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Mark Lilla: La seducción de Siracusa

Cuando Platón zarpó hacia Siracusa, alrededor del 368 a.C., albergaba, según él mismo relata, pensamientos contradictorios. Ya había visitado una vez la ciudad, cuando la gobernaba el temible tirano Dionisio el Viejo, y no lo había seducido demasiado la relajada vida siciliana. ¿Cómo, se preguntaba, podían los jóvenes aprender a ser moderados y justos en un sitio donde «la alegría consistía sólo en atiborrarse un par de veces al día y dormir en compañía todas las noches?» Semejante ciudad no podría nunca liberarse de un interminable ciclo de despotismo y revolución.

¿Por qué, entonces, decidió volver? Al parecer Platón tenía un discípulo en Sicilia, tierra que ahora no se mostraba tan imposible de reformar como antes este mismo discípulo había supuesto. Se trataba de un noble llamado Dión, que en su juventud se había convertido en devoto de Platón y de la causa de la filosofía, y que acababa de enviarle una carta en la que le informaba que Dionisio el Viejo había muerto y que su hijo, Dionisio el Joven, había heredado el poder. A la vez amigo y cuñado del joven Dionisio, Dión estaba convencido de que el nuevo gobernante se sentía interesado por la filosofía y deseaba comportarse de manera justa. Todo lo que necesitaba, según el punto de vista de Dión, era recibir una buena instrucción y nadie mejor que el mismo Platón para ofrecérsela directamente. Suplicó a su viejo maestro que lo visitara y éste, venciendo serios recelos, partió finalmente hacia Sicilia.

Existe un mito sobre Platón. De acuerdo con este mito, suele afirmarse que a él se le debe una propuesta temeraria: instituir, en las ciudades griegas, el gobierno de «reyes filósofos». Desde esta perspectiva, su «aventura siciliana» habría sido el primer paso para hacer realidad su ambición. En 1934, cuando Martin Heidegger retomó la enseñanza universitaria tras su vergonzoso periodo como rector nazi de la universidad de Friburgo, un colega ahora olvidado, para ahondar en el oprobio, le preguntó sarcásticamente: «¿De vuelta de Siracusa?» No se podría haber formulado de modo más ingenioso y acertado esta aguda observación. Sin embargo, los objetivos de Platón y los de Heidegger eran del todo diferentes. Según cuenta en su Séptima carta, Platón había soñado en ocasiones con entrar en la vida política, pero el régimen dictatorial de los Treinta de Atenas (404-403 a.C.) lo había disuadido por completo. Después, cuando el gobierno democrático que sucedió a los Treinta llevó a la muerte a su amigo y maestro Sócrates, él renunció a sus ambiciones políticas. De manera similar a su personaje Sócrates en El banquete, Platón llegó a la conclusión de que cuando un régimen es corrupto poco puede hacerse para modificarlo, salvo que se cuente con «amigos y asociados», es decir, con aquellos que son leales amigos desde un punto de vista filosófico tanto de la justicia como de la ciudad. Salvo por un milagro que convirtiese a filósofos en reyes o a reyes en filósofos, lo más que puede esperarse en política es la implantación de un gobierno moderado bajo el estable imperio de la ley.

Sin embargo, Dión era un hombre decidido en su búsqueda del milagro. Se había convencido a sí mismo y más tarde intentaría convencer a Platón de que Dionisio era ese espécimen tan especial: un gobernante filósofo. Platón tenía sus dudas; aun así, confiaba en el carácter de Dión, aunque sabía que «los jóvenes siempre están en condiciones de caer presas de repentinos y repetidos impulsos inconsistentes». Sin embargo también razonaba o quizá racionalizara sólo para sí mismo que si no se aferraba a esta rara oportunidad y hacía el esfuerzo de llevar a un tirano hacia la práctica de la justicia, podría ser acusado de cobardía y deslealtad a la filosofía. Entonces aceptó ir a Siracusa.

Pero el resultado de esta nueva visita no fue halagüeño. Lo único que quedó claro es que Dionisio deseaba adquirir una pátina de conocimientos, pero que carecía de la disciplina y la voluntad necesarias para someterse a los argumentos dialécticos y encaminar su vida en el sentido que indicaban las consecuentes conclusiones. (Platón lo compara con un hombre que quiere estar al sol y que sólo consigue quemarse.) Así como un médico no puede curar a un paciente contra su voluntad, tampoco es posible guiar al obstinado Dionisio hacia la filosofía y la justicia. En sus conversaciones, Platón y Dión incluso intentaron apelar a las ambiciones políticas del déspota, diciéndole que, como filósofo, aprendería a dotar de buenas leyes a las ciudades que conquistaba, ganándose con ello su amistad, lo cual podría utilizar después para extender así su reino más y más. Pero ni siquiera este argumento dio resultado. Prestando su oído a insidiosos rumores, Dionisio comenzó a albergar crecientes sospechas respecto de supuestas ambiciones políticas ocultas de Dión y dispuso su inmediato destierro de Siracusa. Cuando Platón fracasó en su intento de conseguir una reconciliación entre los dos amigos, decidió también partir.

