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Boccaccio en escena

 

La epidemia que invadió Florencia en 1348 hizo que un autor de élite cambiara por completo de registro y se interesara por narrar la vida de las personas comunes. El resultado fue el Decamerón, pilar indiscutible de la prosa en Occidente. En esta presentación de su obra teatral Los cuentos de la peste, Vargas Llosa argumenta por qué esos relatos tienen aún plena vigencia. 

I

Desde la primera vez que leí el Decamerón, en mi juventud, pensé que la situación inicial que presenta el libro, antes de que comiencen los cuentos, es esencialmente teatral: atrapados en una ciudad atacada por la peste de la que no pueden huir, un grupo de jóvenes se las arreglan sin embargo para fugar hacia lo imaginario, recluyéndose en una quinta a contar cuentos. Enfrentados a una realidad intolerable, siete muchachas y tres varones consiguen escapar de ella mediante la fantasía, transportándose a un mundo hecho de historias que se cuentan unos a otros y que los llevan de esa lastimosa realidad a otra, de palabras y sueños, donde quedan inmunizados contra la pestilencia.

¿No es esta situación el símbolo mismo de la razón de ser de la literatura? ¿No vivimos los seres humanos desde la noche de los tiempos inventando historias para combatir de este modo, inconscientemente muchas veces, una realidad que nos agobia y resulta insuficiente para colmar nuestros deseos?

La circunstancia que sirve de marco a los cuentos del Decamerón no puede expresar mejor la naturaleza de lo teatral: representar en un escenario algo que, mientras dura, es vida que reemplaza a la vida real, a la vez que la refleja con sus carencias y añade lo que nuestras necesidades y urgencias quisieran que tuviera para colmarnos y hacernos gozar de ella a plenitud.

Desde entonces la idea de una obra de teatro inspirada en el Decamerón ha figurado entre esos proyectos que suelen acompañarme, yéndose y regresando con el paso de los años, hasta que un día, por fin, decido tratar de materializarlos.

El tiempo que me ha tomado escribir esta pieza ha sido uno de los más estimulantes que he vivido, gracias a Giovanni Boccaccio. Leerlo, releerlo, tratar de reconstruir mediante la lectura y visitas a lugares del mundo en que vivió y escribió ha sido una empresa gozosa. En la Florencia del otoño de la Edad Media apuntaban ya las primeras luces del Renacimiento. Dante, Boccaccio y Petrarca, los tres astros literarios de ese tránsito, son fuentes nutricias de lo mejor que ha producido la cultura occidental; con ellos nacieron formas, modelos, ideas y valores estéticos que han perdurado hasta nuestros días e irradiado por el mundo entero.

Giovanni Boccaccio estaba en Florencia cuando la peste negra invadió la ciudad, en marzo de 1348. La epidemia procedía al parecer del sur de Italia, adonde había llegado traída por los barcos que venían con especias del Lejano Oriente. Las ratas la arrastraron hasta la Toscana. El escritor y poeta tenía unos 35 años. Sin aquella terrible experiencia –se dice que la pestilencia acabó con la tercera parte de los ciento veinte mil habitantes de Florencia– no habría escrito el Decamerón, obra maestra absoluta, pilar de la prosa narrativa occidental, y probablemente habría seguido siendo, como hasta entonces, un escritor intelectual y de élite, que prefería el latín a la lengua vernácula y estaba más preocupado por disquisiciones teológicas, clásicas y eruditas que por una genuina creación literaria al alcance del gran público. La experiencia de la peste bubónica hizo de él otro hombre y fue decisiva para que naciera el gran narrador cuyos cuentos celebrarían incontables lectores a lo largo de los siglos en todos los rincones del mundo. En cierto sentido, la peste –la cercanía de una muerte atroz– lo humanizó, acercándolo a la vida de las gentes comunes, de las que hasta entonces –pertenecía a la familia de un mercader acomodado– había tenido noticia más bien lejana.

