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Mastretta: Soñar con los pies

Es diciembre y bailo, a pesar de todo lo que sé que a cada quien le pesa. Me duelen los talones y un dedo, a veces las rodillas. En las mañanas mi cadera inventa que quiere vivir en otro sitio. Y por un segundo me parte en dos. Con todo, ha de llegar enero y seguiré bailando como quien acepta un mandato irracional contra el que no ha de rebelarse.

Ilustración: Gonzalo Tassier

Me atreví a seguir la música porque me urgía viajar más allá de la calle, desvelarme hasta saber a dónde va la luna cuando amanece, retar al toro del silencio con la bendita música de los anocheceres.

Hoy ya nada es silencio, está afuera todo el mundo: retando al horizonte y lo que venga con él. ¿Se equivocan? No sé. Espero que no, pero aún rige mi vida la cautela, porque tengo un tesoro al que quiero, sana y salva, cargar toda la vida que me quede. Tengo un niño que me trajo el primero de estos meses bisagra que unen un año con el otro, volviéndolos el mismo. Un niño que apenas pude tener en brazos hace unos días. Nada más fue tocarlo y me tembló el corazón en la punta de los pies. No sé si merecía esta dádiva, pero la bendije tanto más de lo que otras veces reniego del azar cuando es malo. Mi hija me lo prestó y él siguió durmiendo, como si no hubiera salido del regazo en que lo tenía. Sus ojos cerrados son una línea larga que a veces tiñe sus párpados de azul. Todavía no se sabe qué color van a tener. Cuando los abrió vi que pintaban la casa entera con una luz igual a la que según dicen sale de un cráter en Marte. Creí que me miraba. Ya sé que al principio no ven más allá de treinta centímetros. Pero no importa, lo crucial es su boca, el hambre respingada que alimenta su madre con suavidad de diosa. Tiene las manos diminutas y los dedos largos. Con ellos revisa su cara adivinándola: ahí está su nariz, la toca; ahí las cuencas de sus ojos, ahí los pómulos que rasguñó unos días para probar que eran parte de sí mismo, ahí sus manos paseando por su cara para sentir que están acompañadas. Todo en él es elocuencia y como dicen que hicieron los Reyes Magos con otro niño: lo adoré.

Se cuenta que así quieren las abuelas. Puedo ser testimonio de ese fuego. Las abuelas queremos a los nietos, desde el primer impulso con que hicimos a nuestros hijos hasta el deseo del que salieron los niños que ellos les prestan a nuestros brazos, devolviéndonos la fe que teníamos hace mil años.

Cierto, las abuelas somos pretenciosas, metiches, sabelotodo. Al mismo tiempo desordenadas y permisivas. Querríamos ser urgentes. Qué necedad. Que intrusión en lo que más nos importa. La consecuencia es que nuestros hijos nos lidian de un modo distinto a ese con que nosotros los lidiamos, pero nos lidian. Las abuelas de ahora, con nuestros anteojos de colores y nuestros achaques disimulados en pastilleros de cristal, fuimos las inconscientes baby boomers que trajeron a sus niños sin pensarlo de más. Vivíamos al día, paseándolos por el trabajo y el trajín como si fueran juguetes invencibles.

Ahora, nuestros hijos, antes de decidir un embarazo ya se están preguntando qué será de sus criaturas, qué enseñanza tendrán y cuál de sus cuidados puede ser un error que las lleve a la terapia cuando cumplan diez años o cuarenta.

Mi generación creció hijos cuyo futuro no tenía detalles. Se los hicimos al paso y como auguraba mi madre cuando me veía hacer lo que ella no hubiera hecho: “O te sale muy bien o te sale muy mal”. Los hijos de padres estrictos y certezas implacables, quisimos para nuestros descendientes la duda y la libertad como lo mejor que podíamos darles. Eso que hubiéramos querido para nosotros. Supongo, ¿o sé?, que eso les pesó a nuestros hijos tanto como a nosotros las continuas instrucciones y el apremio del cuadro de honor. El caso es que todos acertamos y todos nos equivocamos. Algo nos salió bien y algo mal. Por eso nos juzgaron nuestros antecesores y nos sentencian nuestros hijos. ¿Qué sabemos nosotros? Si fuimos los rebeldes de aquel ritmo y somos los necios de éste. Si estamos heredando la Tierra poblada de caprichos y basura, de contaminación y autocomplacencia. Creíamos que el mundo sería mejor gracias a nuestro esfuerzo; nuestro ímpetu tuvo el mismo talón de Aquiles que tienen todas las generaciones: la certidumbre de ser excepcionales, de estar fundando el mundo sobre los escombros de un equívoco.

Ahora los nuevos padres son dueños de sus propios aciertos y hablan de los límites y el orden como el deber principal. Eso y el tema del azúcar son los tropiezos con que nos encontramos los abuelos.

¿Cómo será este dios de los cristianos que nos crecieron?, nos preguntábamos cuando aún no creíamos en todos los dioses que quiera darnos el destino; o en la ausencia de dios con que no mitigamos el encuentro de nuestros hijos con la muerte y sus despropósitos.

¿Cómo se fue a morir nuestra amiga Clara a los pies del volcán y a manos del ejército? Porque sólo pagaron unos cuantos el confuso dilema de tantos. A la guerrilla se fueron algunos, al dinero los otros, al trabajo los más, a la ingenua fiereza de vivir como si cada mañana volviera a levantarse el universo. Con las manos abiertas y los ojos cerrados.

Me dije todo este discurso durante los escasos seis minutos que el cuidado me permitió cargar al niño, mientras hablaba con mi hija de la leche y la miel. En otros tiempos lo hubiera besado toda la tarde. Envidio a los animales que aún lamen a sus crías recién nacidas. Mi vida, le dije, le canté, ya te extraño y todavía no me he ido a ninguna parte. Luego volví a dejarlo en las piernas de su intrépida madre. No se busca la felicidad, se encuentra.

Por eso es diciembre y bailo. Cómo no si tengo alrededor tanta esperanza recién nacida obligándome a buscar fuerzas para entender el futuro en que ya vivo. Mi computadora está colmada de entuertos, y llenar una solicitud o imprimir un boleto de avión me lleva media mañana. Pero no es culpa de ella que es una máquina ingeniosa y sensible, soy yo la que sí entiende que no entiende. Dice mi hermana que por eso es un acierto de la naturaleza que se mueran los viejos entre los que ya nos contamos. Y digo yo que no. Que el buen juicio es seguir vivos tratando de lidiar con esto de que la huella del dedo índice se haya desvanecido, esto de cansarse jugando a las carreras o escribiendo las cuartillas que antes nos parecía tan fácil inventar.

Hay quienes se entristecen con las fiestas de fin de año. Yo cuento mis bendiciones y bailo en las noches, justo cuando el cansancio me reta diciendo que ya no doy para más. Bailo porque me urge seguir confiando en el futuro. Y ya lo dijo el clásico: bailar es soñar con los pies.

 

Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. AntologíaEl viento de las horasLa emoción de las cosasMaridosMal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos

 

 

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