A finales de 2024 quedarán terminados los trabajos de restauración de Notre Dame de París, después de dos años de labor para consolidar la estructura de la catedral y otros tres para llevar a cabo la total renovación de las partes dañadas, tanto en su exterior como en su interior, por el voraz y espectacular incendio ocurrido durante la tristísima tarde del 15 de abril de 2019.
Las imágenes de las llamas devorando los techos y del desplome de su hermosa flecha fueron vistas a lo largo y a lo ancho de todo el planeta. Las lágrimas brotaron de los ojos de creyentes y ateos. La tarde del incendio que devastó los techos y provocó el desplome de la flecha de Notre Dame, edificada en el siglo XIX por el original y creativo arquitecto Eugène Violet-le-Duc, seis personas nos encontrábamos reunidas en el café de nuestro amigo Ivanko, establecimiento situado en el muelle de Montebello, es decir, justo enfrente de la catedral, de donde nos fue posible mirar, en directo y desde uno de las mejores vistas del edificio, el catastrófico acontecimiento. Entre las seis personas se contaban dos jóvenes estudiantes estadunidenses de viaje en París, silenciosas y atentas al excepcional espectáculo de las llamaradas que se elevaron hasta la flecha durante los momentos en que ésta se desplomó. Ni una palabra, ningún grito, sólo las lágrimas silenciosas de las jóvenes. No era posible expresar mejor la emoción que todos sentíamos. Como para no creer en sus propios ojos. Cualquier palabra era inútil. Sólo quedaba callar.
Más que un símbolo y un monumento religioso, Notre Dame representa la historia y la existencia de una cultura y de una civilización. Mientras, con la mirada vidriosa a causa de mis lágrimas, veía las llamaradas alzarse hacia el cielo, recordé otras lágrimas, entonces de exaltación y regocijo, cuando vi por vez primera la imponente catedral de París. Recuerdo que iba descubriéndola a medida que me iba aproximando a ella, desde la plaza Saint-Michel donde comencé a caminar por los muelles hacia el colosal edificio. En su fachada principal, portal y torres, iban apareciendo y creciendo las estatuas de reyes, santos, ángeles, formas divinas. Figuras diminutas fundidas en el bloque de piedra, apenas perceptibles a lo lejos, fueron tomando forma y vida al irme acercando, agigantándose hasta volverse de nuevo invisibles al ojo humano a causa de su aplastante y monumental estatura.
La visión de Notre Dame me descubrió otra visión, ahora más profunda, más espléndida, de la catedral de México o la iglesia de Santo Domingo en Oaxaca. El viaje de un continente a otro dejaba de ser un túnel cerrado, convertido en desfile de espejos y abanico de espejismos: la imagen de Notre Dame me remitía a la de la catedral mexicana. En la belleza de una veía la belleza de la otra. El magnetismo de ambas las atraía entre sí, acercándolas a lo lejos, excavando la distancia, multiplicando semejanzas y diferencias.
Por suerte, me ha tocado vivir en el kilómetro cero de París, a unos ciento cincuenta metros de Notre Dame. Así, veo la catedral a cada salida de casa. Es decir, recomienzo a verla. Desde el incendio, ya hace cuatro años, veo más bien los andamios que la envuelven. Ahora, poco a poco, van desapareciendo y me permiten ver algunas de sus partes. Los trabajos de restauración no pueden ser más rápidos, a pesar de la voluntad del presidente Macron, siempre deseoso de ocupar el centro de la foto, quien quería reinaugurarla antes de los Juegos Olímpicos que tendrán lugar en París. Hoy, cunde la manía de la gente en el poder por las placas con sus nombres colgadas en los muros de los monumentos señalándose como constructores: si Mitterrand puso una placa con su nombre en el Louvre, después de la remodelación del palacio, Macron puede soñar en colgar la suya en Notre Dame. Los mexicanos que instalaron un altar para la Virgen de Guadalupe, el más iluminado por numerosas veladoras, en la catedral de París, prefirieron guardar un modesto anonimato. El orgulloso anonimato de los miles de hombres que la construyeron durante dos siglos, entre el XII y el XIV, así como los centenares de restauradores que la han conservado y remodelado en épocas posteriores.
Los actuales restauradores de Notre Dame, expertos en materias tan variadas como son la solidez de arcos o la luminosidad de vitrales, quienes pudieron recorrer pasillos y túneles de la catedral, tuvieron la suerte de descubrir algunos de sus secretos y, tal vez, también ver la sombra jorobada de Quasimodo escondiéndose en rincones inaccesibles. Alrededor de Notre Dame abundan historias y anécdotas. Víctor Hugo tuvo la osadía de construir su propia catedral en la novela titulada, sin falsas modestias, Notre Dame de Paris. Una mexicana, la muy bella María Antonieta Rivas Mercado, dejó la huella sangrienta de su amor fatal por Vasconcelos al suicidarse frente a uno de los altares de la catedral.
Notre Dame representa una civilización secular como ella: el tiempo deja de contarse en siglos cuando se penetra en su seno, monumento sin edad, y puede verse la luz renacer de su viaje
infinito.