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El orden que se desvanece: poder, desigualdad y desorientación global en el siglo XXI

La crisis civilizacional de occidente – Grupo Emancipador

 

En los últimos días, titulares europeos alertaron sobre algo que para buena parte del mundo ya no es noticia: “líderes internacionales advierten sobre la ruptura del orden mundial”. El anuncio sonó solemne, pero también tardío. Lo que en Madrid se presentó como una alarma inédita es, en realidad, el desenlace de un proceso que lleva medio siglo en marcha.

El orden internacional no se fracturó de pronto; se fue descomponiendo lentamente desde los años setenta, cuando las instituciones nacidas tras la Segunda Guerra Mundial comenzaron a perder eficacia y legitimidad. Desde entonces, el sistema que prometía estabilidad, desarrollo y cooperación se ha ido vaciando de contenido.

Las grandes conferencias globales se transformaron en rituales diplomáticos sin capacidad de decisión, y la idea de seguridad colectiva fue sustituida por una lógica de alianzas coyunturales.

La ONU, atrapada en un Consejo de Seguridad convertido en un tablero de vetos, perdió relevancia y pasó a ser un foro de gestos más que de decisiones efectivas. Los organismos financieros, por su parte, tienden a reflejar las prioridades de los actores más influyentes en su estructura de poder, consolidando desigualdades en vez de corregirlas. Ciertamente las guerras de las últimas décadas, Vietnam, Afganistán, Irak, Libia, Siria, Ucrania y Gaza, no deben verse como excepciones, sino como expresiones de un orden que pasó de regular la fuerza a justificarla.

Lo que hoy se presenta como una ruptura del equilibrio internacional podría ser, más bien, el colapso del poder normativo de Occidente.

Tras el final de la Guerra Fría, las élites europeas y estadounidenses interpretaron la situación como la consagración definitiva de su modelo. En ese contexto, Francis Fukuyama proclamó el “fin de la historia”, celebrando la aparente victoria del liberalismo económico y político. Sin embargo, esa lectura triunfalista ocultaba un dato esencial: el mundo se hacía más interdependiente, pero no más justo. 

La globalización multiplicó los flujos de capital, información y consumo, concentró la riqueza en una minoría y desplazó la producción hacia el Sur sin redistribuir el poder.

Los organismos internacionales, en vez de corregir esas asimetrías, las consolidaron. La ONU se volvió un foro de gestos, el Fondo Monetario Internacional un árbitro de disciplina fiscal y el Banco Mundial en un promotor de reformas que beneficiaban a las economías más desarrolladas. Así se construyó un orden que hablaba de democracia mientras marginaba a la mayoría.

América Latina fue uno de los espacios donde esa contradicción se manifestó con mayor intensidad. Tras las dictaduras de los setenta y ochenta, la región abrazó con entusiasmo el modelo liberal: privatizaciones, apertura comercial, flexibilización laboral, promesas de modernización. Durante un tiempo, los números acompañaron el optimismo, pero las sociedades se fracturaron.

El crecimiento no se tradujo en bienestar, la desigualdad se disparó y la política perdió legitimidad. Las crisis financieras de los noventa y de 2008 dejaron claro que la región no había ingresado en un orden de desarrollo, sino en un ciclo de dependencia más sofisticado, la globalización no la integró; la subordinó, confirmando que el “orden mundial” era una relación jerárquica que otorgaba a unos pocos el derecho de definir el destino de los demás.

El siglo XXI abrió una etapa de descomposición silenciosa. La guerra contra el terrorismo, la invasión de Irak, la expansión de la OTAN, las crisis migratorias y el colapso financiero de 2008 demostraron que el sistema internacional ya no respondía a principios compartidos, sino a equilibrios precarios. Las instituciones multilaterales sobrevivían más por inercia que por convicción, las desigualdades internas se profundizaban, la pobreza se extendía y la fe en la democracia se erosionaba.

La crisis no era solo geopolítica, sino moral: el orden liberal se desmoronaba no porque otros modelos fueran más fuertes, sino porque el suyo había perdido coherencia; en otras palabras, la promesa de progreso universal se agotó.

Europa fue lenta en percibir este cambio. Durante tres décadas vivió bajo la ilusión de que el mundo giraba en torno a sus valores. La guerra en los Balcanes, las intervenciones en Medio Oriente y la incapacidad para responder a la crisis migratoria fueron señales de alarma que no quiso escuchar. Cuando Rusia invadió Ucrania, Europa redescubrió la guerra en su propio territorio y comprendió que la seguridad dependía del paraguas militar estadounidense. El “orden internacional basado en reglas” que invoca hoy Estados Unidos solo funciona si Washington lo respalda, y Washington está cada vez menos dispuesto a pagar su costo.

La reunión de líderes en Madrid, con su tono de advertencia y lenguaje grandilocuente, es una confesión de vulnerabilidad: Europa teme perder el papel que ocupó en un mundo que ya no le pertenece.

El ascenso de nuevas potencias no ha generado todavía un orden alternativo. China expande su influencia económica con pragmatismo, India se consolida como actor demográfico y tecnológico, aunque aún sin liderazgo global claro, Rusia busca afirmar su peso militar y Estados Unidos, desgastado por la polarización interna y la dispersión estratégica, intenta mantener simultáneamente su hegemonía en Europa, Medio Oriente y el Indo-Pacífico, con resultados cada vez más inciertos. 