La avidez de goce y placer de los diez jóvenes recluidos en Villa Palmieri nace como un antídoto del horror que provoca en ellos el espectáculo de la peste que ha convertido las calles de Florencia en un cotidiano apocalipsis, según explica el proemio. Algo semejante pasó con Boccaccio, hasta entonces un hombre más dedicado al estudio –mitología, geografía, religión, historia, los maestros latinos–, es decir, a la vida del intelecto, que a la de los sentidos. La peste –la muerte en su manifestación más cruel– le hizo descubrir la maravilla que es la vida del cuerpo, de los instintos, del sexo, de la comida y la bebida. El Decamerón es el testimonio de esa conversión. No se puede decir que durase mucho. Pocos años después la pasión por el espíritu –el conocimiento y la religión– lo irá recobrando y nuevamente lo alejará de la calle, de sus contemporáneos, de lo que Montaigne llamaba la “gente del común” y lo regresará a las bibliotecas, la teología, la enciclopedia, el mundo de los clásicos. Su afición constante y creciente por la cultura griega es uno de los primeros indicios de la admiración que el humanismo renacentista profesará por el pasado helénico: su historia, su filosofía, su arte, su literatura, su teatro.

Los primeros libros de Boccaccio –FilocoloFilostratoTeseidaComedia delle ninfe fiorentineAmorosa visioneElegia di Madonna FiammettaNinfale fiesolano– están inspirados en libros, no en la vida vivida sino leída y, escritos en latín o en vernáculo, no transmiten experiencias directas de lo vivido, sino más bien de la cultura, es decir, de la vida hecha teoría filosófica o teológica, mito literario, formas de uso social, amoroso, cortés y caballeresco, convertidas en literatura. Su valor, mayor o menor, tiene un marco convencional y en buena parte derivado de modelos, entre otros, la poesía de Dante. La revolución que significa el Decamerón –y esto es obra de la peste, brutal recordatorio de que la vida del espíritu es solo una dimensión de la vida y que hay otra, ligada no a la mente, al conocimiento, sino al cuerpo, a los deseos, a las pasiones y funciones orgánicas– es que en sus cuentos esa vida directa, material, no la de la élite, la de las ideas, sino la compartida por todos –artesanos, campesinos, mercaderes, piratas, corsarios, monjes y monjas, reyes, nobles, aventureros, etcétera–, pasa a ser protagonista sin mediaciones teóricas de la literatura. El Decamerón inicia el realismo en la literatura europea y por todo lo alto. Esta es una de las razones de su extraordinaria popularidad, como lo será, siglos después, de la del Quijote.

El Decamerón circuló desde el principio en copias manuscritas y alcanzó enorme prestigio y difusión; su primera edición impresa apareció casi siglo y medio más tarde, en Venecia, en 1492, el año del descubrimiento de América, y se dice que la reina Isabel la Católica fue una de sus lectoras más entusiastas.

Sin aquella experiencia de 1348 nunca habría podido escribir Boccaccio el magistral proemio con que se inicia el Decamerón, describiendo los estragos que causó la peste, el panorama terrorífico de una ciudad donde se amontonan los cadáveres porque no hay tiempo para dar cristiana sepultura a todos los que caen abatidos por la implacable mortandad que se manifiesta con tumores en las ingles y los sobacos, fiebre alta y violentas convulsiones. Curiosamente, luego de esas alucinantes y macabras páginas iniciales habitadas por la enfermedad y la muerte, la peste desaparece del libro. Casi no vuelve a asomar en aquellos cien cuentos (hace apenas unas apariciones furtivas de pocas líneas), como si hubiera sido abolida mediante el exorcismo que lleva a esas siete chicas y tres muchachos a contar únicamente historias que exaltan el placer, la picardía y la diversión (aunque los obtengan a veces mediante el delito o la crueldad). Lo cierto es que, salvo las páginas de ese pórtico protagonizado por la peste, en el resto del libro prevalece un espíritu regocijado, irreverente, licencioso, burlón, que entiende la vida como una aventura cuyo fin primordial es el goce sexual y el entretenimiento del hombre y, en ciertas circunstancias, también de la mujer.

Contar cuentos, en el Decamerón, no es una actividad espontánea, librada a la iniciativa de cada uno de los contadores, sino un ritual ceñido a un riguroso protocolo. Hay una reina o un rey, pasajero –pues lo son por un solo día–, pero, durante su reinado, su autoridad es real, nadie le disputa el poder y es obedecido sin reticencias por su pequeña corte. Él o ella determina las diversiones y fija el orden en que se van sucediendo los contadores. Las sesiones de cuentos tienen lugar en la tarde –la hora nona– y se llevan a cabo solo cinco días por semana, con exclusión del viernes, por razones litúrgicas, y del sábado, para respetar el día de descanso bíblico. Antes de iniciarlas los diez jóvenes pasean por los jardines de Villa Palmieri, gozan de los aromas de las flores y los cantos de los pájaros, comen, beben, cantan y danzan, preparando el cuerpo y el espíritu para la inmersión en lo imaginario, el mundo de la ficción.

