Aguiar: Detrás del Esequibo, la ciudad de oro
Los apellidos Schomburgk y Mallet-Prevost permanecerán atados a la historia del despojo territorial –“mar de selvas” entre el río Esequibo al este y las bocas del Orinoco al oeste– que sufren los venezolanos a manos de los ingleses y en colusión con el Imperio ruso. El Laudo Arbitral de París de 1899 marcó el hito que vino a cerrar un largo ciclo de proezas y de mitos que motivaran a poetas, historiadores, cronistas, juglares y plumarios de todo género en el crepúsculo de la edad isabelina.
Concluido el siglo XVI se publicaba Venus y Adonis en honor de la reina, cuyas máscaras consideraba Shakespeare como el “símbolo de lo evanescente”. Así nos lo explica Enrique Bernardo Núñez, integrante, junto a Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry, Antonio Arráiz, Fernando Paz Castillo, Augusto Mijares, Andrés Eloy Blanco y otros, de nuestra luminosa generación posmodernista de 1920. Es el autor del acabado e insuperable ensayo Tres momentos en la controversia de límites de Guayana (1947) y del texto Orinoco (Manoa, la Golden City) que motiva estas notas.
Desde el siglo mencionado, en efecto, prende el propósito de la penetración británica en tierras españolas tras las informaciones que reciben sobre ciudades más opulentas que las del Perú, situadas en Guayana. Hablan de la sede imperial Manoa o la ciudad de oro sobre el lago Parima, que el imaginario sitúa entre los ríos Orinoco y Amazonas. Las crónicas de los expedicionarios refieren a la “ciudad coronada de torres” que podía verse ascendiendo al Roraima y en el punto más alto de las montañas de Paracaima.
En el mapa que traza Sir Walter Raleigh o Guaterral como le llaman los españoles –refiere Núñez– se hace referencia a esas torres de oro frente a un lago salado de doscientas leguas, semejante al mar Caspio, pero que el descubridor inglés no logra alcanzar. Es El Dorado que se destaca en la serie de mapas elaborados en Europa a partir de 1538 (Mercator) y 1598 (Ortellius), recopilados por la Comisión que en el tardío año de 1896 designa el presidente de Estados Unidos a pedido de Venezuela, para precisar sus derechos soberanos frente a Inglaterra.
Raleigh se empeña en la proeza. Llegar a Manoa le obsesiona. La inicia en 1595, encontrando previas noticias sobre El Dorado con un enviado suyo que antes visita a las Canarias y al llegar a Trinidad hace preso a su gobernador, Antonio de Berrío. Quema la ciudad. Los caciques de la isla le visitan y le hacen ver los tormentos que sufren a manos de los españoles y de los que este se aprovecha.
Berrío le habría comentado sobre las expediciones españolas de Pedro de Ursúa llegado desde Perú, Diego de Ordaz, Jerónimo de Ortal, entre otros, y le habla de los Guayanas, de las estatuas que construían y sus armaduras de oro y plata, advirtiéndole, no obstante, sobre las miserias que le esperaban.
“El imperio de Guayana” está destinado para la nación inglesa, se dice Raleigh. Y en eso trabaja y por ello muere. Su razonamiento es que, si la pobre monarquía española se convirtió en gran potencia, Inglaterra podría hallar mayores recursos en Guayana, por poseer más oro que el resto del Nuevo Mundo.
Se le acusará de complicidad con España y hasta se le condena a muerte, pero se le suspende, permitiéndosele organizar otra expedición en 1617. Insiste en llegar a esas áreas vírgenes de las que supo cuando recaló en el Puerto de los Españoles o Puerto España. Y después de un oneroso esfuerzo para trasvasar las venas del delta del grande Orinoco recala allí donde divisa “una montaña de color oro y otra de cristal parecida a una torre perdida en las nubes y de la que se desprende un río con terrible clamor, como si mil campanas tocasen a un tiempo”, escribe en su relación. Vio, efectivamente el Salto del Ángel y acaso el de la Llovizna: “río de aguas rojas del cual se puede beber agua a mediodía” y saltos que caen con tanta furia que “el agua forma como una columna de humo”. Allí se encontró – cree – con pueblos Ewaipanoma que llevan “ojos en los hombros, entre los cuales les nacen cabellos, y la boca en medio del pecho”.
Encontró a Topaiari, rey de Aromaia, que frisaba 110 años y quien le entrega su hijo, llevado a Londres. Antes le pide “indicarle los pasajes más fáciles para entrar en las áureas tierras de Guayana”. Le halaga su poder para diferenciarse de los españoles. Pero aquél le exige olvidar a su país, para que le evite males mayores.
Es el trecho que, pasados los siglos quiso culminar Schomburgk, quien inventando sobre sus mapas linderos que trasvasan hacia las profundidades de la actual Venezuela, descubre en 1837 una flor que llama Victoria Regis en el río Berbice. Será el símbolo inaugural del largo reinado victoriano.
Los sabios del pasado siglo, según lo refiere Núñez, hablaban de ese Dorado o Manoa como disparate geográfico. “La república también proscribe los mitos”, afirma. Sin embargo, en el Almirantazgo Británico es lo que pesa y lo que le anima desde cuando se inicia el litigio arbitral, apoyados en el romántico viaje de Raleigh.
Mallet-Prevost, abogado de la causa venezolana en el equipo de Estados Unidos que nos defendiera en París, cuyo memorándum póstumo hizo posible reactivar la reclamación tras el infamante Laudo, recuerda el peso que tuvo ese mito, el de El Dorado o Manoa, durante las sesiones del tribunal. El abogado británico, frustrado, no lograba ver sobre el mapa de Visscher a la vieja ciudad.
Entretanto, el general Guzmán Blanco busca cerrarle el paso a la delirante ambición británica. Le entrega antes al norteamericano Cyrenius Fitzgerald una gran extensión entre el Delta y el Esequibo que luego traspasa, extrañamente, a un inglés, a George Turnbull.