam; Steiner reconoció siempre el carácter acomodado y erudito que tuvo su infancia a pesar de que su familia tuvo que huir del nazismo, primero de Viena a París y de allí a Nueva York.

Mientras el niño Issy (diminutivo de Issur) vendía dulces para colaborar en el sustento de su hogar, el pequeño George aprendía a leer griego clásico con su padre. Cuando pudo, Issy salió corriendo de su entorno judío. Su familia, que hablaba yidis en casa, no veía con malos ojos que se formara como rabino, dadas sus aptitudes en la escuela. Pero Issy ya sabía que quería ser actor. Adoptó un nombre anglosajón, logró ingresar en la universidad y, después, en la American Academy of Dramatic Arts de Nueva York gracias a su talento, energía y determinación, demostrando, una vez más, que el sueño americano era posible.

Steiner no ocultó jamás su identidad hebrea, más bien al contrario. Sufría de algún modo del síndrome del superviviente. De los numerosos compañeros de clase judíos del liceo al que acudió en la capital francesa, parece que sólo sobrevivieron él y otro niño. ¿Por qué precisamente él?, se preguntaba. Dedicó parte de su vida intelectual a entender cómo pudo ser posible la Shoah en el seno de una cultura ilustrada como la europea y, concretamente, la alemana. Seguía en esto la línea trazada por Benjamin, Adorno y otros pensadores continentales, judíos como él, aunque no llegó necesariamente a las mismas conclusiones críticas. Su fe en la superioridad y el universalismo del proyecto ilustrado europeo permaneció intacta.

Steiner se consagró a mediados de los setenta con Después de Babel, una indagación en el “arte exacto” de la traducción. Era un bicho raro en una academia británica que en aquel momento se sentía ajena a su interés filosófico por el Holocausto y no se reconocía en la tradición hermenéutica continental. Douglas llevaba entonces más de 60 películas a sus espaldas. Entre ellas, El triunfador (1949) y El loco del pelo rojo (1956), que no sólo le consagraban como estrella, sino como una mente independiente y audaz en el Hollywood dorado más convencional. Su autonomía se hizo leyenda cuando logró romper la lista negra de McCarthy al colaborar abiertamente con el guionista Dalton Trumbo en Espartaco (1960).

Douglas y Steiner fueron hombres extraordinariamente prolíficos y versátiles, además de vanidosos. Steiner se consideraba a sí mismo un transmisor: el rabino que Douglas no quiso ser. Incidía en la diferencia entre este papel y el del creador o artista. Douglas cumplía con el prototipo de este último: intenso, físico, seductor, generoso, poseído de un extraordinario joie de vivre; podía llegar a ser un auténtico cretino, como él mismo admitía. Hacia el final de su vida, abrazó el judaísmo y se volvió, dicen sus allegados, una persona más afable y compasiva. Es probable que actores como él abrieran camino a una generación hollywoodense posterior que no sólo reconocía su identidad judía, sino que se enorgullecía y se inspiraba en ella. Douglas nunca logró un Oscar como actor, algo que se ha atribuido a su negativa a alinearse con el anticomunismo.

Steiner, por su parte, abandonó Estados Unidos, donde se había formado, y permaneció en el Reino Unido con un pie en Suiza. Obedecía a la voluntad de su padre, que consideraba que no regresar a Europa era una victoria para Hitler, que auguró que no quedaría nadie con nombre judío allí. La academia británica mantuvo siempre cierto escepticismo hacia su neorenacentismo. Algunos le acusaron de querer abarcar demasiado conocimiento sin la debida profundidad. Sea como fuere, hace tiempo que los estudios del Holocausto son disciplina en las universidades británicas.

Ambos alcanzaron los albores de una nueva era en la que tanto la hegemonía masculina como el pensamiento eurocéntrico están en cuestión. Es probable que a Douglas le persiga la misma sombra de duda que a muchos de sus compañeros de Hollywood respecto de su comportamiento con las mujeres. Steiner reconocía en su entrevista póstuma que no supo calibrar la importancia del feminismo y el cuestionamiento de la razón ilustrada. Cabe preguntarse de qué manera florecería esta generación, histórica por su talento y sus excepcionales circunstancias, de nacer en este siglo.

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics.

 

 

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