Los cuentos comienzan con un exordio, generalmente breve, de carácter filosófico y abstracto, pero luego, con pocas excepciones, se ajustan a un sistema cuya primera y más notoria característica es el realismo: casi todos ellos fingen una realidad reconocible a través de lo vivido en lugar de fingir una irrealidad como hacen los relatos fantásticos. (Los hay de índole fantástica, pero son apenas un puñado.) Los personajes de los cuentos, cultos o primitivos, ricos o pobres, nobles o plebeyos, viven toda clase de aventuras, y todos buscan –logrando casi siempre su objetivo– el placer carnal en primer lugar, y, en segundo, el crematístico. El Decamerón es un monumento al hedonismo. Gozar, en sentido más material que espiritual, es el objetivo por excelencia de hombres y mujeres. A ello se entregan con alegría, sin prejuicios, rompiendo tabúes y prohibiciones morales o religiosas, sin el más mínimo temor a las convenciones ni al qué dirán. La sensualidad, el cuerpo, los apetitos son objetos de exaltación y culto por la humanidad del Decamerón. Se diría que la cercanía de la peste –la muerte inminente– permite a esos contadores de cuentos una libertad de palabra y de invención que de otro modo jamás se habrían permitido. Y, asimismo, la ruptura de todos los frenos morales para la realización de sus deseos. En esa búsqueda afanosa y casi desesperada del placer, los personajes del Decamerón suelen salirse con la suya, como recompensados por un orden secreto que concede a la satisfacción de los apetitos un valor ontológico: la justificación de la vida.

Boccaccio cuenta en el proemio del Decamerón que uno de los efectos de la peste fue el desplome de la moral que reinaba en Florencia y que los florentinos se entregaron en esos días de pestilencia y mortandad a la impudicia y la fornicación, transgrediendo normas, formas y conductas que hasta entonces sujetaban las relaciones sexuales dentro de ciertos límites.

En el caso de los diez jóvenes que se encierran en Villa Palmieri esos desafueros sexuales son puramente verbales, ocurren solo en los cuentos que refieren, en tanto que en esos diez días (que, en verdad, son catorce) su conducta no puede ser más juiciosa y contenida, pese a que el narrador del Decamerón dice al principio que los tres varones estaban enamorados de tres de las muchachas, aunque sin identificarlas. Cantan, danzan, comen y beben, sí, pero luego se van a sus alcobas y no hay entre ellos la menor licencia sexual. Ninguno hace el amor ni celebra el menor escarceo amoroso. Los excesos ocurren en los cuentos, son atributos exclusivos de la ficción.

¿Han huido de Florencia solo para ahorrarse el espectáculo de los enfermos y los cadáveres? La inspirada Pampinea, la de la idea del retiro a Villa Palmieri, dice una frase que revela una intención más ambiciosa que alejarse de la ciudad solo para distraerse. Se refiere a aquella huida como a una redención, una iniciativa que salvaría al grupo de la muerte: “¿Cuánto más no será honrado el que […] pongamos los remedios que podamos para la conservación de nuestra existencia?”

Pampinea piensa que la ficción es mucho más que un divertimento: una posible vacuna contra los estragos de la epidemia. De esta reflexión de la avispada muchacha nace en Los cuentos de la peste la idea atribuida a Giovanni Boccaccio de que contando cuentos se puede construir un laberinto donde la peste se extravíe y no alcance a los cuentistas.

En el Decamerón, el placer, valor supremo, justifica las peores mentiras y embustes, como lo muestra –un ejemplo entre decenas– el maravilloso cuento de Ricciardo Minútolo (el sexto del tercer día) que, para poseer a Catella, la mujer de Filippello Sighinolfo, le hace creer perversamente que su marido la engaña con su propia esposa. El cínico razonamiento convence a Catella, quien, a partir de entonces, hace suya la misma moral de Ricciardo, su seductor.

Cinismo, irreverencia y picardía, sazonados por un humor grueso, constituyen la moral de casi todas las historias. Todo vale para lograr el placer, sobre todo cuando se trata de conseguir a la mujer deseada (y, a veces, al hombre deseado). Las mujeres se rinden con facilidad a estas tentaciones por poder, dinero y también por el mero deseo. Por ejemplo, en la historia del libidinoso abate y la mujer de Ferondo (octava historia del tercer día), esta se deja seducir por las joyas que aquel le promete, además de disfrutar de un poco de libertad mientras el abate fornicario hace creer al granjero que ha muerto y está en el Purgatorio. Pero hay también algunas excepciones, de mujeres heroicas que defienden su virtud hasta extremos indecibles, como la Griselda de la última historia que soporta sin quejarse todas las espantosas pruebas a que la somete Gualtieri, su marido, para medir su lealtad y capacidad de sacrificio (o, tal vez, solo para divertirse).

