El virus toca a las puertas de la basílica de Guadalupe
La alcaldía Gustavo A. Madero, donde se halla el popular centro de peregrinación, registra la cifra más alta de muertes por coronavirus dentro de Ciudad de México
El diácono termina la bendición agitando animadamente el hisopo. El agua no cae, sale disparada hacia las cabezas genuflexas de las devotas que celebran las gotas que impregnan los rosarios, las imágenes y los escapularios que venderán después a la puerta de su parroquia como amuleto bendecido.
Junto al pío cortejo, aguantan el chaparrón tomados de la mano, una pareja de ancianos, un hombre con botas de serpiente, un ciclista con maillot, una mujer con una cruz de flores y tres adolescentes zapotecos.
Suenan las campanas de misa de mediodía en la basílica de Guadalupe y el golpe del badajo no deja escuchar al clérigo cuando insiste en que “aquí delante hay unas alcancías para que dejen lo que buenamente puedan”. En el segundo centro de peregrinación más grande del mundo, la fe se atiende en la puerta por culpa del virus.
Ciudad de México es el lugar más golpeado por la covid-19 con 628 muertes de las 3.353 contabilizadas este sábado en el país, y, dentro de la misma, la delegación Gustavo A. Madero, donde se levanta la basílica, concentra el mayor número de muertos (143). Uno de cada cuatro fallecidos en la capital son de esta región, con una población de 1,2 millones de personas. La Gustavo A. Madero acumula más muertos que Honduras, Bolivia o Croacia.
Cuando el religioso termina la enésima bendición, una fórmula de 15 minutos que incluye oración y lluvia sagrada, un grupo de personas espera al otro lado de una verja. Aunque no puede dar la confesión, don Rafael aguanta pacientemente cada drama de la “antigua normalidad” porque la gente “tiene ganas de hablar”, resume con olfato de pastor que conoce a su rebaño.
Es el turno de un matrimonio con dos niños que llegó para jurar frente a la virgen que él no volverá a beber, ni ella a drogarse. “Sé que no es un momento fácil el que estamos viviendo, pero debes alejarte de eso que le hace mal a ti y a tu familia”, se le oye decir. Mientras habla, el hijo que escucha la conversación entre las piernas de los mayores, estira la mano y se limpia la gelatina roja en la falda blanca del religioso. Después de varias horas de terapia para pobres, si el coronavirus tuviera un ecosistema natural, sería la sotana del diácono.
La Gustavo A. Madero es una de las 16 alcaldías (antiguas delegaciones) en las que se divide la capital mexicana. Se trata de una esquina gris en el norte de la mancha urbana, sin grandes parques ni museos, pero que viste el traje de un país de 97 kilómetros cuadrados. Alberga la basílica de Guadalupe, el segundo lugar más importante de peregrinaje del mundo después de La Meca, y presume tener el tianguis más grande de América, el de San Felipe: siete kilómetros de pasillos bajo el plástico donde cada domingo se juntan 20.000 comerciantes. La alcaldía está entre los ‘gigantes’ del vecino Estado de México como Ecatepec, donde viven 1,6 millones de personas; Nezahuacóyotl, con 1,1 millones o Tlanepantla, de 650.000 habitantes. En este punto de la ciudad todo tiene hechuras de récord. Aquí se llama paradero a un cruce de carreteras como el de Indios Verdes, por el que diariamente pasa medio millón de personas.
El domingo 3 de mayo el tianguis de San Felipe, considerado de “alto contagio”, es un mar de gente. Los clientes chocan hombro con hombro para comprar solo “productos esenciales”, como exigen las autoridades. Dos días después, estas mismas autoridades, encabezadas por el subsecretario de Salud, Hugo López Gatell, anunciaron que se había “logrado aplanar la curva» de contagios. Pero este domingo, bajo el calor de las lonas de colores, es posible comprar una camisa de palmeras, un juego de taperwares, un repuesto de Cadillac o tenis tan último modelo que ni siquiera ha llegado a las tiendas. En uno de los puestos de “productos esenciales” se venden rascadores de gato.
Amenazantes carteles estilo Chernóbil, pegados en las paredes, advierten de que avanzan por una zona de alto contagio a los paseantes. Son miles que deberían ser millones porque el vendedor de tapones para tarja y bañera protesta porque hay poca gente y “el mercado está muerto”.