En ese escenario, el Sur Global emerge como actor difuso, plural y contradictorio. Los BRICS encarnan una voluntad de cambio, pero carecen de un relato integrador. El mundo se multiplica, pero no se ordena.

Además de las tensiones políticas y económicas tradicionales, el mundo enfrenta otros desafíos que trascienden regiones: el narcotráfico y el crimen organizado operan a escala global, erosionando instituciones, debilitando Estados y generando flujos ilícitos que impactan economías y sociedades en todos los continentes. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías transforman la economía, la comunicación y la seguridad, creando oportunidades de desarrollo, pero también vulnerabilidades universales: dependencia de plataformas extranjeras, ciberataques sofisticados, propagación de desinformación y desigualdad digital. 

Ningún país, rico o pobre, está exento de estos riesgos; forman parte de un entramado global en el que lo interno y lo internacional se retroalimentan, condicionando la estabilidad, la autonomía y la capacidad de acción de los Estados.

América Latina, nuevamente, queda en la periferia de estas transformaciones. Sus intentos de articulación: Mercosur, UNASUR, Comunidad Andina, CELAC y la Alianza del Pacífico han chocado una y otra vez contra la falta de voluntad política, los cambios de ciclo ideológico y la dependencia estructural de los mercados externos. Hoy enfrenta una doble vulnerabilidad: la de sus economías, afectadas por la volatilidad global, y la de sus instituciones, debilitadas por la desconfianza ciudadana.

Argentina, símbolo de un largo declive, vive una pobreza creciente que corroe su tejido social. Brasil intenta proyectar liderazgo bajo Lula, pero encuentra un entorno regional fragmentado y una presión externa que lo limita; Chile y Uruguay preservan su estabilidad, aunque sin capacidad de influir en el continente; México, atado a la dinámica de Estados Unidos, combina autonomía discursiva con dependencia práctica. Ninguno logra articular una visión de conjunto. Cada país se repliega sobre sí mismo mientras el escenario global cambia con rapidez.

La región padece el desorden mundial, pero también lo reproduce en su interior. La fragmentación política, la crisis de representación y la pérdida de confianza en la democracia son síntomas de una misma enfermedad: la incapacidad de construir un proyecto común. Populismos y tecnocracias se alternan sin resolver los problemas de fondo.

La desigualdad estructural, la informalidad laboral, la violencia y la corrupción son realidades transversales; en este contexto, las potencias externas actúan con libertad. Estados Unidos sigue mirando la región con lógica de contención, preocupado más por la migración y la competencia china que por el desarrollo. China consolida su presencia económica sin asumir compromisos políticos. Europa ofrece cooperación condicionada a sus intereses comerciales.

El agotamiento del viejo orden, sin embargo, abre una posibilidad histórica. En un mundo sin hegemonías claras, las regiones que logren coordinarse podrán aumentar su margen de maniobra. América Latina tiene recursos naturales estratégicos, capacidad energética, diversidad cultural y un capital humano considerable, pero carece de cohesión política.

Para aprovechar la transición global, debe reconstruir su confianza interna, modernizar sus instituciones y redefinir su narrativa. No se trata de oponerse a Occidente ni de alinearse con Oriente, sino de construir autonomía real: capacidad de decidir, de negociar y de proyectar. 

Esa autonomía depende tanto de la política como de la economía. La región necesita imaginarse a sí misma más allá de las coyunturas, como un actor con voz propia en la configuración del nuevo mapa mundial.

Europa, al hablar de “ruptura del orden mundial”, reconoce que ha perdido centralidad. El mundo no colapsa, sino que está cambiando piel; lo que se quiebra no es el orden en sí, sino el dominio occidental sobre él. 

Problemas como la guerra, la pobreza, el hambre y la desigualdad no son nuevos: reflejan un sistema que nunca fue verdaderamente universal.

El siglo XXI no trae estabilidad, sino una pluralidad de poderes en conflicto. En ese contexto, América Latina puede seguir siendo periférica o reinventarse como una comunidad política capaz de influir, superando el condicionamiento histórico y el fatalismo. El desorden global no es solo una amenaza, sino una oportunidad para quienes actúan con inteligencia estratégica.

El orden mundial no se rompió en Madrid, ni en Ucrania, ni en Gaza, se ha venido desintegrando desde hace décadas, y su derrumbe no es una catástrofe, sino la consecuencia lógica de un modelo agotado.

Lo nuevo es que Europa empieza a sentir la misma vulnerabilidad que durante generaciones soportaron los pueblos del Sur. América Latina, que siempre vivió en los márgenes de los órdenes ajenos, podría encontrar en esa coincidencia un punto de partida para repensar su destino.

Pero eso exige una revolución política y cultural: dejar de esperar validación externa, reconstruir la legitimidad democrática desde dentro y asumir la integración como una necesidad existencial, no como un discurso. Solo así podrá dejar de ser víctima del desorden mundial y convertirse en actor de su transformación. El orden del futuro, si alguna vez llega a existir, no nacerá de los salones europeos, sino de la capacidad de las regiones para reinventarse en medio de la incertidumbre.

 

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