Esta Griselda es en cierto modo una excepción, porque, en lo que se refiere al deseo, en el mundo del Decamerón hay igualdad de sexos. Las mujeres, como los hombres, los sienten y actúan sin reparos a fin de satisfacerlos. Por ejemplo, en la décima historia del segundo día, la mujer del juez Ricciardo de Chínzica, raptada por el corsario Paganino, se niega a ser rescatada por su marido porque –se lo dice al juez en su cara– este no le hace nunca el amor y en cambio el pirata sí, con frecuencia. Esto no significa, desde luego, que el hombre y la mujer sean siempre absolutamente iguales. El mensaje del libro al respecto es contradictorio. En el noveno cuento del noveno día, el rey Salomón aconseja al joven Josefo, que ha ido a consultarle qué debe hacer para que su arisca mujer le obedezca, que imite lo que verá en el Puente de la Oca. Y lo que Josefo ve allí es a un mulero moler a palos a uno de sus mulos por negarse a cruzar el puente. Josefo hace lo propio y, luego de ser molida a palos, su mujer se vuelve sumisa y querendona. Sin embargo, en el conjunto de los cuentos, la mujer está lejos de ser alguien sometido siempre a los caprichos y abusos del varón. En la mayoría de ellos ocurre lo contrario. La mujer aparece como un ser libre, lleno de iniciativas y, al igual que el varón, se vale de su astucia para lograr su placer engañando a su marido. Los cuentos celebran estas victorias de las mujeres que actúan con la misma audacia, imprudencia y temeridad que los hombres para engañar a sus mujeres. La capacidad para estas estratagemas es ilimitada tanto en las hembras como en los varones y si, en aquella historia, Josefo maltrata a su cónyuge para domarla, en otras muchas son los hombres los que quedan engañados y humillados por las esposas que buscan el placer fuera de la casa conyugal. En el mundo del Decamerón la rutina del matrimonio apaga pronto la ilusión sexual. Los esposos gozan haciendo el amor solo al principio del matrimonio. Luego, el fuego sexual se extingue y ambos buscan el placer fuera del hogar, al extremo de que en la gran mayoría de los cuentos el adulterio resulta requisito indispensable del regocijo sexual.

En el Decamerón no hay el menor prurito en disimular los defectos y vicios inherentes a la condición humana; por el contrario, la razón de ser de muchos cuentos es describir al hombre esclavizado por sus pasiones más bajas, sin que nada consiga atajarlas. La venganza juega un papel importante en el libro. El narrador de las historias no ejerce ningún tipo de censura ni hace el menor esfuerzo para disimular, justificar o frenar el espíritu vengativo que domina a algunos personajes. Solo el humor cumple en algunos casos función de atenuante de las venganzas crueles y hasta sádicas que se cometen. En la séptima historia de la octava jornada el joven Ranieri se venga con verdadera ferocidad de la viuda Elena por la contrariedad de que ha sido víctima. No es menos cruel –y esto no es desquite alguno sino maldad gratuita– el cuento noveno del octavo día, donde el maestro Simón es maltratado con encarnizamiento por los pícaros Bruno y Buffalmacco por el único delito de ser ingenuo y crédulo. Divertirse, en el Decamerón, justifica la maldad. Los pícaros Bruno y Buffalmacco juegan otra mala pasada al pobre Calandrino haciéndole creer que ha quedado preñado, para arrancarle una buena comilona (cuento tercero del noveno día). Algo parecido ocurre en el cuento cuarto de la novena jornada en la que el pícaro Fortarrigo roba y despoja al pobre Angiulieri y encima lo abandona semidesnudo en el campo haciéndose pasar por la víctima de un ladrón. De este modo, el abusivo consigue su objetivo y, además, se divierte y divierte a los lectores. La moraleja de estas historias es meridiana: todo vale con el fin de obtener placer sexual o ventral y pasar un rato entretenido. El engaño, la farsa, la mentira, el robo, todo es lícito si se trata de llevarse a la cama a una señora, apropiarse de dinero ajeno o gozar de copioso festín. El ser humano, siervo de sus instintos, vive para aplacarlos.

