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Isabel Coixet: La amabilidad de los extraños

No hay nada que me conmueva más que un desconocido que te echa una mano así porque sí, por las buenas, sin esperar nada a cambio. Me sucedió el otro día. Salía de un taxi, de uno de esos supermodernos que tienen la abertura en un sitio impensable, y me pillé el dedo en la puerta. Abrí como pude (por supuesto, el taxista ni se dio cuenta o, si se dio, hizo como que no) y de mi dedo empezó a brotar sangre a borbotones. El taxista desapareció de inmediato. El dolor era insoportable. No tenía nada en el bolso para contener la sangre y me resbalaba por el brazo. Un chico que pasaba me vio, se paró y me ofreció unos Kleenex. Vio que apenas podía cogerlos (era el dedo derecho) y me limpió él mismo la sangre del brazo, me hizo un torniquete con varios pañuelos y cinta adhesiva que milagrosamente llevaba en la mochila. Yo casi lloraba de dolor. Me dijo si quería que fuéramos a un dispensario, le dije que no hacía falta. Le di las gracias profusamente. 

 

Según circula por ahí, la felicidad se alcanza con buena salud (sólo la entendemos cuando nos enfermamos) y mala memoria. Pero es pasmoso cómo olvidamos lo mal que hemos estado según nos sentimos mejor

 

Se fue no sin antes repetir si no necesitaba nada más. Me quedé allí con el dedo en alto, confusa por la rapidez con que había pasado todo. 

Luego me mareé un poco, como si mi cerebro no pudiera procesar lo que estaba pasando, y decidí buscar una farmacia. Allí me dieron un desinfectante e insistieron en que fuera a ver un médico porque los cortes en los dos lados del dedo eran muy profundos. Como el dolor se iba calmando, no les hice caso. La sola idea de una aguja cosiéndome la yema del dedo me daba escalofríos. Y siempre me resisto a ir a Urgencias porque pienso que tienen casos más graves que atender y que los demás somos un estorbo. 

Una de las múltiples recetas para ser feliz que circula por ahí es que la felicidad sólo se alcanza con buena salud y mala memoria. La buena salud, la ausencia de dolores y enfermedades graves, es algo que sólo entendemos de verdad cuando nos enfermamos o alguien cerca de nosotros lo hace. Pero también es pasmoso cómo olvidamos lo mal que hemos estado en el mismo momento en que nos sentimos mejor. 

Recordar demasiado y con demasiado detalle es contra-producente: registramos en los mismos compartimentos los recuerdos buenos y los malos y, por desgracia, el ruido de los malos acalla la silenciosa cadencia de los buenos. De ahí la importancia de olvidar. 

Creo que lo que me ocurre cuando me doy un golpe o me corto o algo me sienta mal y vomito es que de repente me siento muy vulnerable.  Es mi cuerpo diciéndome: «Hola, estoy aquí, ¿te habías olvidado de mí, muchacha?». Mi cuerpo recordándome que soy frágil y torpe y mortal. Y, claro, no me gusta. En la antigua Roma, a los generales que regresaban victoriosos de alguna batalla los seguía un esclavo cuya misión era recordarles que eran mortales: «Mira tras de ti y recuerda que eres un hombre». Supongo que, a la tercera vez que lo dijeran, a más de uno le caería un sopapo y a más de dos los enviarían a galeras, porque nadie quiere –y con razón– recordar lo frágiles que somos, lo fácil que es desmontarnos, descuajeringarnos, hacernos polvo.

Más tarde, sentada ante un café, me puse a pensar en el chico de la mochila –del que no recordaba ni el nombre (¿me lo dijo?) ni la cara– preguntándome si yo habría reaccionado igual, si habría prestado ayuda con tanta inmediatez; si no habría pretendido no ver nada, como había hecho el taxista. Ese chico no me había recordado que soy mortal, pero sí me había recordado lo importante que es eso tan simple de «haz bien y no mires a quién». Haz el  bien porque sí. 

Y lleva siempre en la mochila Kleenex y cinta adhesiva.

 

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