El juego de poder global: Qué significa el nuevo tratado comercial entre EEUU y Europa
El acuerdo firmado el 27 de julio de 2025 entre Estados Unidos y la Unión Europea no es solo un tratado comercial, es un movimiento geopolítico cuidadosamente calculado que busca redibujar el mapa de poder global en tiempos de tensiones crecientes. Aunque se lo presentó como una solución para evitar una guerra comercial inminente y calmar las fricciones transatlánticas, sus efectos reales van mucho más allá de lo económico. Tocan la autonomía europea, alteran el equilibrio de poder mundial y agudizan la competencia estratégica con China.
Más preocupante aún, este pacto refleja una tendencia cada vez más visible: la erosión del sistema multilateral que ha sostenido el comercio global desde la posguerra. La Organización Mundial del Comercio, cuya legitimidad ya estaba comprometida desde que Estados Unidos bloqueó su órgano de apelaciones, sufre ahora lo que muchos consideran una “segunda muerte”. Esta vez, a través de acuerdos bilaterales que se imponen por presión más que por consenso, privilegiando el poder sobre el derecho, y debilitando el diálogo multilateral y equitativo que alguna vez se aspiró construir.
La autonomía europea, en este contexto, aparece gravemente lesionada. El acuerdo obliga a aceptar condiciones impuestas bajo amenaza de aranceles prohibitivos y compromisos de compras energéticas que comprometen su transición hacia fuentes sostenibles. La Unión Europea, que históricamente ha tratado de posicionarse como un bloque independiente, ve ahora cómo su margen de maniobra se reduce ante una potencia que negocia desde la imposición, no desde el equilibrio.
Este nuevo pacto comercial fortalece a Estados Unidos no solo en términos económicos, sino como arquitecto de un orden internacional basado en relaciones asimétricas. En vez de fomentar un comercio libre y justo, se impone un modelo donde los más fuertes dictan las condiciones, y los más débiles aceptan o enfrentan represalias. El multilateralismo, pilar de la estabilidad global, retrocede ante el avance de un pragmatismo geopolítico que debilita la cooperación.
China, por supuesto, no observa este proceso con indiferencia. Al verse limitada en su expansión tecnológica y económica en Europa, probablemente redoble sus esfuerzos para consolidar alianzas con el Sur Global y promover iniciativas que le permitan construir un sistema alternativo. La Franja y la Ruta, los acuerdos con países en desarrollo o el impulso a tecnologías propias son parte de esa estrategia para romper la dependencia del orden occidental.
Europa queda atrapada en el medio de esta rivalidad entre gigantes. Por un lado, Washington presiona para que se alinee con sus intereses estratégicos. Por el otro, China sigue siendo un socio comercial clave, especialmente en sectores de innovación, telecomunicaciones y energía renovable. Este dilema no es menor: cualquier movimiento en falso puede comprometer relaciones vitales o tensar alianzas históricas.
El verdadero problema es que Europa no está actuando como un bloque unido. Alemania, con una industria profundamente integrada con la estadounidense, ha sacado provecho del acuerdo. Francia, en cambio, lo ve con reservas. Estas diferencias internas erosionan la cohesión europea y debilitan su capacidad de negociación conjunta frente a potencias como China, India o el propio Mercosur, que ya observan con atención y calculan sus próximos pasos.
Es cierto que el acuerdo también ofrece beneficios. La reducción parcial de aranceles ayuda a sectores industriales clave y evita un choque comercial que podría haber sido devastador. Pero lo que está en juego no es solo un punto porcentual en los intercambios de bienes, sino la capacidad de Europa para mantener su voz propia en el mundo.
La Organización Mundial del Comercio, uno de los últimos bastiones del multilateralismo comercial, emerge como la gran perdedora. Si los acuerdos bilaterales dictados por la fuerza se convierten en la norma, quedará poco del espíritu que impulsó su creación. Y eso nos afecta a todos: los países más pequeños quedarán expuestos a la lógica del más fuerte, y la gobernanza internacional perderá credibilidad.
Este tratado simboliza un giro en la política global. Representa la normalización de un modelo en el que la presión sustituye al diálogo, y donde la cooperación es desplazada por la conveniencia estratégica. Europa, en este contexto, tiene dos caminos: asumir un rol subordinado o redefinir su estrategia para alcanzar una verdadera autonomía. No se trata solo de voluntad política, sino de unidad, visión y capacidad real para negociar desde una posición de fuerza.
La pregunta es si los líderes europeos están dispuestos a asumir ese desafío. El futuro económico y político del continente depende, en gran parte, de la respuesta.