A la izquierda de la izquierda
Los últimos treinta años del siglo XX no han sido buenos para la izquierda. En los setenta se atascó la socialdemocracia, y en 1989 ocurrió una catástrofe: la caída del muro. El comunismo había sido algo más que un sistema de poder centrado en Moscú. Sí, había sido más que esto: había representado la prueba, el testimonio, de que el socialismo es susceptible de estirarse más allá de las políticas reformistas del centro izquierda. Aunque la acumulación de datos hiciera imposible ignorar el carácter homicida del estalinismo, o por mucho que la experiencia hubiese confirmado de modo recurrente la ineficacia de las economías centralizadas, reconocer que un determinado modelo sociopolítico ha dejado de ser deseable no es lo mismo que asistir a su extinción histórica. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe resumen la situación en el Prefacio a la segunda edición en castellano (2000) de Hegemonía y estrategia socialista (pág. 19): «Al fallar la variante comunista, acabó desacreditada la idea misma de socialismo. Lejos de revitalizarse, la socialdemocracia cayó en el caos. En la última década no hemos asistido a la reestructuración del proyecto socialista sino al triunfo del neoliberalismo…».
Pero todo esto pertenece al pasado. En 2008, el año en que se desencadena la Gran Recesión, pareció como que empezaba a dar la vuelta el viento. La desregulación del sistema financiero y los millones de parados generados por el caos subsiguiente debilitaron la confianza en el mercado. En paralelo, el proceso globalizador dejó colgados de la brocha a sectores importantes de la sociedad en Europa y los USA, impulsando la aparición de populismos iliberales de signo diverso. No me ocuparé aquí de lo que sucedió a mano diestra. Sí de la contraofensiva ideológica de esa izquierda provisionalmente enmudecida a la que Laclau y Mouffe se refieren en Hegemonía.
La contraofensiva se ha disparado en dos direcciones que, siendo opuestas, acusan un común origen marxista. Por un lado, asistimos a una reivindicación agravada, paroxística, de las políticas fiscales que aplicaron las socialdemocracias a lo largo de su última etapa ascendente. Oficia coma adalid o jefe de filas de este movimiento el economista francés Thomas Piketty. Detalles aparte, no resultaría injusto describir la doctrina pikettyana como una degeneración de El capital, en la acepción que a este concepto confieren los matemáticos. En matemáticas, un punto es un círculo degenerado, y un segmento de recta, un rectángulo degenerado. En ambos casos, la figura inicial pierde una o más dimensiones (dos el círculo, una el rectángulo), y se contrae a una forma más simple. Sucede lo propio con la teoría marxista después de ser reprocesada por Piketty. La intención del último, cuya obra más conocida, Le capital au XXIe siècle, apareció en 2013, es poner al día algunos temas o motivos del Marx canónico, máxime, la tendencia del capital a crecer fuera de toda medida. Esta depuración selectiva del padre fundador no resulta intelectualmente estimulante. El Marx histórico, comparado con el de Piketty, es lo que un suntuoso Buick Sylark de 1953 a la lámina de chatarra que queda pegada al suelo después de que haya pasado por encima de él una apisonadora.
La otra línea, potenciada, que no inaugurada, por la caída del muro (Hegemonía aparece en 1985), está representada en España por Laclau y Mouffe, los ideólogos de Podemos (resellado luego como «Unidos Podemos» y finalmente como «Unidas Podemos», adaptación marketiniana al feminismo obligatorio). El laclauísmo, por así llamarlo, nos retrotrae a la dimensión más voluntarista de Marx, la que se vio inhibida durante los últimos decenios del XIX y primeros del XX por una lectura del filósofo en clave predominantemente economicista. El concepto matemático de degeneración no sirve ahora para entender lo que intentan intimarnos escritores del corte de Laclau y Mouffe, dos pensadores que, siendo muy menores, reflejan bien la inclinación, el espíritu, de una porción no desdeñable de la izquierda contemporánea. Laclau y Mouffe aseveran en Hegemonía que el proyecto recogido en su libro es posmarxista y posmarxista. El énfasis alterno de las cursivas sugiere una superación o transformación de Marx y, también, su simultánea preservación. Pero ¿qué es lo que permanece, y qué lo que muda o se transmuda? Cabe hacer dos observaciones. La primera, es que Laclau y Mouffe evitan con denuedo al Marx de El capital, recuperando, en compensación, a figuras como Gramsci y, junto con Gramsci, Sorel, de quien el primero aprendió algunas o muchas cosas. No cabe rehabilitar a Sorel sin mirar con comprensión a Mussolini, punto fuerte del ala radical del Partido Socialista Italiano antes de ser expulsado por su apoyo a la intervención de Italia en la Gran Guerra. Lo último revela que Laclau y Mouffe han indagado vías, senderos y pasadizos que comunican con el fascismo, o, mejor, con el protofascismo de los dos primeros decenios del siglo pasado. Lo veremos en el siguiente apartado.
