Jorge Fernández Díaz: Simbología frívola y muertos reales
Dos pícaros con prontuario se dan a la fuga, cruzan la frontera y se refugian en una pequeña comunidad; uno de ellos arranca una camisa de un tendedero y se la coloca apresuradamente, sin advertir que le ha quedado prendido un broche en la parte trasera del cuello. Los curas de un monasterio local los confunden con dos clérigos eruditos y reformistas que estaban por visitarlos, y ellos fingen ser sacerdotes para esconderse de la policía. Se trata de una comedia reescrita por el gran David Mamet, y entonces la suplantación de personalidad por parte de estos dos farsantes disfrazados deriva en una serie de hilarantes situaciones: uno de ellos esconde todo el tiempo su cara de susto detrás de la Biblia; otro balbucea conceptos robados de un manual de Colt y los hace pasar por extrañas parábolas del catolicismo; los dos improvisan frases simples e incomprensibles y logran que el pueblo, ansioso de creer, las transforme en innovadoras revelaciones místicas. Ciego de fervor y extasiado frente a la presencia de esos dos “maestros”, uno de los novicios se prende un broche en la parte trasera del cuello y se lo muestra al falso sacerdote, que no entiende nada. El novicio ha convertido al broche en un símbolo de la renovación de la fe, y en una contraseña secreta de esa nueva identidad común. Este detalle, que reproduzco de memoria (hace años que no veo la película), siempre me pareció uno de los hallazgos más sublimes de Nunca fuimos ángeles, la lograda remake de Neil Jordan. Son justamente esa clase de detalles los que muestran la grandeza de una escritura y esclarecen verdades profundas; en este caso, ese apetito urgente de ciertas personas por adoptar una creencia y por refugiarse en ella ante la insoportable intemperie de la vida, mecanismo merced al cual determinados seres humanos caen gozosamente en sugestión, en una suspensión de la racionalidad, en una adicción a la simbología y en un alivio de pertenencia. El nacionalismo de todos los tiempos se ha servido de esa indigestión simbólica que demuestra hoy mismo la grey cristinista, más atenta a la gestualidad literaria y el confort semántico de la tribu que a la verdad más cruda de los hechos. La combinación entre dos pícaros buscavidas que simulan ser lo que no son y una sociedad que precisa comprar su virtuosa fantasía, se parece a las relaciones carnales establecidas entre los señores feudales de Santa Cruz y Formosa, y la izquierda ilustrada de Palermo Hollywood. Recordó estos días una sagaz pensadora de Twitter, que en la Argentina “el progresista es al progreso lo que el carterista a la cartera”.
Toda esta alegoría cinematográfica me saltó a la cara el 24 de marzo, cuando a los necesarios rituales del luto y el repudio, se sumó una catarata de demagogia baratísima y puerilmente identitaria. Y un humanismo meramente simbólico: mientras se evocaba la lucha por los derechos humanos del remoto pasado se sustraía del presente la denuncia de los probados crímenes de lesa humanidad que cometen a diario los “hermanos” chavistas. Más allá de esa sangrienta hipocresía, lo cierto es que el régimen carapintada de Caracas es un híbrido, pero no una excepción: las democracias ya no mueren por golpes militares sino por tiranos electivos que ingresan al sistema por el voto y luego desde adentro carcomen las instituciones, se apoderan de ellas y establecen una hegemonía de caudillo y de partido único. Biden lo dijo a su manera: la gran lucha política de esta era es entre democracias y autocracias; los argentinos sabemos muy bien cómo aprieta esa cuerda: la tenemos anudada a nuestro pescuezo desde hace años.
Aquel mismo día, en Las Flores, Cristina Kirchner desplegó su panoplia de simbología impostada (la feligresía seguía sus gestos ampulosos como si estuvieran en misa) y negó poseer anteojeras ideológicas, aunque su propia narración se encargó de desmentirla. Porque rápidamente se regocijó de que no fuera Occidente sino Rusia y China —dos potencias autoritarias que nos dedican sus migajas— los proveedores a cuentagotas de las vacunas contra el Covid-19, ufanándose al fin de ser lo que es: la ideóloga de un programa que, precisamente, no funciona. Llegamos al frío y a la segunda ola sin capacidad vacunatoria y sin chances de confinamientos extensos y salvadores, puesto que la “cuarentena más larga del mundo” fue una equivocación (como sugiere ahora el doctor Pedro Cahn) y restituirla significaría lisa y llanamente que la ya tambaleante y pauperizada economía termine de explotar en mil pedazos. Desde su púlpito, la Pasionaria del Calafate habló de multilateralismo, pero meneó el patriótico criterio del “interés nacional”: tal vez intentaba inconscientemente explicarnos por qué carecemos de las vacunas de Pfizer y Moderna, como disponen los europeos y varios de nuestros países vecinos. Sin darse cuenta, se estaba haciendo cargo con su diatriba de las falencias operativas y, por lo tanto, de los muertos que ellas producirán, dado que en una emergencia poner la geopolítica por encima del pragmatismo es como hundir por repugnancia estética algunos botes despintados en un naufragio pavoroso. ¿Qué mayor “interés nacional” puede haber que salvar vidas reales cueste lo que cueste? Aquí el multilateralismo fue meramente retórico, y se adoptaron (malas) decisiones con anteojeras: el símbolo venció al necesario realismo de la hora, y la ideología del “gobierno de científicos” doblegó a la ciencia.
Abusando una vez más del juego de los signos, y mientras el ministro de Economía intentaba llegar a un acuerdo con el FMI para que no seamos “parias”, el Instituto Patria dispuso que su vocera para todo servicio, Hebe de Bonafini, manifestara su indignación por esas gestiones “deshonrosas”, practicadas de “rodillas” frente al poder financiero, y a Estela de Carlotto para que reclamara cárcel inmediata al principal líder de la oposición. El uso de las dos sacerdotisas de los antiguos derechos humanos en asuntos tan domésticos y desdorosos hiere profundamente la representación sagrada de estas dos damas: nadie nunca, ni el más reaccionario de los sectores sociales, les hizo tanto daño reputacional como los kirchneristas. Usar símbolos humanistas y reconocidos para tareas tan bajas es como incendiar una capilla de madera para hacer una barbacoa. Y como el hábito hace al monje, resulta que la arquitecta egipcia decidió repartir sotanas y administrar dos sellos abominables: el oscuro PJ bonaerense —responsable de la deforestación industrial y de múltiples pactos mafiosos, y de la consecuente pobreza estructural del conurbano— fue entregado al primogénito de la dinastía, y el inexistente PJ nacional —donde están los “suturados”, pejotistas con ánimo de “fragote”, como los describió alguna vez la propia doctora— a su regente vaciado de poder. La monarca de la calle Juncal, que se piensa a sí misma como una gestora magistral y está persuadida de que Kicillof fue un genio, le perdió a su presidente vicario toda confianza gestionaria. A esta altura, no solo se arrepiente de haber elegido a Fernández; también piensa que quizá podría haber ganado las elecciones sin necesidad de un señuelo. No se sabe cuán arraigado está este pálpito, pero lo cierto es que, en pleno año electoral, ella ha decretado el fin de la moderación, y que él se desvive por conformarla vapuleando a socios del Mercosur y dándole grandes alegrías a Nicolás Maduro. Es la apoteosis de la frivolidad simbólica, mientras la mishiadura real y las muertes acechan.