Villasmil: La democracia sigue contra las cuerdas
Con 2023 apenas comenzando conviene recordar lo que nos dejó el anterior; en especial los graves problemas que enfrentan las democracias. Y no hay región del planeta que sea la excepción. Pero quedémonos fundamentalmente en estas tierras latinoamericanas.
Elección tras elección, no importa el país, por todas partes los moderados, los centristas, hacen aguas. Y quedan predominando los radicales y populistas de cada bando, los defensores del «anti» antes que del «pro».
Un hecho crucial: no se construye un país con tejidos genuinamente democráticos, a base de antis, se necesita que haya mayoría de pros. Pero lo que vemos es que mientras los liderazgos democráticos se reducen, los populistas se expanden.
Muchos gobernantes o líderes políticos actuales no han querido aprender, mucho menos enseñar, la lección primera de todo demócrata verdadero: saber perder el poder, y luego trabajar dentro de las reglas constitucionales para recuperarlo. Peor aún, a su contumaz conducta le viene al dedo una vieja oración del absolutismo germánico aplicada durante la represión de las protestas populares que, iniciadas en Baden, al sur del país, en 1849, se extendieron por otras regiones, a medida que los reclamos por libertad aumentaban: ”Gegen Demokraten Helfen nur Soldaten” (contra los demócratas solo ayudan los soldados). En el caso venezolano, a las menciones de la tríada revolucionaria francesa “libertad, igualdad, fraternidad”, el chavismo respondió siempre “guardia nacional, milicias, colectivos”.
En estos momentos podemos sentir el llamado creciente a las fuerzas armadas para involucrarse en la política por parte de populistas de diverso signo: Andrés Manuel López Obrador, Nayib Bukele, o el ya perdedor Jair Bolsonaro.
Todos tienen un enemigo común: la institucionalidad democrática. Y un deseo ferviente: mantenerse en el poder.
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Una tragedia general es que los que sufren no logran influir en las decisiones, prioridades e intereses de las élites, públicas o privadas, económicas o políticas, del gobierno o de la oposición.
A las élites la pandemia apenas las conmovió.
A pesar de la gravedad de la situación, no se viven tiempos de prudencia, de enmienda o de sensatez.
Persisten jerarquías sin méritos reales, con moralidad selectiva, y el latrocinio en muchos casos sin tapujos ni vergüenzas. Allí está el caso peruano: ¿hace cuantos años que no gobierna en ese país un presidente que no haya sido acusado de corrupción?
En Argentina sigue la tragicomedia de un presidente electo-a-dedo por su vicepresidenta.
Y en Chile, una sociedad profundamente dividida, al menos pudo expresarse con claridad y decir a las dirigencias que no estaba de acuerdo con una reforma constitucional que hundiría al país.
Volvamos, por la importancia del país y la gravedad de su situación, a México. Como no puede reformar la constitución y reelegirse, López Obrador (AMLO) está tratando de destruir al actual Instituto Nacional Electoral (INE) y crear un organismo más a su servicio. Ante una marcha multitudinaria en varias ciudades mexicanas en defensa de la institución electoral, AMLO hizo su propia marcha, y como Fidel o Chávez, habló por horas a sus seguidores, muchos de ellos «acarreados» de diversas regiones del país. Su fuerza radica en el poder embriagador de su palabra. Y como afirmó Luis Espino en Letras Libres, «No debemos olvidar que el poder del discurso de López Obrador no está en la verdad, sino en el uso del lenguaje como arma. Para el no creyente, cada frase es una mentira, una exageración, una fantasía o una falsa promesa. Para el creyente, cada frase refuerza la fe y aviva la emoción. (…) Es lenguaje diseñado para que el creyente suspenda el juicio crítico, defienda al líder y ataque al escéptico. No se trata de sustituir a la verdad con la mentira, sino de debilitar y deformar a la verdad hasta volverla irrelevante. Que cada persona crea lo que quiera creer».
Recordemos que en el reino de fake news todo es posible, aunque nada sea cierto.
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¿Y la tríada del mal, las tiranías de Cuba, Venezuela y Nicaragua? Continúan con su único, inamovible objetivo: mantenerse en el poder a costa de lo que sea, incluso las vidas de sus ciudadanos.
En Nicaragua y Cuba hubo elecciones el pasado año, que pueden calificarse de cualquier manera pero ciertamente no como democráticas. Y en Venezuela se anuncian elecciones en ¿2024? mientras la tiranía y un sector opositor compiten por ver quién destruye mejor las esperanzas ciudadanas; a la acostumbrada inhumanidad del régimen, la oposición del G-3 responde violando la constitución para favorecer sus intereses y mezquindades.
Pero más allá de los avances de la coyuntura en cada sociedad y en cada país, lo cierto es que hay un derrumbe de la defensa de la democracia, atrapada entre un liderazgo mediocre y muchas veces corrupto, y en una victoria creciente del materialismo en sus diversas formas, porque no hay liderazgos dispuestos a defender los valores de la moral, de la libertad, del diálogo sincero.
Vivimos en la prepotencia de una impostura moral reinante que nos empuja al autoritarismo y la simplificación grosera de la realidad, o nos instala en el prejuicio y la superioridad moral de lo «políticamente correcto», con los defensores del wokismo como sumos sacerdotes de un aquelarre cruel y despiadado, en ataque constante contra los valores del humanismo.
Lo que estamos viviendo y sufriendo en América Latina -y en el mundo, allí están la crisis ucraniana y las protestas en Irán y China- es la política convertida en una visión inhumana de la realidad. ¿Cuántos miles de ciudadanos latinoamericanos habrían sobrevivido la pandemia si sus gobiernos hubieran mostrado una sobria y sensata mezcla de racionalidad y solidaridad?
Esa pregunta no se ha hecho con suficiente énfasis. Y como venezolano, me siento obligado a hacerla, en estos tiempos en que con desazón y asombro veo a decenas de compatriotas -siempre serán minoría bajo este régimen, pero en su egoísmo extremo parece no importarles- afirmar que «el país se arregló» y les importa poco que la tiranía se fortalezca, mientras ellos puedan obtener robustos beneficios materiales.