Segunda observación: incluso en el supuesto, por el que me inclino, de que el prefijo “pos” pese mucho más que la raíz “marxismo” en la filosofía de Laclau y Mouffe, nos encontramos con que ambos comparten con el padre de la criatura una serie de rasgos, todos de índole negativa. El rechazo de la ley “burguesa”, o si quieren, la ley entendida como un sistema de garantías en que el individuo puede hallar cobijo para esbozar un proyecto de vida personal, sigue intacto en los autores de Hegemonía, quienes unen, a una matización razonable de los diversos dialectos marxistas, un conocimiento somerísimo del liberalismo, identificado por ellos, sin matiz alguno, con el neoliberalismo, según el último es ventilado, y casi siempre condenado, en la prensa popular. No comparto, vaya por delante, la ufanía de muchos neoliberales. El mercado, por sí solo, no basta, ni por aproximación, para articular una sociedad.1Esto dicho, una izquierda seriamente renacida, sea o no de vocación revolucionaria, debería reflexionar con serenidad sobre una de las causas que más ha propiciado el decaimiento de la socialdemocracia. Me refiero al pacto espurio entre la clase política y sus clientelas electorales, muy bien estudiado por una rama de la economía a la que algunos autores de confesión neoliberal han hecho contribuciones decisivas: la Teoría de la Elección Pública. La redistribución, puesta al servicio de la obtención del voto, deriva pronto en corrupción, tanto más venenosa cuanto que envuelve a electores y elegidos: complica las tácticas del gobernante con la tendencia de los ciudadanos a desplazar los costes a terceros. La resulta es que la economía se resiente y, mucho más grave todavía, se desnaturaliza la representación. Mouffe y Laclau anotan el derrumbe comunista pero no parecen advertir que el atasco socialdemócrata de los años setenta contribuyó, tanto o más que aquél, a dejar sin agenda al socialismo gobernante.
En Piketty se repite el síndrome: nada encontramos en su libro sobre el agotamiento de la experiencia redistributiva en Suecia, Gran Bretaña y otras democracias desarrolladas. El francés nos abruma con una masa enorme de datos estadísticos, datos que, interpretados con ayuda de ciertas ecuaciones, presuntamente acreditan el comportamiento imparable del capital. Como las causas del mal son múltiples e imposibles de resumir, lo único que a la postre importa es liquidar el síntoma. La tosquedad del planteamiento, entiéndase, el hecho de que, por las trazas, el asunto consista en domar una variable indómita, un exceso aritmético cuya virulencia cabe constatar fuera de todo marco político y social concreto, empuja al francés, no puede por menos de empujarle, a reposar en un poder superior, una instancia situada por encima del voluble comportamiento de los hombres. O sea, el Estado.2 Esto aparta al autor de Le capital au XXIe siècle de la tradición liberal, en el sentido amplio del término. Distingue a la última cierto grado de escepticismo epistemológico: el que reconoce la complejidad de las cosas, esto es, su tendencia a rebasar los esquemas en que nos empeñamos en encerrarlas, tiende a pensárselo dos veces antes de intervenir en la realidad y dejarla limpia como una patena. El hombre de mentalidad tecnocrática es, cómo no, más expeditivo: no hay diferencia para él entre arreglar la sociedad y arreglar un puente. De ahí que sea dado a sobrevalorar la eficacia del aparato estatal, adornado de virtudes y clarividencias sin cuento. No quita lo dicho para que muchos neoliberales no se hayan salido del seguro al declarar al Estado cesante. También el liberalismo puede perder una o más dimensiones y contraerse a un artefacto doctrinal comparativamente rudimentario. Esto explica que no esté de más emplear, según el momento y la ocasión, el prefijo «neo». «Neo», más «liberalismo», sirve para designar una simplificación no por fuerza celebrable del principio liberal (ver nota «1»).
La filosofía que he adjuntado a Laclau/Mouffe, pero que presenta otras variantes (Podemos, en particular, estuvo aquejado, durante el reinado de Pablo Iglesias, de un fuerte sesgo leninista), brutaliza asimismo a Marx, aunque ahora por su lado idealista. Que ese idealismo venga acompañado de voluntarismo, plantea cuestiones filosóficamente enjundiosas. En el apartado siguiente haré un esbozo de urgencia del legado marxista, y de sus equívocos y zonas grises.