Este realismo implacable es tanto más insólito cuanto que muchos de los personajes de estos cuentos no fueron inventados por Boccaccio; se trataba de personas reales, a veces contemporáneas del autor, y las historias, según han rastreado eruditos como Vittore Branca (tomo muchos de estos datos de su Boccaccio medieval y de su edición crítica del Decamerón), parecen ser o estar basadas en hechos y situaciones que ocurrieron de verdad, que Boccaccio probablemente retocó y adulteró para darles más persuasión literaria pero sin preocuparse de disimular a sus protagonistas.

Esta libertad es extrema cuando se trata de criticar a los religiosos –sacerdotes, monjes y monjas–, a los que el Decamerón describe (al clero en general) como una fauna corrompida, sensual y voraz, reñida con cualquier forma de espiritualidad, ávida, impúdica y simoniaca, que abusa de la credulidad de los fieles para aprovecharse de ellos de la manera más inescrupulosa. Si uno piensa que ya en esta época el poder temporal de la Iglesia era enorme y tenía atributos absolutos para combatir a sus enemigos, sorprende este rasgo que se repite incontables veces en los cuentos del Decamerón: una crítica despiadada, que llega a veces a la caricatura, de los desafueros y vilezas que cometen por doquier los pastores de la Iglesia católica.

En este sentido es difícil imaginar dos obras más antagónicas que el Decamerón y la Comedia de Dante, de la que Boccaccio fue apasionado lector y estudioso. Él fue el primero en escribir una Vida de Dante y bautizó la Comedia con el adjetivo de “divina” que la acompañaría desde entonces. El gran poema de Dante comienza a conocerse en 1312 (El Infierno), el Purgatorio en 1315 y el Paraíso poco después de la muerte de su autor, en 1321. Aunque Dante puso en el Infierno a muchos religiosos pecadores, su obra está impregnada de religiosidad y es el summum literario de la concepción cristiana de la fe, del mundo, del trasmundo, defensora de la más estricta ortodoxia. En la historia de la literatura no hay un testimonio literario más ambicioso y genial inspirado por la doctrina cristiana que la Comedia. El Decamerón, en cambio, escrito apenas medio siglo después de aparecida la obra maestra de Dante, está lejos de expresar semejante identificación con la teología y la filosofía cristianas. Mantiene frente a estas una distancia tal que, sin llegar a proclamarse ateo, puede considerarse laico e indiferente a las preocupaciones teológicas, al igual que lo es a la política. Es verdad que las historias de Boccaccio viven bajo la autoridad espiritual del cristianismo, que nadie cuestiona, pero esta autoridad es más aparente que cierta, en todo caso retórica, desprovista de contenido espiritual, pues los personajes de las historias practican una moral que contradice radicalmente los mandamientos de la Iglesia, que transgreden de continuo sin el menor embarazo.

Lo cual significa que la enorme admiración que Boccaccio profesó hacia Dante tuvo un carácter más literario que religioso. No sabemos cuándo leyó Boccaccio la Divina comedia por primera vez, pero debió de ser muy joven pues ya en su primera novela, Filocolo, que escribe en Nápoles hacia 1336, cuando era un apático estudiante de derecho, rinde a Dante un gran homenaje, sobre todo a su poesía, que siempre admiró e incluso imitó. A lo largo de su vida, Boccaccio copió tres veces la Comedia y una vez la Vita nuova para contribuir a su difusión. Esta admiración fue tal vez materia de sutiles discusiones con el maestro Petrarca, a quien Boccaccio conoció el año 1350, en Florencia, adonde acababa de regresar de Rávena y de quien sería desde entonces fiel lector y amigo. Los veinticuatro años siguientes ambos escritores mantuvieron una rica correspondencia que atestigua la profunda relación que los unió y es una fuente riquísima de informaciones sobre la historia y la cultura de su tiempo. Según Amedeo Quondam, esta amistad tuvo el carácter de permanente confrontación, porque, a diferencia de Boccaccio, que se declaró siempre discípulo fiel y admirador de Petrarca, este se mostró solo indulgente y a veces hasta desdeñoso de lo que su amigo escribía.

