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Antonio Elorza: Un genocidio comunista

«Los lugares de exterminio de Camboya deberían ser de visita obligada para Enrique Santiago y Pablo Iglesias, que siguen esgrimiendo la bandera del comunismo»

Un genocidio comunista

Ilustración de Alejandra Svriz

 

El 17 de abril de 1975, hace ahora 50 años, los jemeres rojos entraron en Phnom Penh y, según el lenguaje de la época, liberaron Camboya. Conocí la noticia, acompañado de Marta, mi mujer, al leerla en Le Monde tras comprar el diario en el quiosco de las Cortes. Fuimos rápidamente a celebrar tan feliz acontecimiento a un pub del barrio de Salamanca. La memoria no me ha abandonado y por eso recuerdo el prólogo de ese desenlace, en 1970, cuando en París, coincidiendo con Carmen Iglesias y su marido Vidal, nos enteramos de la deposición del rey de Camboya, Sihanuk, que sería decisiva para el éxito de la guerrilla comunista al recibir su respaldo. De forma unánime condenábamos al imperialismo norteamericano y teníamos la esperanza de que allí como en Vietnam fuera derrotado. Por entonces, Carmen y yo preparábamos un libro en torno a los orígenes del socialismo español que se publicó con el elocuente título de Burgueses y proletarios.

Sobre Camboya, tras el 17 de abril, y siempre gracias a Le Mondelas informaciones se prestaron pronto más al desaliento y a la confusión. Daban cuenta de una gran represión, a pesar de una acogida pacífica y entusiasta a los revolucionarios, y de la extraña decisión de estos de vaciar la capital, forzando la salida de todos sus habitantes, al aducir el riesgo de bombardeos norteamericanos. En realidad, se trataba de la puesta en marcha de una utopía de la muerte, donde los habitantes de la capital y todos los miembros de categorías sociales como profesionales o intelectuales, que no se hubieran sumado a la rebelión, «el pueblo del 17 de abril» o «pueblo nuevo», eran culpables y se encontraban en peligro de muerte a la menor infracción. En los casos de profesores o funcionarios, ejecución apenas detectados. A la gente de las ciudades les tocaba incorporarse como miembros inferiores y sospechosos a las comunas campesinas en un régimen de trabajo esclavo, extenuante. El balance en cifras habla por si solo: murieron más de millón y medio de camboyanos sobre una población de ocho millones.   

Lo peor es que no fue un simple acto de barbarie, sino la aplicación de una ideología hasta un grado extremo de rigor, con una masa de ejecutores ciegos, puestos al servicio de una élite comunista, consciente de lo que estaba haciendo. Por azar, un antropólogo francés, François Bizot, cayó preso de los jemeres rojos antes de su triunfo y en su libro El pórtico (Le portail) nos ha dejado un preciso testimonio acerca de esa lógica de aniquilamiento y de la personalidad uno de sus jefes, Duch, luego al frente del famoso centro de exterminio S-21 en Phnom Penh. Era un maestr

El grupo dirigente del Angkar, la organización que envolvía al Partido Comunista camboyano, respondía a ese carácter. Salvo una excepción, Nuon Chea, el «Hermano número 1», Pol Pot, y todos sus colaboradores cercanos, integrantes del llamado Grupo de Estudios de París, eran hombres formados como estudiantes en medios del PC francés. Luego, en  la conformación del orden revolucionario, su modelo será el Gran Salto Adelante de Mao, el cual, no lo olvidemos, tuvo también como fruto 40 millones de muertos, pero la formación del grupo dirigente jemer rojo había tenido lugar en el seno del comunismo tradicional, europeo, estaliniano.

Pol Pot y sus «hermanos» implantaron un colectivismo agrario a ultranza, sin propiedad privada alguna, movilización y vigilancia permanentes, separación de niños de padres, prohibición de toda actividad intelectual y pena de muerte inmediata a la menor infracción. Y hambre extrema. Aunque prohibidos, budismo y animismo -culto a los espíritus- favorecían la idea de una vida totalmente controlada: los castigos se justificaban por un mal karma y el propio PC se disfrazaba de Angkar, la Organización, un Espíritu que lo veía y castigaba todo. Un infierno sobre la tierra.