LAS DOS ALMAS DEL MARXISMO
Un discurso de Filippo Turati, pronunciado en 1921, resume con claridad admirable el debate que en Italia y otros países enfrentó a los reformistas socialdemócratas con los maximalistas de izquierda. El Partido Socialista Italiano se había adherido a la Tercera Internacional en 1919. Pero la agenda impuesta por Lenin no fue aceptada por una fracción del partido y no quedó otra que ventilar las diferencias en un congreso celebrado en Livorno. Italia andaba manga por hombro, máxime en la Padania, donde los escuadristas de Mussolini embestían a un PSI contagiado a su vez por las gestas de los bolcheviques en Rusia. Este es el contexto en que Turati, jefe de los reformistas, se dirige a los radicales. Después de denunciar la violencia, la dictadura del proletariado y la persecución de los disidentes, afirma:
Estos tres conceptos se resumen en uno: el culto de la violencia, interna o externa. Los tres se originan de un presupuesto que yo combato: me refiero a la fantasía de que la revolución es un hecho voluntario (cursivas mías) que ocurre en un día o en un mes, como cuando cae o se eleva de súbito el telón en el escenario… Pero no, la revolución social no es cosa de un día o de un mes. Es cosa de hoy, de ayer, de mañana y de siempre. Brota de las propias vísceras de la sociedad capitalista: de nosotros se espera tomar conciencia de la revolución, único modo de acelerar su cumplimiento.
La palabra clave, aquí, es «voluntario». Según el canon marxista vigente en aquellas calendas, la historia se mueve animada por leyes ineluctables cuyo desenlace necesario es el socialismo. De ahí que Turati advierta sobre el peligro de meter los dedos en el engranaje antes de contar dos más dos. Los maximalistas no solo estarían midiendo mal los tiempos, sino, también, los conceptos. El congreso dio lugar a una doble escisión: Gramsci, Amadeo Bordiga y otros se separaron de la mayoría para fundar el Partido Comunista Italiano, a lo que siguió en 1922 la expulsión del PSI de Turati y Giacomo Matteotti, el futuro mártir. Es difícil no experimentar una simpatía intensa hacia Turati, un hombre civilizado y poco sectario. Sin embargo, su entendimiento del socialismo plantea una cuestión enojosa: si el curso de la Historia está fijado de antemano, ¿qué margen de maniobra queda abierto al socialista revolucionario? ¿Se cruzará de brazos? ¿Hará un poco de fuerza con el hombro, por si la puerta, medio vencida ya, termina de abrirse? Los socialdemócratas optaron por dar tiempo al tiempo, y burla burlando, terminaron por adaptarse a la política parlamentaria y el mercado. Constituiría un despropósito suponer que una concepción determinista de la historia conduce fatalmente al reformismo socialdemócrata. Ninguna idea conduce fatalmente a nada. Las ideas son como las nubes de electrones que Heisenberg teorizó en sus escritos sobre mecánica cuántica: hasta que el observador no interviene en la nube, el electrón no fija su órbita alrededor del núcleo. La nube vale aquí por la filosofía, y el observador, por los hechos políticos y sociales. Es la interacción entre el hecho y la idea, lo que precipita una línea doctrinal concreta, es decir, lo bastante precisa para empujar a un partido o una organización en una dirección dada. Cuando, de añadidura, la idea está engastada en un texto, ya sea el Nuevo Testamento, ya El Capital, los albaceas políticos tejen interpretaciones discordantes, unas veces movidos por la fe, otras por el sentido de la oportunidad, o mitad y mitad. El que pretenda resucitar la verdad original, genuina, se enfrenta a una tarea en el fondo poco realista. Existe, sin embargo, otra alternativa: la de admitir el todo complejo que nos han legado los textos fundacionales y la tradición. No se llegará por esta vía a respuestas contundentes, pero sí a una comprensión mejor de lo que ha significado un movimiento que ha pretendido dos cosas al tiempo: cambiar la filosofía, y cambiar el mundo, siendo el orden de los factores otro motivo de disputa entre los adheridos a la causa.
En la actualidad se sabe de Marx mucho más que en la época de Turati. Empecemos por el Marx 1, el de madurez, segundo en el tiempo aunque primero en la conciencia de los socialistas. En el Prefacio a Una contribución a la crítica de la economía política (1859), una anticipación fragmentaria de El capital, Marx delinea las nociones clásicas de «base» y «superestructura». La primera comprende las fuerzas de producción y las relaciones de producción, las cuales determinan el entramado jurídico y político y las nociones que sirven para justificarlo (superestructura). Marx insiste en declarar que ha decidido dedicarse a lo que verdaderamente cuenta, que es el estudio de la Economía Política. Elección naturalísima si se sobreentiende que en el proceso económico está inscrito el dinamismo que desembocará en la revolución. También: el filósofo que cree que transformará la realidad limitándose a formular un concepto, incluso un concepto revolucionario, estaría confundiendo la causa con el efecto. La propia expresión del concepto integrará la manifestación ostensible de agencias materiales que desde atrás (o desde abajo) operan sobre el filósofo. A esa conclusión habría que llegar si se toman las palabras de Marx al pie de la letra. Asevera otra sentencia famosa del Prefacio: «No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su ser social el que determina su conciencia».