No obstante, volvió seis o siete años después, otra vez a solicitud de Dión, quien, mientras vivía en el exilio, había oído rumores acerca del retorno de Dionisio al estudio de la filosofía y se lo había hecho saber a Platón. Al principio, el maestro no reaccionó; sabía que «a menudo la filosofía ejerce este efecto sobre los jóvenes», y sospechaba además que la única intención de Dionisio era acallar los rumores que afirmaban que Platón lo había rechazado por su indignidad. Pero la misma línea de razonamiento que lo había llevado a emprender el segundo viaje lo hizo decidirse a hacer el tercero y último. Al llegar se encontró un hombre aún más arrogante, que ahora se consideraba a sí mismo un filósofo y del que se decía que había escrito un libro, algo que Platón el dialéctico se negaba rotundamente a hacer. Era una causa perdida. El pensador sólo se culpaba a sí mismo: «No tengo más motivos para estar enfadado con Dionisio que los que tengo para estarlo conmigo, y con los que me hicieron sentir la necesidad de venir.» Dión no se mostró tan tajante. Tres años después de la partida final de Platón, atacó Siracusa con mercenarios, expulsó a Dionisio y liberó la ciudad. Pero tres años más tarde él mismo fue traicionado y asesinado. Tras varias rebeliones militares, Dionisio se hizo otra vez con el trono, hasta que fue depuesto por el ejército de Corinto, ciudad madre de Siracusa. El rey sobrevivió y retornó a Corinto. Se dice que allí acabó sus días enseñando sus doctrinas en su propia escuela.

Dionisio es nuestro contemporáneo. A lo largo del último siglo ha tomado muchos nombres: Lenin y Stalin, Hitler y Mussolini, Mao y Ho, Castro y Trujillo, Amin y Bokassa, Sadam y Jomeini, Ceaucescu y Milosevic; la lista podría ser mucho más larga. Las almas optimistas del siglo XIX creían que la tiranía era una cosa del pasado. Después de todo, Europa había entrado en la era moderna y todos sabían que las complejas sociedades de este periodo, asociadas a seculares valores democráticos, en absoluto podrían ser gobernadas por los antiguos medios despóticos. Las sociedades modernas podrían ser autoritarias, controladas por frías burocracias y crueles condiciones de trabajo, pero nunca convertirse en dictaduras en el sentido en que lo fue Siracusa. La modernización podría volver obsoleto el concepto clásico de tiranía, e incluso las naciones extraeuropeas, también modernizadas, entrarían en un futuro posterior a estos regímenes. Hoy sabemos que era una idea errónea. Han desaparecido tanto el harén como el esclavo que probaba alimentos antes de que llegaran al rey, pero los sustituyen los ministros de propaganda y los guardias revolucionarios, los barones de la droga y los banqueros suizos. La tiranía ha sobrevivido.

El problema de Dionisio es tan viejo como la creación. El de sus partidarios intelectuales es nuevo. La Europa continental alumbró dos grandes sistemas dictatoriales durante el siglo XX, el comunismo y el fascismo; del mismo modo, también creó un nuevo tipo social para el que necesitamos un nuevo nombre: el del intelectual filotiránico. Algunos de los mayores pensadores de este periodo, cuya producción sigue vigente para nosotros, se atrevieron a servir a modernos Dionisios, tanto de palabra como de obra. Sus historias son infames: Martin Heidegger y Carl Schmitt en la Alemania nazi; Georgy Lukács en Hungría; quizá algunos otros. Muchos, sin correr grandes riesgos, se adhirieron a los partidos fascista y comunista en ambos lados de la Cortina de Acero, ya fuese por afinidades electivas o ambiciones profesionales; algunos lucharon episódicamente en selvas o desiertos del Tercer Mundo. Un número sorprendentemente alto se convirtió en peregrino de las nuevas Siracusas erigidas en Moscú, Berlín, Hanói o La Habana. Como observadores políticos, coreografiaron cuidadosamente sus viajes por los dominios de los tiranos, con billetes de regreso en la mano, mientras admiraban granjas colectivas, fábricas de tractores, plantaciones de caña de azúcar o escuelas, aunque por una u otra razón nunca visitaban las cárceles.

En su mayoría, los intelectuales europeos se parapetaron detrás de sus escritorios, visitando Siracusa sólo con la imaginación, desarrollando interesantes y a veces brillantes ideas con las que explicar los sufrimientos de personas a las que nunca mirarían a los ojos. Distinguidos profesores, talentosos poetas y periodistas influyentes unieron sus capacidades para convencer a todo el mundo de que los regímenes dictatoriales modernos eran liberadores y de que sus crímenes y excesos, observados desde la óptica apropiada, eran nobles. Necesitará un estómago verdaderamente fuerte cualquiera que hoy asuma la empresa de escribir una historia intelectual honesta del siglo XX en Europa.