Petrarca había nacido en Arezzo, en 1304, pero desde muy joven vivió en Aviñón, donde conoció a Laura, la inspiradora de centenares de sus famosos sonetos. Como Laura murió en 1348, se supone que pudo ser una de las víctimas de la peste florentina, al igual que uno de los hijos ilegítimos de Petrarca, abatido también por la epidemia. La relación con Boccaccio se estrechó cuando Petrarca, abandonando su retiro provenzal, vino a instalarse a Florencia; allí, ambos compartieron lecturas y discusiones sobre Séneca, Cicerón, Tito Livio y los padres de la Iglesia. Años después, enterado de la ruina física y económica en que Boccaccio se hallaba, recluido en Certaldo, Petrarca, antes de morir, en Padua, le dejó en testamento cincuenta florines de oro para que se comprara un buen abrigo de invierno. No sabemos si llegó a hacerlo: Boccaccio murió al año siguiente (1375).

La vena laica, popular y realista del Decamerón fue debilitándose en los años posteriores en la obra de Boccaccio, desde que, a fines del siglo XIV, emprendió viajes oficiales con encargos administrativos dentro de Italia o a Francia. (El que debió complacerle más fue llevar de regalo diez florines de oro a sor Beatrice, la hija de Dante, recluida como monja de clausura en el monasterio de Santo Stefano dell’Uliva, en Rávena.) Y, desde esa época, resucitó en él su propensión juvenil por la cultura clásica grecolatina y por la religión. Escribe entonces libros de erudición histórica, cartográfica y teológica como la Genealogia deorum gentilium (trabajó en él desde los años cincuenta hasta su muerte), De casibus virorum illustrium y De mulieribus claris (1361). El primero es un enciclopédico y confuso tratado mitológico y de varia invención, y los otros dos libros son moralistas y de referencia a los clásicos en prosa y verso; el último consiste en una diatriba contra las mujeres. Abandona luego el latín para retornar al vernáculo en su estudio sobre Dante: Trattatello in laude di Dante, hacia 1360. Esta es una época de todavía mayor acercamiento a la Iglesia, pues ese mismo año el papa Inocencio VI le concede las órdenes menores y los beneficios de clérigo. Se dice que fue entonces cuando tuvo la intención de quemar el Decamerón, arrepentido de la naturaleza libidinosa y anticlerical de los cuentos, y que Petrarca, entre otros, lo disuadió. En todo caso, ya habría sido imposible hacerlo desaparecer pues las versiones manuscritas del libro circulaban por media Europa, tenían imitadores y no solo se leían en privado sino en público, en las esquinas y tabernas, por juglares y contadores ambulantes.

Aquel fue un año de altibajos en su vida, ya que ese mismo 1360 estuvo comprometido en una conjura en la que figuraban varios amigos suyos, por lo que se vio marginado. Vivió sus últimos años en pobreza y soledad. Los pasó en su tierra natal, Certaldo, donde se manifestó la enfermedad que amargaría su vejez: la hidropesía. Su cuerpo se hinchó de tal manera que le costaba trabajo moverse. Vivía solo, acompañado por Bruna, una vieja sirvienta, y dedicado a revisar las traducciones al latín de la Ilíada y la Odisea de Homero, hechas por su amigo el helenista Leoncio Pilatos.

Su última empresa intelectual estuvo dedicada a su maestro Dante. Fue contratado por la Señoría florentina para dar lecciones orientadas a promover entre el gran público la obra del poeta. Boccaccio dictó la primera lección el 23 de octubre de 1373 en la iglesia de Santo Stefano di Badia, a pocos pasos de la casa natal del autor de la Comedia. El público, según testigos, era plural: gentes del pueblo, eclesiásticos, autoridades, intelectuales, personas de alto rango. Las lecciones, por las que le pagaron cien florines, duraron varios meses, pero se interrumpieron de manera abrupta, seguramente por sus quebrantos de salud.

En su escritorio de Certaldo dejó las 59 lecciones que dictó sobre Dante y una última –la sesenta– que no llegó a concluir.