Esto deja sin sitio, no sólo al filósofo, sino al que procura abrir camino a la justicia, o lo que fuere, por las vías políticas ordinarias. Es cierto (así reza una de las páginas iniciales de El capital) que cabe abreviar o mitigar «los dolores de parto» anejos a la destrucción del capitalismo y la instauración de una sociedad sin clases. Pero hay que saber distinguir lo accesorio de lo fundamental. Y lo fundamental es que el sistema capitalista de producción está programado para generar su propia negación con «la inexorabilidad de una Ley Natural» (otra frase de El capital).
La exhumación de un Marx joven, preocupado aún por fijar su posición en el mapa del posthegelianismo, desestabilizaría más tarde el canon oficial. Este Marx en fárfara, o Marx 2, desconocido cuando se celebró el Congreso de Livorno, hace llamadas a la acción política que van a redropelo del attentisme de Turati y compañía. No todo el Marx ignoto era, en rigor, ignoto. Las Tesis sobre Feuerbach, redactadas en 1845, aparecen al final de un panfleto que Engels dio a la imprenta en 1888. Faltaba, no obstante, el contexto exegético en que alojarlas. La tesis undécima reza así: «Hasta ahora, los filósofos se han dedicado a interpretar el mundo de varias maneras; el punto está en cambiarlo». De recuperación mucho más tardía ha sido la Crítica a la filosofía del derecho de Hegel, descubierta en 1927. Marx había publicado solo la Introducción (1844), rematada por un largo retruécano sobre el filósofo y el vehículo objetivo de la revolución, a saber, el proletariado. Escribe Marx: «Así como la filosofía encuentra en el proletariado sus armas materiales, el proletariado encuentra en la filosofía sus armas intelectuales; una vez que la chispa del pensamiento haya herido profundamente la entraña ingenua del pueblo, la emancipación de los alemanes forjará la emancipación de los hombres».
Resulta oportuno señalar que Marx evoca aquí, y al tiempo invierte, el sentido de la frase con que Hegel había cerrado el penúltimo párrafo del prefacio a su Filosofía del derecho: «La lechuza de Minerva inicia el vuelo a la caída del crepúsculo». El Espíritu Absoluto, en Hegel, se encuentra a sí, averigua su consumación, a través de la filosofía. Pero esta aparece, no como una causa materialmente eficaz, sino como la expresión final, el «¡Hosanna!», en que el mundo prorrumpe al llegar a su colmo y redondez. En la Introducción de 1844, por el contrario, la filosofía empata con el proletariado en el alumbramiento del nuevo mundo: incluso, si se fijan bien, parece como que lleva la iniciativa. La undécima tesis sobre Feuerbach confirma esta idea. La realidad no está hecha. La realidad es algo que hacemos. En particular, que hace el filósofo avisado. Este voluntarismo disuena del determinismo asumido por muchos lectores de El capital. El Marx 2 transluce, abreviando, rasgos incompatibles con la ortodoxia de la Segunda Internacional. Uno de los primeros en atisbar el lado non sancto del maestro fue Lukács, cuya Historia y conciencia de clase apareció en 1923. Lukács fue reprobado por Zinoviév en el Quinto Congreso de la Comintern (1924). Al cargo rutinario de «revisionismo», se añadieron los de «ultraizquierdismo»… e «idealismo». Zinoviév, probablemente, no había leído el libro. Su único propósito era defender los dogmas bendecidos en Moscú. Lo digno de nota es que el idealismo, tomado en grueso o a granel, permite, con mucha más naturalidad que el materialismo, otorgar un papel al agente revolucionario, bien encarnado por el partido, bien por el intelectual, bien por el proletariado. Por supuesto, se puede ser idealista sin ser voluntarista. El ejemplo más a mano nos lo proporciona Hegel. Pero el idealismo brinda al voluntarista una coartada preciosa: el que concibe la realidad como una emanación de su mente, o dilatando la escala, de sus instintos morales y vitales, es probable que se vea tentado, por inercia o gradación, a reducir la distancia entre pensar, querer y obrar. Lo más frecuente es que voluntarismo e idealismo aparezcan superpuestos, sin que se adivine bien dónde empieza el uno, y donde termina el otro. Antonio Gramsci, que es el que verdaderamente nos interesa aquí, fue un voluntarista explícito y un idealista implícito. Se movió en una órbita adyacente a la de Lukács, al que, sin embargo, no llegó a conocer, ni personalmente ni por escrito. Lo menciona una sola vez, trabucando además su nombre: «Lukácz» por «Lukács». Político profesional y periodista, Gramsci no se convirtió realmente en pensador hasta que, condenado a prisión en 1928, destinó su ocio forzoso a reformular el marxismo. Murió en 1937, en un sanatorio: había obtenido