Quien lo haga necesitará además otra cosa: vencer su repugnancia para poder meditar sobre las raíces de este extraño e indescifrable fenómeno. ¿Qué ocurre en la mente humana que la hace capaz de proclamar la defensa intelectual de un régimen dictatorial en pleno siglo XX? ¿Cómo la tradición del pensamiento político occidental —iniciado con la crítica de la tiranía que hace Platón en La República y con sus fracasados viajes a Siracusa ha llegado a este punto, en el que se ha vuelto aceptable argumentar que la tiranía es algo bueno, incluso hermoso? Nuestro historiador necesitará plantear estas grandes cuestiones, porque se encontrará frente a un fenómeno general y no a casos aislados de comportamientos extravagantes. En el siglo XX, el de Heidegger es el más dramático: allí se ve cómo la memoria viviente de la tradición, la filosofía o el amor de la sabiduría se transformaron en amor a la tiranía.

¿Por dónde empezar? El primer impulso de nuestros historiadores es detenerse en la historia de las ideas, a partir de la convicción de que existen raíces intelectuales comunes tanto a la filotiranía intelectual como a las modernas prácticas despóticas. Se encontrarán numerosas y sólidas investigaciones sobre los fundamentos de muchas opiniones políticas modernas, que comparten esta presunción e incluso esta aproximación, la cual consiste en dividir la tradición intelectual europea en dos tendencias rivales y en atribuir sentimientos filotiránicos a una de ellas. Uno de los objetivos favoritos de estas investigaciones es la Ilustración; desde el siglo XIX se la viene pintando como un desgajamiento de las profundas raíces de la sociedad europea que no son otras que la tradición religiosa cristiana, y la subsiguiente puesta en marcha de nobles experimentos para reformar la sociedad de acuerdo con sencillas nociones de orden racional.

Según esta perspectiva, la Ilustración no sólo engendró tiranías sino que fue propiamente despótica en sus métodos intelectuales: absolutista, determinista, inflexible, intolerante, insensible, arrogante, ciega. Esta retahíla de adjetivos está tomada de los escritos de Isaiah Berlin, que en una serie de brillantes y sugerentes ensayos sobre historia intelectual, publicados durante las décadas que siguieron a la posguerra, ha desarrollado esta acusación de modo muy elaborado: los filósofos de la Ilustración son los responsables de la teoría y práctica de la tiranía moderna. Berlin sostiene, sobre todo, que el rechazo a la diversidad y el pluralismo encontró su principal alimento en las más importantes corrientes de la tradición intelectual occidental que comienza con Platón y termina con la Ilustración, antes de dar sus frutos políticos en el totalitarismo del siglo XX. Los supuestos fundamentales de esta trayectoria vendrían a confluir en que todos los interrogantes morales y políticos tienen una sola respuesta verdadera, que todas esas respuestas son accesibles a través de la razón y que todas esas verdades son necesariamente compatibles unas con otras. Sobre estos supuestos se edificaron y defendieron los «gulags» y los campos de exterminio. En palabras de Berlin, la Ilustración brindó ese ideal «en cuyo nombre quizá se hayan sacrificado más seres humanos que por cualquier otra causa en la historia de la humanidad».

Parece un argumento contundente. Aunque, como seguramente verán nuestros historiadores, choca con otro argumento también en apariencia convincente, expuesto por especialistas en historia del pensamiento que llegan a conclusiones bastante diferentes respecto de la responsabilidad de los intelectuales en relación con las tiranías de la modernidad. Este segundo argumento insiste más en el impulso religioso que en conceptos filosóficos, más en la fuerza de lo irracional en la vida humana que en las pretensiones de la razón; podríamos decir que hace la historia de los intelectuales como la habría escrito Dostoievski y no Rousseau. Durante las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, los historiadores occidentales prestaron mucha atención al irracionalismo religioso, quizá porque percibían un vínculo entre la teoría y la práctica de las tiranías modernas y las de fenómenos religiosos varios, como el misticismo, el mesianismo, el milenarismo de nuevo cuño, el cabalismo y, en general, el pensamiento apocalíptico. Describieron el funcionamiento mental de revolucionarios y comisarios de gobierno vinculándolo con el antiguo e irracional deseo de acelerar la llegada del reino de Dios a un mundo profano. En The Pursuit of the Milleniun (1957), Norman Cohn sentó las bases principales de este enfoque. Demostró la importancia de las eclosiones de milenarismo revolucionario y de anarquismo místico ocurridas en Europa entre los siglos XI y XVI, y trazó después el paralelismo entre las fantasías escatológicas de este periodo y las del siglo XX.

En sus estudios The Origins of Totalitarian Democracy (1952) y Political Messianism (1960), el historiador israelí Jacob Talmon proyectó su enfoque hacia el presente. Contra Isaiah Berlin, sostuvo que el rasgo más visible del pensamiento político europeo entre los siglos XVIII y XIX no fue el racionalismo, que podría haberse orientado en una dirección más liberal, sino un nuevo fervor religioso y unas nuevas esperanzas mesiánicas de las que se alimentaron las modernas ideas democráticas. En el frenesí de la Revolución Francesa, la razón había dejado de ser razonable y la democracia se había convertido en un sucedáneo de la religión, sucedáneo en el que el hombre moderno vuelca su fe tradicional en el más allá. Talmon sostiene que, sólo si pensamos el ideal democrático moderno en términos religiosos, comprenderemos por qué se convirtió en el sangriento sueño tiránico del siglo XX.