II

Como los poemas homéricos, el Quijote, o las novelas de Victor Hugo y de Dickens, los cuentos del Decamerón han sido adaptados desde hace varios siglos a todos los géneros, para llegar a un público más amplio que el de los lectores del texto literario: versiones depuradas para niños, versiones teatrales, radiales, televisivas y cinematográficas, además de tiras cómicas, folletines y seriales. Los cuentos de la peste es también una obra inspirada en los cuentos inmortales de aquel florentino universal. No pretende ser una adaptación teatral del Decamerón, porque llevar al escenario, dramatizados, el centenar de cuentos del libro de Boccaccio sería una empresa imposible y en todo caso irrepresentable. Es una versión muy libre, en formato menor, de aquella obra que, tomando como punto de partida un hecho esencial del Decamerón –la fuga hacia lo imaginario de un grupo de personas para escapar de la peste que devasta su entorno–, elabora una historia hecha de historias que contrabandean en el mundo real una realidad ficticia, que, a la vez que suplanta las vidas reales de sus protagonistas, los redime del infortunio mayor de la condición humana: el perecimiento o la extinción. La vida real se va diluyendo en el curso de la obra hasta desvanecerse del todo en el laberinto de invenciones que cuentan y representan los cinco personajes, proceso en el que ellos mismos van desapareciendo y reapareciendo mientras sus vidas reales –que nunca conocemos a cabalidad– van siendo sustituidas por las vidas fantaseadas que relatan y encarnan de manera sucesiva. Esta no es una operación fantástica sino de realismo fantástico –son cosas distintas–, pues es lo que hacen los actores cuando suben a un escenario a interpretar una obra y lo que hacemos todos los mortales cuando nos figuramos vivir aventuras o situaciones distintas a las que configuran nuestra existencia cotidiana. Nosotros solemos hacer esto en soledad, de manera secreta. Los cinco personajes de Los cuentos de la peste lo hacen en público, a través de pequeños espectáculos que quieren ser exorcismos contra la pestilencia. Actuar, para ellos, es un quehacer de vida o muerte, una lucha por la supervivencia.

¿Hay cinco personajes en la obra o solo cuatro? Aminta, la condesa de la Santa Croce, no parece ser de la misma naturaleza que los otros fugitivos de lo real, sino, más bien, una ciudadana del reino de la fantasía, una creación del duque Ugolino de la que los demás no son conscientes, un ser que no tiene la misma consistencia que los otros, que es solo un personaje de cuento. Los otros cuatro aspiran a serlo, desde luego, para eso han venido a Villa Palmieri, pero, en sentido estricto, solo Aminta lo es. Esta naturaleza distinta de la condesa de la Santa Croce –un fantasma de verdad entre cuatro personajes que lo son de mentiras– debería insinuarse en su actuación, en su manera de moverse, de hablar y de reaccionar frente a las ocurrencias que viven o cuentan los otros personajes de la obra.

Entre estos cuatro, solo Pánfilo y Filomena proceden del elenco del Decamerón. Boccaccio no nos dice gran cosa sobre los diez jóvenes que se encierran en Villa Palmieri a contar cuentos, salvo que eran alegres, veinteañeros y pertenecían a buenas familias. Pánfilo y Filomena tienen varias identidades en el curso de la obra. ¿Alguna de ellas es la verdadera? No hay modo de saberlo; puede decidirlo el espectador o aceptar que la verdadera identidad de esos jóvenes es no tenerla, lo que equivale a decir que tienen identidades frágiles y escurridizas, que cambian según las circunstancias y las historias que protagonizan, como les ocurre en la vida real a los actores.

Lo mismo vale para el duque Ugolino y Boccaccio. En el caso de este último, como el personaje de la obra está inspirado en una figura histórica, es evidente que hay una identidad real bajo los muchos disfraces con que se oculta y transforma a lo largo de Los cuentos de la peste. Una precisión: aunque, cuando vivió la experiencia de la peste, el Boccaccio real era un hombre relativamente joven –35 años–, en la obra aparece tal como, según los testimonios, fue en su vejez, muy gordo y lento de movimientos, aunque de espíritu ágil y, se diría, rejuvenecido por una peste que, aunque de un lado lo empavorece por la vecindad de la muerte, de otro lo revitaliza pues lo ha hecho vivir la materia prima de los cuentos que lo inmortalizarán. El Boccaccio de Los cuentos de la peste es un ser imaginativo y sensual, ama la carne y la fantasía, y no ve incompatibilidad alguna entre los placeres materiales y la vida espiritual, que, para él, es sobre todo la invención literaria y el conocimiento intelectual antes que la piedad religiosa.

El duque Ugolino, el más anciano de los personajes, noble solterón, amigo de la caza y la aventura, ha prohijado a lo largo de su vida un amor imposible, con una mujer que seguramente inventó y con la que ha tenido y tiene todavía una pasión desgarrada, truculenta, a ratos sádica y a ratos masoquista, una mujer en la que vuelca fantasías y apetitos recónditos y con la que no cesa de jugar. ¿Cuánto de lo que vive y cuenta en el escenario es cierto o falso? Tampoco hay manera de saberlo: como de los otros personajes, se puede decir que lo único seguro e incontestable que sabemos de él son esas cambiantes personalidades que adopta mientras cuenta y actúa. El duque Ugolino, Boccaccio, Pánfilo, Filomena y Aminta son ficciones, seres de pura invención, actores que en su entrega total a la representación se transubstancian en aquellos seres a los que representan. Se volvieron irreales para salvarse de la peste y allí se quedaron, en ese territorio etéreo y fugaz que es el del teatro y la literatura.