la libertad unos meses antes, aunque no llegó nunca a pisar la calle. Desarrolló su filosofía en condiciones en extremo precarias. Separado de los acontecimientos, aquejado de una pésima salud y con un apoyo bibliográfico imperfecto, dejó a la posteridad un centón de notas, no una obra sistemática. Sus cuartillas se conocen, en conjunto, como I Quaderni del Carcere. En los años cuarenta empezaron a publicarse compilaciones de los cuadernos bajo títulos aprontados en cada caso por el criterio que había guiado al editor. Sea como fuere, Gramsci es crucial. La izquierda que se ha desviado del canon economicista, la representada, entre otros muchos, por Laclau y Mouffe, no se entiende sin él. Ya en 1917, había expresado con rotundidad la exasperación que en él despertaba el dilacionismo socialdemócrata. Tras poner en duda que el socialismo esté garantizado por el desarrollo de las fuerzas productivas, señala que «a la ley natural, al fatal curso de las cosas según los pseudocientíficos», hay que oponer «la tenaz voluntad (las cursivas son mías) del hombre». Merece la pena reparar en el siguiente fragmento de Il materialismo storico (1948, pág. 135):
Realmente, se «prevé» en la medida en que se obra, en que se aplica un esfuerzo voluntario y por tanto se contribuye a crear concretamente el resultado «previsto». La previsión… debe ser entendida al cabo, no como un acto de conocimiento científico, sino como la expresión abstracta de un esfuerzo que se hace, como el modo práctico de crear una voluntad colectiva.
La voz «prever», en español, es polisémica: significa, bien «conocer o conjeturar», bien «prepararse para futuras contingencias». Si adoptamos la segunda acepción, el fragmento se reduce a una tautología. Pero el idioma italiano recoge solo la primera acepción. Conocer, por tanto, no sería distinto de obrar. La resulta es que no existe para Gramsci una realidad independiente de la acción humana. No ya una realidad social, sino, aun siquiera, natural. Las páginas 142-143 abonan esta interpretación:
El concepto de «objetivo», dentro del materialismo histórico, parece aludir a una «objetividad» que también existe fuera del hombre, pero cuando se dice que la realidad seguiría existiendo aunque no existiese el hombre, una de dos: o se incurre en una metáfora, o se cae en una suerte de misticismo. Solo conocemos la realidad en relación con el hombre, y como el hombre es devenir histórico, también el conocimiento y la realidad son un devenir, también la objetividad es un devenir, etc…
El mundo no se dibuja hasta que el hombre lo dibuja. Esta noción, de prosapia pragmatista (el pragmatismo imprimió una huella profunda en la filosofía italiana de principios de siglo), escora al voluntarista Gramsci hacia formas filosóficas de coloración idealista.3 Las filosofías idealistas han sido propensas a desestabilizar el concepto de verdad. Según la opinión dominante, al enunciar una proposición P estamos dando forma verbal a un contenido que nos remite a la realidad, la cual determina si P es verdadera o falsa. Los idealistas entienden, por el contrario, que no existe una diferencia clara entre pensar P, y crear la realidad que hace a P verdadera. Por este atajo, o, si prefieren, gracias a esta elipsis, pueden llegar a hibridarse el idealismo y el voluntarismo. Gramsci añadió, a esta complicación, su doctrina sobre el historicismo, conforme a la cual la verdad de P depende, no del contenido estricto de P, sino del momento histórico en que P ha sido formulada. ¿En qué consiste entonces la verdad de P? ¿Diremos, quizá, que P es verdadera en cuanto apunta en la misma dirección que la Historia, o mejor, apretando la tecla voluntarista, que es verdadera si y solo si su materialización provoca que la Historia vaya por donde debe ir, o, ¡punto delicado!, fatalmente irá? Dado que Gramsci no acepta que existan leyes sociales que sean una réplica de las naturales (ni siquiera existen para él las pretendidas «leyes naturales»), nos quedamos a obscuras sobre qué tendría que ocurrir para que la historia autentificara (¿ex ante, ex post?) la verdad de una teoría. Nos encontramos, en definitiva, en un impasse. Gramsci reconoce la dificultad y escribe (Il materialismo storico, pág. 133):
Representarse una afirmación histórica como verdadera en un determinado periodo histórico, esto es, como expresión necesaria e inseparable de una determinada acción histórica, de una praxis determinada y luego «anulada» en un período subsiguiente, sin caer pese a todo en el escepticismo y el relativismo moral e ideológico, es decir, concebir la filosofía como historicidad, constituye una operación mental un poco ardua y difícil.