Otro argumento que parece convincente. Pero ¿cuál de estos dos relatos elegirán nuestros historiadores? En general, esto dependerá de los aspectos hacia los que el estudioso quiera atraer nuestra atención. Si trata de entender la planificación soviética, la fría eficiencia nazi en su método de exterminio de los judíos, la sistemática autodestrucción de Camboya, los programas de adoctrinamiento ideológico o las redes paranoicas de delatores y policía secreta; si, en resumen, lo que desea es explicar cómo se concibieron y mantuvieron estas prácticas, le tentará culpar de todo ello a un cruel racionalismo intelectual capaz de arrasar cualquier cosa que encuentre en su camino. Si, en cambio, nuestro historiador se siente impresionado, sobre todo, por el papel que en estos regímenes jugaron la idolatría de la tierra y de la sangre, la histérica obsesión por las categorías raciales, la glorificación de la violencia revolucionaria como fuerza purificadora, el culto a la personalidad y las orgiásticas demostraciones de masas, se inclinará a pensar que la razón se derrumbó ante pasiones irracionales que migraron de la religión a la política. ¿Y si nuestro historiador es aún más ambicioso y quiere explicarse ambos fenómenos? En este momento deberá abandonar la historia de las ideas.

No obstante, existe otra vía para investigar la filotiranía de los intelectuales. No consiste en examinar los fundamentos de la historia de las ideas, sino en analizar la historia social de los intelectuales en la vida política europea. Aquí también hay versiones corrientes que ofrecen explicaciones aceptables de las dictaduras del siglo XX. El argumento más popular está tomado de la experiencia francesa. Comienza con el caso Dreyfus que, en general, se considera como el punto en que los intelectuales franceses se vieron obligados a abandonar el refugio del arte por el arte y a hacerse cargo de su destino superior como guardianes morales del Estado moderno. Cualquier estudiante francés de secundaria podría recitar los capítulos que siguen: las escaramuzas entre republicanos dreyfusianos y sus oponentes católicos nacionalistas; los debates acerca de la Revolución Rusa y del Frente Popular tras la Primera Guerra Mundial; los compromisos intelectuales y políticos de Vichy; el predominio del marxismo existencial de Sartre después de la Segunda Guerra Mundial; las tajantes divisiones entre los intelectuales respecto de Argelia; el renacer de la izquierda radical luego de mayo del 68; la crisis de conciencia que produjo la publicación de Archipiélago Gulag de Alexander Solyenitzin en 1970, y el desarrollo del consenso liberalrepublicano durante los años de gobierno de Mitterrand.

Las consecuencias morales que se pueden extraer de este relato difieren, sin embargo, dependiendo de las inclinaciones políticas del narrador. Expuesta por Jean-Paul Sartre, la narración se convierte en un mito heroico sobre el nacimiento del «compromiso» intelectual solitario, que hace valer su «singularidad universal» contra el dominio ideológico de la sociedad burguesa y de las dictaduras arraigadas en Europa (fascismo) y en el extranjero (colonialismo). En su influyente Plaidoyer pour les intellectuels, conjunto de conferencias pronunciadas en 1965, Sartre retrata a los intelectuales como una suerte de Juana de Arco de izquierda, capaz de defender lo esencialmente humano contra las inhumanas fuerzas del «poder» político y económico, y también contra las fuerzas culturales reaccionarias, incluidos ciertos colegas escritores traidores, cuyo trabajo venía a sustentar «objetivamente» las tiranías modernas.

Para su adversario Raymond Aron, esta primitiva oposición entre «humanidad» y «poder» demuestra la incapacidad de los intelectuales franceses, desde el caso Dreyfus, para entender los verdaderos desafíos de la política europea durante el siglo XX. Según Aron, la impía apología del estalinismo que Sartre realizó en la década posterior a la Segunda Guerra Mundial no era accidental, sino más bien el resultado previsible de un ideal romántico de compromiso. En L’opium des intellectuels (1955), Aron volvió a exponer la historia del nacimiento del intelectual moderno, ahora con un decidido sesgo antimítico, demostrando cuán incompetentes e ingenuos han sido los intelectuales como clase, sobre todo al enfrentarse a problemas políticos reales. Según su opinión, la verdadera responsabilidad de los intelectuales europeos, tras la Segunda Guerra Mundial, debió haber consistido en estudiar y defender la política de la democracia liberal y en conservar un sentido de proporción moral al sopesar las injusticias de los diferentes sistemas políticos. En resumen, los intelectuales debieron haber sido espectadores independientes con un modesto sentido de su papel como ciudadanos y formadores de opinión. Pero Sartre y sus seguidores no aceptaron tales responsabilidades.

Aron estaba en lo cierto: en Francia, los intelectuales «comprometidos» a la manera romántica sirvieron la causa de los regímenes dictatoriales en el siglo XX. Pero en Alemania, que Aron no conocía tan bien, el cuadro era bastante diferente. Allí el problema había sido precisamente lo contrario: la ausencia de compromiso. Por razones que los historiadores alemanes discuten, como la tradición de la descentralización política, la carencia de un capital cultural, el ideal de interioridad (Innerlichkeit), la autonomía del sistema universitario, el conservadurismo innato y el respeto por la autoridad militar, Alemania nunca desarrolló una clase intelectual como lo hizo Francia, y en consecuencia el compromiso político no surgió de la misma manera ni tuvo los mismos resultados.