Gobernada por Morena, el partido de Andrés Manuel López Obrador, las autoridades de la alcaldía han actuado en sintonía con las medidas tomadas a nivel nacional en cuanto al confinamiento y dejaron en manos de los comerciantes la decisión de instalarse para no estrangular la economía.
San Felipe es un río de paseantes que siempre van a dar al mar, que es el changarro de carnitas y chicharrón. El taquero reparte raciones a destajo con la mascarilla azul en la papada mientras mueve al animal desmembrado con una la inmensa pala de madera sumergida en un barreño de aceite. Para la Organización Mundial de la Salud (OMS) esto debe ser lo más parecido al pangolín y la aplanada curva oficial, en la Gustavo A. Madero, tiene trazas de parecerse al encefalograma de un loco.
La GAM, como es conocida, es de las alcaldías más pequeñas. Tiene solo el 6% de la superficie de la capital, pero es la segunda más poblada. Se llama así por Gustavo Adolfo Madero, un héroe nacional que impulsó la democracia hasta que el tirano Victoriano Huerta lo mandó matar, al igual que a su hermano Francisco, con 38 años, sacándole los ojos.
Tiene diez subdelegaciones, 194 colonias y 7.623 cuadras. El 98% de las viviendas tiene televisión y el 48% computadora. Tiene una calle dedicada a Godard y viven 15.000 indígenas, de los cuales 13 solo hablan náhuatl, según datos de 2015 del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (Inegi).
Aunque su población es principalmente joven —la mitad tiene entre 20 y 40 años— es un lugar tan antiguo como el país. Las fotos de los años 70 muestran una enorme pirámide en honor a Tonantzin donde hoy se levanta la basílica. Desde la época de los mexicas existe una calzada que unía el cerro del Tepeyac con el Zócalo, mucho antes de que lo hiciera el Metrobús.
En su nueva realidad pandémica, un dato llama la atención, la alcaldía de Iztapalapa, la más poblada, tiene 1.772 contagios detectados y 127 fallecidos frente a lo que sucede en Gustavo A. Madero, que tiene menos contagios (1.212), pero más muertes (143), según los datos publicados por la Secretaría de Salud. El alcalde, Francisco Chíguil Figueroa, de 58 años, atribuye el alza a que la gente viene a morir a su delegación. “Gustavo A. Madero limita con lugares como Ecatepec, Neza, Tlanepantla… que suman cinco millones de habitantes. Pero aquí están los principales hospitales y si fallecen deben ser registrados en el lugar donde mueren, de ahí que tengamos una cifra tan elevada”, explica vía telefónica a EL PAÍS. El alcalde asegura que los ‘casos cero’ llegaron a finales de febrero por la colonia Buenavista y los comerciantes que acudían a la Central de Abasto.
Lunes por la mañana en el hospital público de La Raza, uno de los más grandes y prestigiosos del país. Un monstruo construido hace 65 años al que diariamente acuden miles de personas para someterse a trasplantes, sesiones de quimioterapia o recoger medicamentos.
Al menos siete policías, tres municipales y cuatro de la Guardia Nacional, vigilan la entrada. Frente a ellos, los comerciantes que el mes pasado vendían cremas para el pie de atleta o las almorranas ahora venden mascarillas. Las hay de Spiderman, de Nike, con lentejuelas… Dentro del hospital se ha construido un pasillo de madera exclusivo para enfermos de covid-19, y en las salas, el bullicio habitual ha dado paso a un tenso silencio desde que los familiares esperan en la calle. Una extraña sensación de calma en la que todo está preparado para recibir al virus. “Pues estamos hasta los topes”, reconoce una doctora del área de neumología acostumbrada a la trinchera.
A unas calles de ahí, en la esquina de las calles Albino Corzo y Gran canal, una familia de feriantes pide dinero junto a sus atracciones detenidas. “Amables conductores, debido a la contingencia no podemos trabajar y aceptamos cambiar estas alcancías hechas por nosotros a cambio de comida”, vocea el feriante con el megáfono con el que antes pedía a la gente que subiera a su noria. En la Gustavo A. Madero, la “nueva normalidad» tiene un aire a la vieja, pero sin dinero.