Y a fe que lo es. No solo ardua sino, a la postre, imposible. La solución gramsciana pasa, no por resolver la aporía, sino por desplazarla a un plano no enunciativo: es el triunfo de facto de una filosofía, lo que consagra a esta como verdadera (Il materialismo storico, págs. 22-23):
Para eludir el solipsismo y, a la vez, las concepciones mecanicistas que están implícitas en la concepción del pensamiento como una actividad receptiva y ordenadora, hace falta plantearse la cuestión en términos «historicistas», al tiempo que se pone como fundamento de la filosofía «la voluntad» (a la postre, la actividad práctica o política). Hablo aquí de una voluntad racional, no arbitraria, que se ejecuta en tanto en cuanto corresponde a necesidades históricas objetivas, es decir, en tanto en cuanto constituye una encarnación de la propia historia universal en su actualización progresiva. Si esta voluntad está representada inicialmente por un solo individuo, su racionalidad queda acreditada por el hecho de que es asumida, y asumida permanentemente, por una mayoría. Significa lo último que se transforma en una cultura, un «sentido común», una concepción del mundo. Y también en una ética.
Vemos aquí cómo Gramsci se desliza, probablemente sin desearlo, hacia un territorio en que la «praxis» («filosofía de la praxis» equivale para Gramsci a «marxismo») se confunde con lo que denominamos «práctica», o, si quieren, «ejecución»: tal o cual visión del mundo se confirma como verdadera después de que sus profesantes se hayan hecho con el control de la sociedad en un sentido que comprende, como primer paso, la administración de las ideas, o, para ser exactos, los reflejos y lugares comunes que configuran la opinión en una época dada. Hemos descendido, de la razón encarnada en la Historia, a lo que vale un peine, que es la instrumentación de ciertas consignas por una clique de expertos. Esa clique es el Partido Comunista («nuevo príncipe» en el idiolecto de Gramsci: «príncipe» hace referencia a «El príncipe» de Maquiavelo). Die List der Vernunft, la astucia de la Historia en la escatología de Hegel, reemerge como mera diligencia política. Hacia ahí gira, recurrentemente, buena parte de la filosofía gramsciana. Expresiones como «necesidad histórica objetiva» o «voluntad racional» nos remiten, todavía, a los estereotipos antañones. Pero su valor empieza a ser vestigial.
El tipo de dominio («hegemonía») ejercido por los que controlan la opinión desde una posición moralmente dominante, dará mucho que hablar a Laclau y Mouffe. Extremo muy revelador, puesto que muestra cómo una parte de la izquierda ha decidido subvertir la democracia liberal mediante la manipulación de los símbolos, y no alterando los modos de producción. Gramsci se manumitió de los principios del materialismo histórico en varias direcciones a la vez, y como impulsado por un mismo instinto. La superestructura, subordinada a la base material o infraestructura en las sinopsis divulgadas por el PCUS, adquiere poderes causales propios; y ganan un relieve inédito los intelectuales, investidos de funciones semejantes a las que había desempeñado la clerecía católico-romana a lo largo de los siglos. Gramsci, como Sorel unos años antes, estudió con interés profundo la historia de la Iglesia, maestra en capturar, simultáneamente, las almas, el patrimonio y el poder político. En resumen: el voluntarismo, aleado al idealismo, no indujo a Gramsci, como en principio cabría haber esperado, a cifrar el cambio revolucionario en una hazaña de carácter palingenésico, en un denuedo gracias al cual la idea impone sus fueros y su autoridad. No. Su conclusión fue que el socialismo debía explotar a fondo y con astucia el cálculo político y la propaganda. Georges Sorel, a quien Gramsci debe mucho, pero que, al contrario que el sardo, no se sintió nunca interpelado por las inercias del marxismo convencional, sí extrajo las consecuencias plenas de una visión «idealista» y «voluntarista» de la política. En Réflexions sur la violence (1908) apuesta por una convulsión súbita del cuerpo social, obrada por medio de imágenes, palabras, y llamamientos a la emoción:
[…] es preciso apelar a imágenes que despierten, de consuno y mediante la sola intuición, esto es, antes de todo análisis racional, la masa de sentimientos movilizada por el socialismo en su guerra contra la sociedad moderna.