Desde finales del siglo XIX hasta principios del XX, al este del Rin se pensaba que los profesores debían ocuparse de la ciencia intemporal (Wissenschaft) dentro de los claustros universitarios, los escritores de su propia formación (Bildung), al tiempo que se dedicaban a la creación, mientras que sólo los periodistas podían atreverse a escribir sobre política. Y los periodistas eran poco fiables.

Por supuesto, aunque esto no dejaba de ser un mito, era realmente atractivo para la cultura alemana moderna. En ningún otro lugar se hace tan patente como en Reflexiones de un apolítico (1918), de Thomas Mann, un trabajo personal e intenso que también fue el más político de Mann. Apuntando contra su hermano izquierdista, Mann intentó pinchar las pretensiones de la Zivilisationsliterat francesa mediante ataques infantiles a la democracia y a la cultura popular. En lo estético y lo político, Mann defendía la tradición de la Innerlichkeit alemana. La «tradición alemana», escribió,

es cultura, alma y arte. Y no civilización, sociedad, derecho a voto y literatura… La interioridad [Innerlichkeit] alemana, al contrario que la raison y el esprit franceses, garantiza que los alemanes nunca pondrán los problemas sociales por encima de las cuestiones morales o de la vida interior.

 

Mann era consciente de algo de lo que después se arrepentiría: que su posición «apolítica» de principio había cobrado de inmediato un fuerte sentido político y servido como justificación post hoc de los objetivos alemanes en la Primera Guerra Mundial, ya que reforzó la idea popular de que la Paz de Versalles era un acto de guerra cultural. Escribió también: «En tanto que intelectualmente antialemán, semejante espíritu político es, por necesidad lógica, antialemán en lo político.»