La música, la danza, la pantomima y la mímica son centrales para la representación. Los personajes no solo cuentan y representan los cuentos; también los miman y parodian, en silencio, cuando el duque Ugolino y la condesa de la Santa Croce hacen sus apartes o cuando, en un episodio, dos personajes se aíslan y los otros quedan excluidos de la acción. Esta nunca se detiene; en estos últimos casos, los otros prosiguen los relatos, en silencio, valiéndose de gestos, muecas y ademanes.

La música sirve para situarnos en aquel remoto tiempo y crear el ambiente de amenidad y expectación festivo e intenso con que, en su encierro de la Villa Palmieri, se entregan los cinco a la tarea de inventar y vivir la ficción.

En este sentido Los cuentos de la peste son fieles al Decamerón de Boccaccio, aunque en lo demás tomen muchas distancias de su modelo. Pocas obras han exaltado tanto la invención literaria como esta, al extremo de conferir a los cuentos no solo la función de entretener y enriquecer lo vivido con experiencias imaginarias, sino la más definitiva de inmunizar al ser humano contra la muerte. Esto, claro está, hay que entenderlo en un sentido simbólico: nada puede impedir que el ser humano sea tarde o temprano vencido por el tiempo. Ser salvados de la peste negra por la ilusión literaria debe entenderse como una metáfora: los diez jóvenes que se encierran en Villa Palmieri salen de ese encierro con una dosis mayor de vitalidad de la que tenían cuando iniciaron su retiro, más conscientes de la riqueza y felicidad de la vida, y, al mismo tiempo, más conscientes de la necesidad de dotar a esa vida que para nadie es eterna de un designio y una creatividad que, de algún modo, la prolonguen más allá de la muerte, para que deje una huella cuando el cuerpo haya dejado de existir. Así defienden la literatura, el teatro, las artes al ser humano contra la desmoralización que pueden provocar en él amenazas como la peste negra.

Todos los seres humanos somos actores, la mayoría sin saberlo. Todos, en muchos momentos de nuestras vidas, abandonamos la espontaneidad y, en lo que decimos y hacemos, introducimos alguien que dice y hace en nombre nuestro lo que pensamos que debe decirse y hacerse en aquella circunstancia. Todos nos desdoblamos sin siquiera notarlo, impelidos por una conciencia que determina lo que, en aquel preciso contexto, en aquella determinada situación, conviene decir o hacer. Esto no es hipocresía sino teatro, cuidado de las formas, civilización.

El teatro no es un hecho casual, es una deriva de esa propensión profunda que habita en todos nosotros de, en determinadas situaciones, querer salir de nosotros mismos, escapar de la cárcel que somos y ser otros. Los actores son esos “otros” que todos quisiéramos ser, esos que, sin dejar de ser lo que son, son también muchos, según los papeles que encarnan en cada representación. Los actores lo son profesionalmente. Los demás, el común de los mortales, lo somos sin exhibirlo, cuando “actuamos” guardando las formas y las convenciones sociales, cuando superponemos a nuestro yo auténtico un yo social, o cuando, en el secreto de nuestra intimidad, nos abandonamos a la fantasía de ser otros, de hacer lo que nunca hicimos ni haremos en la realidad. De alguna manera los chicos y chicas del Decamerón que huyen de Florencia para escapar de la peste y se encierran a contarse cuentos –a ser otros– simbolizan ese rasgo central de la condición humana. Esa es también, guardando todas las distancias, la historia que viven (que cuentan) los personajes de Los cuentos de la peste.

Las historias de Boccaccio trasladan a los lectores (y a sus oyentes) a un mundo de fantasía, pero ese mundo tiene unas raíces bien hundidas en la realidad de lo vivido. Por eso, además de hacerlos compartir un sueño, los forma y alecciona para entender mejor el mundo real, la vida cotidiana, con sus miserias y grandezas, sobre lo que anda en él mal o muy mal y sobre lo que podría y debería estar mejor. Siete siglos antes de que se hablara del compromiso del escritor, de literatura comprometida, Giovanni Boccaccio la practicaba. No lo hacía guiado por razones ideológicas sino por su certera intuición y su sensibilidad anticipatoria. ~

 

Publicado en Letras Libres, originalmente el 20 de mayo de 2014.

 

 

 

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