El mito es una ficción que sacude a la masa. Es un terremoto cuya eficacia quedaría amortecida por una aproximación a la realidad social basada en el estudio de las causas, las concausas o su encadenamiento lógico. Se excluye también el pacto o diálogo con el poder establecido. La bestia negra de Sorel fue, comprensiblemente, Jaurès. Contra este invoca la huelga general revolucionaria, un acontecimiento que, anulando los intereses consolidados o el cálculo racional, pondrá patas arriba el mundo. Esta dimensión está también presente en Laclau y Mouffe, más sorelianos, en el fondo, que el propio Gramsci.
Bajo el influjo de la anticipación quiliástica soreliana, una anticipación en la que Cristo ha sido reemplazado por la voluntad del hombre, entraron en contacto la extrema izquierda y la extrema derecha. Mussolini, un hombre adscrito a la ultraizquierda del socialismo italiano antes de que estallara la Gran Guerra, escribió en Avanti!, el diario oficial del PSI, en 1912:
[…] ¿Por qué diablos tendría el proletariado que comprender el socialismo como se comprende un teorema? ¿Se puede acaso reducir el socialismo a un teorema? Nosotros queremos creerlo, nosotros necesitamos creerlo, la humanidad necesita un credo. La fe mueve las montañas, porque produce la ilusión de que las montañas se mueven. La Ilusión constituye, quizá, la única realidad de la vida.
No cabe anudar, de modo más estrecho, más brutal, idealismo y voluntarismo. La alusión a las montañas semovientes procede, por cierto, del Nuevo Testamento (Evangelio según san Marcos 11, 22-23). La propensión a subvertir blasfemamente metáforas cristianas se repite en casi todos los autores que por aquel entonces están escrutando el horizonte en busca de no se sabe qué. Eso que no se sabía, será el fascismo, inexistente todavía como movimiento aunque no como tentación, o, mejor, como atmósfera.
El oportunismo radical acomuna a Mussolini con Lenin. Lenin, marxista dogmático en sus horas filosóficas, combinó el blanquismo ejecutivo con el materialismo dialéctico (una doctrina de inspiración esencialmente engelsiana). Fue lo primero, el oportunismo blanquista, lo que le aseguró un sitio en la historia. Si su legado se hubiese reducido a sus escritos de intención filosófica, no seguiríamos hablando hoy de él. Sí, nunca permitió Lenin que repulgos doctrinales entorpeciesen su objetivo número uno, que era la captura del poder. Especies que en los padres fundadores son complejas o problemáticas, como «dictadura del proletariado», se transforman en sus manos en herramientas de combate, en útiles dirigidos a facilitar la supremacía del partido sobre la sociedad. En «La victoria de los cadetes y las tareas del partido de los trabajadores» (1906), explicó lo que entendía por «dictadura»:
Dictadura significa poder ilimitado basado en la fuerza, y no en la ley… Autoridad ilimitada, fuera de la ley y basada en la fuerza en el sentido más directo de la palabra: eso es la dictadura… El término científico «dictadura» (las cursivas son mías) no significa, ni más ni menos, que autoridad, no frenada por ninguna ley, no restringida en absoluto por ninguna regla, y basada directamente en la violencia. El término «dictadura» no tiene ningún otro significado. Retengan esto, compañeros cadetes.
La identificación del partido con la vanguardia del proletariado simplifica aún más la cuestión: la dictadura del proletariado es la dictadura del partido (Lenin dixit). Se resuelve así por las bravas la tensión entre el determinismo y la materialización política de la verdad. Un partido consciente de su misión revolucionaria abre paso, mediante sus decisiones discrecionales, a lo que la historia estaba destinada a confirmar. Esto, claro, es pura verborrea. Equivale a consagrar como necesario, a toro pasado, lo que antes sólo había entrado en el territorio de lo radicalmente contingente. Es conveniente señalar que el enaltecimiento del partido a conciencia del proletariado, y la asunción subsiguiente por el primero de una mayoría puramente nocional, es simétrica de posiciones mussolinianas: Mussolini tuvo siempre en poco a las masas obreras, infinitamente menos activas en materia revolucionaria que las minorías organizadas. El paralelo entre Lenin y Mussolini no debe estirarse, claro está, más allá de lo prudente. Mussolini, pese a su militancia socialista, nunca fue un marxista. Nietzsche o Sorel ejercieron sobre él una influencia mucho mayor que el autor de El capital.