No fue ésta la primera vez en que un intelectual «apolítico» alemán hacía un debut desastroso en la política. Cuando la creación del Reich en 1871, y al comenzar la guerra en 1914, y de nuevo en 1933, en la Walpurgisnacht [30 de abril], un enorme número de destacados estudiosos y escritores se pronunciaron de forma necia e ignorante: unos, apelando a la paradójica razón de la defensa de la tradición «apolítica» alemana; otros, lanzándose a una repentina aventura política cuyos caminos no llegaban por entero a entender; Heidegger destaca entre todos ellos. La mayoría terminó por concluir que sus incursiones en política habían sido erróneas y volvió rápidamente a sus estudios y laboratorios.
En un buen número de escritos de la posguerra sobre la política alemana y la situación cultural, el filósofo Jürgen Habermas ha sostenido que este retiro fue una conclusión equivocada que los pensadores alemanes extrajeron de sus errores previos. Desde principios del siglo XIX se habían habituado a retirarse de la política por principio, y a recluirse en un mítico mundo intelectual gobernado por fantasías diversas sobre nuevas Hélades o paganos bosques teutones que hicieron que la tiranía nazi apareciera, para algunos de ellos, como el comienzo de una regeneración espiritual y cultural.
En opinión de Habermas, sólo descendiendo de las montañas mágicas de la ciencia (Wissenschaft) y de la formación (Bildung) hacia las tierras llanas del discurso político de la democracia, los intelectuales alemanes quedarán vacunados contra esta tentación. De haberlo hecho, podrían haber ayudado en la reconstrucción del espacio público que Alemania necesitaba desde el punto de vista cultural y político.
El argumento de Habermas parece convincente. Aunque, si admitimos que la falta de compromiso reforzó el régimen tiránico germano y que, al contrario, el ciego compromiso reforzó similares tendencias en Francia, ¿en qué posición queda nuestro historiador? Obviamente, ninguna explicación tiene sentido para la Europa del siglo XX como conjunto. Parece que, en la historia de las ideas, ni el «racionalismo» ni el «irracionalismo» pueden explicar la práctica de los regímenes dictatoriales modernos, y que tanto el «compromiso» como la «ausencia» de los intelectuales en la historia social resultan inválidos para llegar al centro de la cuestión. Ora como causas ora como efectos, todas estas tendencias y actitudes influyeron en la historia europea, pero ninguna de ellas es capaz de explicar por qué pudo desarrollarse, en las capas intelectuales, esa afección por los gobiernos totalitarios. En este momento, nuestro historiador, si todavía está con nosotros, quizá comience a desesperarse. Tal vez empieza a preguntarse si la respuesta a este problema debe buscarse en la historia o en otra parte. Ésa puede ser una pregunta muy productiva, ya que podría animarlo a revisar el episodio de Platón, Dión y Dionisio desde otro ángulo, buscando rastros de las profundas fuerzas mentales que experimenta la atracción de la tiranía. Lo más interesante del joven Dionisio es que era un intelectual. Quizá fuese el primer tirano con semejantes pretensiones, pero es seguro que no fue el último. Actualmente, en librerías con inclinaciones de izquierda de toda Europa, uno puede encontrarse olvidadas ediciones de las obras completas de Lenin, Mao e incluso Stalin, traducidas por los comités de propaganda del mundo comunista y publicados por organizaciones afines en Occidente. Hoy puede parecernos hasta ridículo que alguien haya sentido la necesidad de consultar estos trabajos o incluso de escribirlos. Pero dudo que Platón y Dión se contaran entre ellos. A juzgar por los hechos de Siracusa, ambos entendían que el impulso intelectual de Dionisio guardaba una relación importante con sus tiránicas ambiciones políticas, y por ello esperaban que, al generar un cambio en lo primero, podrían atemperar lo segundo de modo indirecto. En la realidad esto se mostró imposible. Dionisio se transformó en ávido consumidor de ideas de segunda y tercera mano, que regurgitaba en escritos donde «picoteaba» el pensamiento de Platón. Aunque Platón y Dión cometían un error en abrigar aquella esperanza, no estaban demasiado equivocados al pensar que lo que lleva a ciertos hombres a albergar el deseo de la tiranía era un impulso psicológico de la misma índole -pensaba Platón- que el que lleva a otros hacia la filosofía.
Esa fuerza es el amor, eros. Para Platón, se es humano cuando se es una criatura que lucha, alguien que no vive simplemente para satisfacer necesidades primarias, sino que intenta ampliar, y en ocasiones elevar, estas necesidades que después se transforman en nuevos objetivos. ¿Por qué los hombres se «tensan» a sí mismos en esta dirección? Para Platón es una cuestión de psicología profunda, para la que los personajes de sus diálogos ofrecen distintas respuestas. Quizá la más encantadora sea la que brinda Diotima y que repite Sócrates en el El banquete: «Conciben todos los hombres no sólo según su cuerpo, sino también según su alma, y una vez que se llega a cierta edad desea procrear nuestra naturaleza.«
Somos —o, por lo menos, sentimos que somos criaturas incompletas e incapaces de descansar, hasta que esa fuerza que experimentamos dentro se realice fuera, hasta que puede «procrear en lo bello«, tal como Diotima propone un poco después. Esta ansia o eros puede encontrarse en los deseos buenos y saludables, en los de la carne y también en los del alma. Algunos sólo los viven en la carne y se satisfacen a sí mismos a través de sus cuerpos, mientras que aquellos que experimentan los deseos del alma se transforman en filósofos y poetas, o se interesan por «el buen orden de ciudades y familias», es decir, por la política en su sentido más elevado. Como Diotima dijo a Sócrates, dondequiera que veamos actividad humana orientada hacia el bien, encontraremos huellas de eros.
¿Y qué de las actuaciones orientadas a lo que es malo para unos u otros, como la embriaguez o la crueldad? ¿Las alimenta también eros? En este sentido parece inclinarse Platón en el Fedro, cuando Sócrates introduce la famosa imagen del alma como pareja de caballos alados conducidos por un auriga. Uno de estos caballos encarna la nobleza y está dibujado de manera que supone la búsqueda de lo que es eterno y verdadero, mientras el otro caballo se presenta como bestia carente de control e incapaz de distinguir las cosas elevadas de las bajas: las quiere todas. Si el caballo torpe es más fuerte que el noble, dice Sócrates, el alma siempre se mantendrá apegada a la tierra, pero si el noble es más fuerte o si el auriga puede ayudarlo, el alma ascenderá hasta alcanzar la verdad eterna. Todas las almas, y en consecuencia todos los tipos humanos, pueden encontrarse en algún lugar del curso celestial, algunos cercanos a la tierra, otros a los cielos, según como hayan hecho el camino los caballos del eros. Sócrates describe nueve posibles almas; la más elevada es la de los filósofos y poetas, mientras que la más baja es la de los tiranos.
El amor busca el bien, pero también puede involuntariamente servir al mal, explica Sócrates. Esto ocurre porque el amor conduce a la locura, un dichoso tipo de locura muy difícil de controlar, mientras estemos enamorados de otro ser humano o de una idea. Pero la suprema felicidad sólo puede alcanzarse si tal clase de locura se controla y somos dueños de nuestras almas, aun cuando eros nos lleve hacia lo alto. El camino hacia la vida gobernada por la filosofía proporciona precisamente sabiduría en la esfera del amor. Según Platón la pinta, la vida filosófica no es una suerte de renuncia budista del yo, sino una vida erótica controlada, que pueda alcanzar lo que inconscientemente busca el amor: verdad eterna, justicia, belleza, sabiduría. Pocos son capaces de vivir de esta manera, y la mayoría, incapaz de alcanzar esas cotas, se limita a satisfacer sus ansias de manera convencional y a llevar una existencia mediocre. Otros, en cambio, se convierten en esclavos absolutos de sus impulsos y nada puede controlarlos. Éstos son los que Platón llama tiranos. En La república, el personaje de Sócrates describe el alma del tirano como aquella donde la locura de amor («desde hace mucho tiempo, al amor se lo llama tirano») desplaza toda moderación y se coloca como soberana, llevando al alma a «una tiranía establecida por amor». El filósofo también conoce la locura del amor, el amor de la sabiduría, pero no puede abandonar su alma a él; siempre mantiene el control, se gobierna a sí mismo. El tirano es la imagen del filósofo en el espejo: no el dueño de sus aspiraciones y deseos, sino el hombre poseído por la locura de amor, esclavo de sus aspiraciones y deseos, más que su propio soberano.
Como revela la conversación de La república, aprendemos que hay una conexión entre la tiranía del pensamiento y la de la vida política. Algunas almas despóticas se convierten en soberanas de ciudades y naciones; cuando actúan, pueblos enteros se ven sometidos por la locura erótica de sus gobernantes. Pero tales tiranos son raros y su control del poder es débil.
Considera Sócrates que hay otra clase más corriente de almas tiránicas: las que entran en la vida pública no cómo líderes, sino como maestros, oradores y poetas; todos los que hoy llamaríamos intelectuales. Estos hombres pueden ser peligrosos, ya que están «abrasados» por las ideas. Como Dionisio, este tipo de intelectual es un apasionado de la vida del pensamiento, aunque, a diferencia del filósofo, no puede dominar esta pasión: se lanza de manera precipitada a la discusión política, escribe libros, pronuncia discursos y ofrece consejos en un frenesí de actividades y apariciones, con los que apenas consigue enmascarar su incompetencia y su irresponsabilidad. Estos hombres se consideran a sí mismos mentes independientes, cuando en realidad se dejan llevar, como borregos, por sus demonios interiores y por su sed de aprobación por parte de la voluble opinión pública. Quizás aquellos que los escuchen, generalmente los jóvenes, sientan un impulso de admiración hacia ellos; este sentimiento los ennoblece y, canalizado de la manera más adecuada, podrá traer honor para ellos y justicia para sus ciudades. Pero necesitarán educarse en el autocontrol intelectual si quieren llevar esta pasión por el buen camino.
Sócrates comprende esto. Aun así, los intelectuales carecen de la humildad y la destreza pedagógica de Sócrates; su reputación depende de excitar pasiones, no de canalizarlas. Sócrates sugiere que juegan un importante papel a la hora de convertir la democracia en dictadura, arrastrando las mentes al frenesí, hasta que algunos de ellos, quizá los más brillantes y valientes, cruzan el umbral que va del pensamiento a la acción para realizar sus ambiciones despóticas en la esfera de la política. Después, satisfechos porque sus ideas surten efecto, se convertirán en serviles aduladores del soberano y compondrán «himnos al tirano» una vez que éste llegue al poder.

