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Michael Ignatieff: Razones para estar preocupados

Putin and Xi are using the coronavirus crisis to extend their control. Across the world, Trump struggles to keep up | CNN

Ucrania lucha por resistir. Navalni ha muerto. La matanza en Gaza continúa sin fin. Los hutíes bombardean buques en el Mar Rojo. Los norcoreanos lanzan misiles al mar de China Meridional. Desde la seguridad de Europa Occidental, miremos donde miremos, las noticias son aterradoras. En tiempos normales, el pesimismo es una moda intelectual. En tiempos como estos, es realismo. El orden que dábamos por sentado, inscrito en el derecho internacional, ratificado por Naciones Unidas (ONU) y mantenido por el equilibrio del terror nuclear entre las grandes potencias, se está derrumbando.

El orden que queda ahora depende de unos Estados Unidos divididos y al límite de sus capacidades. Las fábricas de municiones estadounidenses proporcionan los proyectiles que mantienen a raya a los rusos. Su Armada patrulla el Mar Rojo y repele los ataques de los hutíes. Las tropas estadounidenses en Corea del Sur disuaden a los norcoreanos de cruzar la línea de demarcación. Las patrullas navales y aéreas estadounidenses advierten a los chinos de que no aplasten al Taiwán democrático. Estados Unidos también garantiza la seguridad de Israel, a un coste cada vez mayor. Sus portaaviones en el Mediterráneo mantienen a Hizbolá apartado del combate, y sus vetos en la ONU protegen a Israel de las sanciones y le permiten continuar su despiadada campaña en Gaza.

Muchos jóvenes europeos se sienten airados por la complicidad estadounidense en la catástrofe de Gaza, pero el poder estadounidense hizo posible la vida de la que siguen disfrutando los manifestantes. El paraguas nuclear estadounidense y el Plan Marshall dieron a las democracias renacidas de Europa Occidental margen fiscal para que pudieran invertir en su modelo social normalmente generoso. Los electorados europeos votaron a favor de unos bienes públicos y una protección social envidiables porque no tenían que pagar por su defensa. Cuando países europeos como España hicieron la transición a la democracia, tuvieron libertad para gastar en carreteras, hospitales y escuelas, sabiendo que Estados Unidos cubriría su defensa.

Durante 80 años, los presidentes estadounidenses aceptaron este pacto porque les convenía. Ahora el consenso a ambos lados de la línea divisoria política se está resquebrajando. Trump y una gran parte de su partido creen que la alianza de la OTAN es un negocio de extorsión a cambio de protección. Si no paga, no hay obligación de protegerla. Solo los países de la OTAN próximos a la frontera rusa han abonado su 2%. El resto espera, con la esperanza de que Trump pierda.

Un optimista recordaría el comentario de Churchill de que Estados Unidos siempre hace lo correcto una vez que ha agotado todas las alternativas. Sigue habiendo republicanos que creen en la alianza europea, pero es posible que hayamos llegado al momento en el que el océano Atlántico se ensancha de golpe hasta convertirse en un abismo, separando dos culturas, dos realidades y dos estimaciones del riesgo. Un optimista respondería que las industrias europeas de defensa están reactivando sus fábricas de armamento e invirtiendo en nuevas tecnologías de defensa. Los políticos europeos se están armando de valor para convencer a los votantes de que una cuota del 2% de su PIB es lo mínimo que deben invertir, si, por primera vez desde 1945, Europa no puede contar con los estadounidenses para que la protejan.

Un pesimista contestaría: ya es tarde. Un optimista irónico replicaría: sí, es tarde, pero nada concentra tanto la mente como la perspectiva de una ejecución inminente. El problema más profundo de Europa, insistiría un pesimista, es que tanto Estados Unidos como el continente europeo se enfrentan ahora a una alianza que un día podría tratar de derrocar el orden mundial del que todos hemos dependido.

Se está formando un «eje de resistencia», alineado de manera vaga y coordinado de forma imperfecta, pero unido en su hostilidad al poder estadounidense, a la libertad europea y a lo que solíamos llamar «el orden internacional basado en normas».

El pivote del eje es la alianza entre Rusia y China. Los chinos suministran a los rusos circuitos avanzados para sus sistemas de armamento y Putin les envía petróleo barato. Juntos han impuesto un régimen autocrático en la mayor parte de Eurasia, desde Vladivostok hasta la frontera polaca. Si los exhaustos defensores de Ucrania se ven obligados a conceder a Rusia la soberanía sobre Crimea y Donbás, la alianza euroasiática de dictadores habrá conseguido cambiar por la fuerza una frontera terrestre europea. Si lo logran, supondrá una amenaza para todos los Estados situados en el perímetro de Eurasia: Taiwán, los Estados bálticos, incluso Polonia. Ambos regímenes dictatoriales utilizarán sus vetos en el Consejo de Seguridad de la ONU para ratificar la conquista y tirar la Carta de Naciones Unidas a la basura.

Esta alianza de dictadores trabaja en tándem con un grupo de renegados que violan los derechos, encabezados por Irán y Corea del Norte. Los iraníes fabrican los drones que aterrorizan a los ucranianos en sus trincheras. Los apoderados de Irán –Hamás, Hezbolá y los hutíes– ayudan a Rusia y a China maniatando a Estados Unidos e Israel. Los norcoreanos proporcionan a Putin sus proyectiles de artillería, al tiempo que traman invadir el resto de la península.

En lugar de alinearse con las democracias asediadas del Norte global, las democracias en ciernes del Sur global –Brasil, India y Sudáfrica– se niegan a sentirse avergonzadas de su vinculación con regímenes que dependen de la represión masiva, el acantonamiento de poblaciones enteras –los uigures– y, después del asesinato de Navalni, el asesinato descarado.

Por el momento, el eje solamente está unido por aquello a lo que se opone –la potencia estadounidense– y dividido por sus intereses primordiales. Los chinos no pueden estar muy contentos de que los hutíes bloqueen el tráfico en el Mar Rojo. La segunda economía más poderosa del mundo no comparte intereses con un empobrecido Ejército de resistencia musulmán ni con un Irán teocrático, y tanto Rusia como China siguen beneficiándose de un vínculo parasitario con la economía mundial que Estados Unidos todavía domina.

Por el momento, la diplomacia y la disuasión estadounidenses mantienen al eje dividido, pero si China y Rusia decidieran lanzar un desafío abierto al orden estadounidense –por ejemplo, una ofensiva coordinada contra Ucrania y Taiwán en el mismo momento–, incluso Estados Unidos tendría dificultades para enviar a toda prisa armas y tecnología a la zona de conflicto. Todas las partes pagarían un precio terrible por una batalla en dos frentes, pero Rusia ha demostrado cuánto está dispuesta a pagar por desafiar la supremacía estadounidense, y es posible que tanto China como Rusia crean que ha llegado su momento. De ser así, tenemos buenas razones para estar preocupados. Si un pesimista es alguien que imagina lo peor con el objeto de evitarlo, todos deberíamos ser pesimistas.

 

Michael Ignatieff es profesor de Historia en la Universidad Central Europea de Viena y presidente del consejo asesor del Instituto para la Ética en la Inteligencia Artificial de la Universidad de Oxford.

 

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