«En Phnom Penh, entre otros lugares de exterminio, Tuol-Sleng, S-21, permite apreciar el sentido y el alcance del genocidio»

En Phnom Penh, entre otros lugares de exterminio, Tuol-Sleng, S-21, permite apreciar el sentido y el alcance del genocidio. Queda muy lejos, pero debía ser de visita obligada para personajes como Enrique Santiago y Pablo Iglesias que siguen esgrimiendo la bandera del comunismo. También en Europa debieran ser de visita obligada para ellos los búnkeres de otro maoísta, Enver Hoxha, en Albania (el mayor, copiado del norcoreano Kimn Il Sung). Al lado de Tuol-Sleng, de las condiciones de bestialidad represiva a que eran sometidas los presos, Auschwitz no era un hotel de dos estrellas, pero sí de una.

Para percibirlo hasta el estremecimiento, contamos con el excelente documental S-21 del cineasta franco-camboyano Rithy Panh (2003), en el cual ni siquiera faltan los elementos de singularidad cultural budista, presentes incluso allí. Ejemplo: la increíble conversación entre un superviviente y los verdugos, donde a estos no les preocupan sus crímenes, sino que su karma sufriese por el rencor de las víctimas. De no poder localizarlo, su visión puede ser compensada por La imagen ausente, del mismo autor, en Youtube.

La incansable labor de Panh como documentalista del genocidio jemer rojo ha hecho posible que este no cayera en el olvido, dado el escaso interés por el tema de la filmografía occidental, a pesar del éxito de la pionera Los gritos del silencio, de Roland Joffe en 1984. La tragedia camboyana evocaba demasiadas contradicciones, con los demócratas de Carter y nada menos que Joan Baez rindiendo homenaje a los criminales de Pol Pot refugiados en Tailandia. Entender lo ocurrido y sus consecuencias era tal vez muy complicado.

Pero esto no debe llevarnos a confundir singularidad con excepción. Los jemeres rojos reflejaron una visión extrema del maoísmo, dentro de una forma rígida de aplicación del patrón comunista, tomado del PC francés en su fase estaliniana. Los ingredientes estaban ahí. La concepción dualista de la sociedad, la voluntad de aniquilar al enemigo de clase, y al «enemigo del pueblo» en la propia organización, incluso el sistema de autodenuncia mediante la autobiografía (más tortura) enlazan con el patrón aplicado en la Europa del Este durante las grandes purgas de 1950. No son otros comunistas. Aplican las reglas del comunismo a partir de 1917.

«Reivindicar hoy el ideario comunista solo puede hacerse cerrando los ojos ante los crímenes de Stalin, de Mao o de Pol Pot»

A diferencia del fascismo, sin embargo, la dimensión finalista del comunismo, la emancipación de la humanidad, marcó distancias desde los años 30, cuando en Europa la oposición a los movimientos totalitarios de Alemania y Francia, llevó paradójicamente a los comunistas de los países amenazados a participar en la lucha por la democracia, en el marco de los contradictorios frentes populares. Los resultados fueron sin duda positivos en Italia, en Francia o en España, a partir de la muerte de Stalin, pero por una u otra vía la expectativa de su consolidación, el llamado eurocomunismo, fue solo un espejismo pasajero.

En suma, hoy reivindicar el ideario comunista solo puede hacerse cerrando los ojos ante los crímenes de Stalin, de Mao o de Pol Pot, y del movimiento en su conjunto. Y es que no fueron deformaciones transitorias, coartadas como en su día el «culto de la personalidad», sin consecuencias inevitables, en mayor o menor medida, como lo es hoy el Estado-KGB de Putin, del modelo totalitario leninista, sometido ante todo a su finalidad esencial: la destrucción por todos los medios del adversario de clase.

Además, la opción por el comunismo democrático, salvo por lo que concierne al PCI, nunca superó el nivel de un movimiento táctico. El viraje sempruniano en el Partido Comunista de España hacia la reconciliación nacional, jugó y juega un papel decisivo de cara al establecimiento y la consolidación de la democracia en nuestro país, tal vez hoy más que nunca, pero al frente del PCE Santiago Carrillo nunca dejó de ser un perfecto estaliniano.

Y como en el caso francés, faltó siempre la mirada crítica hacia el pasado que cortase de veras el cordón umbilical con un pasado impresentable. Lo que, en cambio, dejó claro en su autobiografía el futuro presidente de la República Italiana, Giorgio Napolitano: cuando los ideales del comunismo se tradujeron en lucha por el poder sin exclusión de medios, «de la Rusia de Stalin a la China de Mao y de la revolución ‘cultural’ hasta el caso extremo de la Camboya de Pol Pot y los jemeres rojos, produjeron aberraciones tales que hicieron justamente hablar de la ‘utopía invertida’». En una palabra, el horror.

 

 

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