Con el objetivo de impresionar a sus interlocutores, para sacarlos de su complacencia y llevarlos a pensar en la relación existente entre intelectuales y tiranos, Sócrates introduce la extravagante idea de los reyes filósofos en La república. Allí donde haya nacido o crecido, el rey filósofo debería abolir ambos términos. El rey filósofo es un «ideal», aunque no en el sentido moderno de objeto legítimo de pensamiento que demanda realización. Se trata de lo que Sócrates denomina «un sueño», que sirve para recordarnos cuán difícil será que puedan coincidir alguna vez la vida filosófica y las eXIgencias de la vida política. Quizá no esté en nuestro poder transformar al tirano, pero siempre se puede ejercer el autocontrol. Por eso, la primera responsabilidad de un filósofo que se ve rodeado de corrupción política e intelectual quizá sea el retiro. En La república, Sócrates compara el destino de un genuino filósofo en una ciudad imperfecta «con el ser humano que ha caído entre bestias salvajes y que es incapaz de sumarse a la práctica de la injusticia ni de resistir solo a los animales silvestres». Al recapitular, sostiene que

Tranquilo y cuidando únicamente de sí mismo, como un hombre en la tormenta, cuando el polvo y la lluvia son arrastrados por el viento, se detiene al lado de un pequeño muro. Cuando ve a otros sumidos en la anarquía, él está satisfecho si algo de sí mismo puede vivir la vida limpia de injusticias y de actos profanos, y se aleja de todo con una esperanza pulcra, generosa y alegre.

¿Quiere decir esto que Platón imaginaba la vida filosófica como una completa ausencia de compromiso? Difícilmente. Tras acabar su discurso sobre el filósofo a la intemperie, el personaje de Sócrates comienza a decir que ese hombre no lleva la mejor vida, ya que sólo en una buena ciudad le será posible «crecer más como hombre y reunir las cosas comunes a las particulares». Como sabemos, Sócrates arriesgó su existencia por luchar contra la tiranía, entendida más como fuente interior de la vida humana que como explícita manifestación política. La vida filosófica representada por el mismo Sócrates fue, sobre todo, una vida contra lo tiránico en el sentido más noble, porque implicaba el supremo conocimiento de sus propias tendencias interiores.