Mouffe y Laclau, además de reivindicar las figuras de Sorel y Gramsci, se apartan militantemente del materialismo histórico, disuasivo potencial de la acción política. Ambos simpatizan con Carl Schmitt y su dialéctica amigo/enemigo, o, al menos, la encuentran sugestiva. No deben tomarse estas proximidades a la ligera. Los principios de la doctrina laclauiana están ahí, y son de naturaleza profundamente iliberal. El voluntarismo de Piketty es de otra índole. Podría decirse que, más que una teoría de la voluntad, Piketty usufructúa un vacío radical de teorías, que la voluntad viene a rellenar por ausencia de alternativas. El capital crece, como una célula cancerosa, y todo lo que hay que hacer es apretarlo para que se contraiga a dimensiones manejables. En Piketty no encontramos una escatología, ni, siquiera, una doctrina social. Vamos a examinar a Piketty con un poco de detenimiento.
PIKETTY Y LAS LEYES IMPLACABLES DEL CAPITAL
En un artículo publicado en la revista «Science» en 2014 («Inequality in the Long Run»), Piketty y F. Saez compendian así la doctrina de Le capital au XXIe siècle (casi mil páginas en la edición de Seuil, 2013):
Se puede demostrar que en el largo plazo el cociente capital/renta converge hacia β = s/g, donde s es la tasa anual de ahorro en el largo plazo, y g la tasa anual de crecimiento total en, asimismo, el largo plazo. La tasa de crecimiento g es la suma de la tasa de crecimiento de la población… y la tasa de crecimiento de la productividad….
En el caso extremo de una sociedad en el que el crecimiento de la población es cero, y lo es también el aumento de la productividad, la renta Y se congela. Mientras la tasa neta de ahorro esté por encima de 0, la cantidad de capital acumulado K tenderá al infinito. En consecuencia, la proporción β = K/Y crecerá indefinidamente (en algún momento, los individuos pertenecientes a esa sociedad dejarían probablemente de ahorrar, puesto que una unidad adicional de capital no serviría virtualmente de nada). Cuando el crecimiento es positivo pero pequeño, el proceso no es tan radical. El crecimiento de β se detiene a un nivel finito. Pero este nivel puede ser muy alto.
Piketty está invocando su «segunda ley fundamental del capitalismo». Esa ley compendia la tendencia del capital a crecer outre mesure.4 Aunque la lógica de acumulación del capital no se pueda defender, según Piketty, en los términos en que Marx la formuló, la segunda ley recoge su espíritu, por mucho que haya cambiado la letra. En la Introducción a Le capital au XXIe siècle, Piketty saluda de hecho a Marx (págs. 27-30):
La conclusión principal [de Marx] está contenida en lo que podríamos llamar «el principio de acumulación infinita», es decir, la tendencia inevitable (cursivas mías) del capital a acumularse y concentrarse en proporciones infinitas, sin límite natural. De aquí se desprende el desenlace apocalíptico previsto por Marx: bien porque se ha verificado un descenso tendencial de las tasas de rendimiento de capital (lo que liquida el motor que impulsa la acumulación y puede conducir a los capitalistas a destrozarse unos a otros), bien porque ha aumentado indefinidamente el componente del capital en la renta nacional (lo que empujaría a los trabajadores, tarde o temprano, a unirse y proclamar una revolución). En ninguno de los dos casos es posible un equilibro socioeconómico o político estable.
Este destino infausto no se ha cumplido, como no se ha cumplido el previsto por Ricardo. A partir del último tercio del XIX los salarios han empezado, por fin, a subir: la mejora del poder adquisitivo se generaliza, lo que cambia radicalmente la situación, pero las desigualdades siguen siendo extremadamente grandes y continúan progresando en muchos aspectos hasta la Primera Guerra Mundial. La revolución comunista estalla, bien es cierto, aunque en uno de los países más atrasados de Europa, aquel en que la revolución industrial apenas ha dado los primeros pasos (Rusia), mientras que los países europeos más avanzados exploran nuevas vías, las socialdemócratas, por suerte para las poblaciones respectivas. Al igual que los autores precedentes, Marx ha ignorado por completo la posibilidad de un progreso técnico duradero y de un crecimiento constante de la productividad, fuerza que, como comprobaremos, permite equilibrar -en cierta medida- el proceso de acumulación y concentración crecientes del capital en manos privadas. Sin duda, carecía de datos estadísticos suficientes para afinar sus predicciones…
[pero] el principio de acumulación indefinida esgrimido por Marx contiene una intuición fundamental que vale para el análisis del siglo XXI en no menor medida que para el XIX… Cuando las tasas de crecimiento de la población y de la productividad son relativamente bajas, los patrimonios acumulados en el pasado adquieren naturalmente una importancia considerable, hasta límites potencialmente desmesurados y muy desestabilizadores para las sociedades afectadas…Veremos en el conjunto de los países ricos, particularmente en Europa y Japón, que la muy fuerte subida del valor total de los patrimonios privados, medido con relación a la renta nacional anual desde el decenio 1970-1980, descansa fundamentalmente en esta lógica.