La falta de conocimiento de sí mismos es lo que distingue las conductas de los intelectuales filotiránicos europeos del siglo XX respecto de Platón y Dión en Siracusa. Ellos, Platón y Dión, habían sido capaces de entender la naturaleza del régimen de Dionisio, y esto justificaba el intento de liberar la ciudad de la dictadura, porque ambos habían seguido el ejemplo de Sócrates y arrancado de sí mismos todo rastro de impulso despótico. Y esperaban que Dionisio, como intelectual, pudiera volver a la filosofía y reconociera la injusticia de sus acciones y lo irracional de sus escritos. Esperaban, en resumen, combatir la tiranía con la palabra y no con la espada. Pero fracasaron, y aunque separaron sus caminos (Platón retornó a Atenas y Dión se hizo presente en el campo de batalla), Platón defendió ambas posiciones. El filósofo reconocía que Dión, como ciudadano de Siracusa que amaba su tierra natal, se había dejado engañar acerca de sus verdaderas posibilidades en cuanto a la transformación de Dionisio, y que había elegido el camino de las armas al ver fracasar su intento.
Pero Platón estaba convencido de que Dión había emprendido esta tarea sin dejar que la dictadura que combatía se apoderara de su alma. En política, no es vergonzoso fracasar o morir, mientras se consiga permanecer libre del impulso hacia la dominación. Dionisio no pudo nunca entender este sencillo principio. Sobrevivió para vivir en deshonor, mientras Dión recibió una muerte gloriosa, leal a la verdad y a su ciudad. «Cualquier destino alcanzado en el intento de conseguir lo más alto para sí mismo y para el propio país, es a la vez bueno y glorioso», concluye Platón, en un juicio final sobre la vida de su amigo.
La seducción de Siracusa es fuerte para cualquier hombre o mujer pensante, y así debe ser. No necesitamos aceptar el mito narcisista de Sartre sobre el intelectual como héroe para entender lo que Platón vio hace tanto tiempo: que existe una conexión entre el ansia de verdad y el deseo de contribuir al «correcto ordenamiento de ciudades y familias.» Precisamente porque Platón reconoció este impulso como impulso como pulsión capaz de convertirse en pasión temeraria, pudo ver su potencial destructivo y tratar de aprovecharlo para una vida intelectual y política saludable. Es tentador afirmar que esta suprema autoconciencia sobre el modo en que la mente manipula las ideas distingue de manera fundamental al filósofo, en el sentido platónico, de muchos intelectuales modernos. Y sería sabio adquirir ese mismo sentido para reflexionar acerca de la fascinación por la tiranía en el siglo XX y aprender de ella.
Es difícil encontrar un siglo de la historia europea mejor diseñado que el último para excitar las pasiones del pensamiento y llevarlo al desastre político. Las doctrinas del comunismo y el fascismo, del marxismo en todas sus barrocas mutaciones, del nacionalismo, del tiers mondisme en ocasiones animadas por el odio contra el poder despótico fueron todas capaces de generar feroces dictadores y de cegar a los intelectuales ante sus crímenes. Es posible concebir estas tendencias como parte de un gran relato histórico, al cual atribuir una gran fuerza externa capaz de alimentar tanto los acontecimientos como sus interpretaciones. Por mucho que se refleXIone sobre estos movimientos, todavía estamos lejos de entender el conflicto que los intelectuales europeos mantuvieron consigo mismos y la enorme cantidad de mecanismos empleados para mantener sus ilusiones.
A medida que leemos sus trabajos y tratamos de comprender sus acciones, necesitamos dejar a un lado nuestra repulsión y enfrentarnos con las fuerzas internas en acción en la mente filotiránica y, potencialmente, en nosotros mismos. Las ideologías del siglo XX se sirvieron de la vanidad y de la cruda ambición de ciertos intelectuales, pero también apelaron, de manera astuta y deshonesta, al sentido de justicia y al odio contra el despotismo que nace en nosotros del hecho mismo de ejercer el pensamiento y que, descontrolado, puede literalmente poseernos. Para los poseídos, las apelaciones a la moderación y al escepticismo pueden parecer mera cobardía y debilidad; los pocos intelectuales europeos que lo hicieron -Aron fue uno de ellos- fueron objeto de furibundos ataques como traidores ante las exigencias de la pasión. Quizá no hayan sido filósofos en el sentido clásico, pero estos hombres mostraron la misma sangre fría (política e intelectual) que en el discurso de Platón distingue al filósofo genuino del intelectual irresponsable.
Los casos difíciles sientan mala jurisprudencia han decretado los jueces. Tal vez podremos más tarde volvernos tolerantes ante los errores políticos de los intelectuales europeos, tratar de entenderlos a la luz de las extremas circunstancias del siglo XX y esperar días mejores. Nuestro historiador quizá sienta esta tentación acuciante. Pero sería un error dejarse vencer por ella. La tentación del poder despótico no está muerta: ni en política ni, mucho menos, en nuestras almas. La era de las grandes ideologías dominantes quizá haya acabado, pero mientras hombres y mujeres piensen políticamente  en resumen, mientras sean hombres y mujeres pensantes el riesgo de sucumbir a la seducción de esa idea permanecerá vivo. Y también seguirá vivo el riesgo de dejar que la pasión nos ciegue e imponga su potencial despótico, y de abdicar de nuestra verdadera responsabilidad, que es la de dominar el tirano que llevamos dentro.
Los acontecimientos del siglo XX ofrecen la oportunidad de analizar extraordinarias manifestaciones intelectuales de filotiranía, cuyas fuentes no desaparecerán a pesar de circunstancias políticas menos extremas, ya que son parte del maquillaje del alma. Cuando nuestro historiador quiera entender de verdad la trahison des clercs, deberá detener su mirada también aquí: aquí dentro. ~
— Traducción de Nora Catelli
© Mark Lilla

 

Originalmente publicado el 31 de marzo de 2004.

 

 

 

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