Cultura y ArtesMúsica

Alma Delia Murillo: Campo de fresas por siempre

 

 

Mi acervo musical suma el de siete hermanos mayores, el de mi abuela, mi madre, mi tío Salvador (el mariachi), mi tío Pedro (el otro mariachi), cinco compañeras de cuarto, tres ex parejas y mis búsquedas personales; resumiendo: un ecléctico y afortunadísimo desastre. Desastre que, faltaba más, terminó de perfeccionarse en los trayectos del metro.

Ahora que el apocalipsis se cierne sobre nosotros —velad, hermanos—; el modo nostalgia se apoderó de mí. Ni modo que no.

Y quién me lo iba a decir, extraño el metro. Estos años de ir dejando el transporte público porque trabajo en casa he extrañado, sobre todo, esa emoción del descubrimiento que tuve tantas veces escuchando las mejores curadurías musicales que puedan imaginarse. Al pregón de “Sí, mire, se va a llevar en formato MP3 lo mejor del rock” y con tremendas bocinas que ni el trueno de Zeus, sentía cómo mis emociones respondían de inmediato a la melodía en turno.

Porque la música, los reto a que lo experimenten y me desmientan, es capaz de transformar el ánimo de una manera tan poderosa y profunda que parece cosa de encantamiento, como diría don Alonso Quijano. Según el tono de las notas y del espíritu una puede sentir que lo tiene todo pero que no quiere nada o exactamente al revés: que no tiene nada pero que lo quiere todo.

El caso es que en días recientes, una pieza en particular me mandó veinte años atrás con tremendo golpe de nostalgia cuando empezó a sonar Strawberry Fields Forever.

Esos juglares del metro (nunca mejor dicho), recitaban en español los títulos de las canciones y era un gozo reconocer el talento nominativo que sólo en México: “Revolución número nueve”, “Aquí viene el sol”, y la mejor “Campos de fresas por siempre”.

A mis 19 años no sabía cabalmente —no me juzguen, sabios todopoderosos—quiénes eran Los Beatles, o The Beatles, o De Birels, o Dá Bitles si les da por la pronunciación british. Y los descubrí en el metro, escuchando un disco en formato MP3 sentí que esa línea “Living is easy with eyes closed” me hablaba tan directamente que no podía evadirla. Hoy por la mañana volví a escuchar Strawberry Fields Forever y mi algoritmo cerebral fue directo a Splendor in the Grass de Pink Martini, porque hay un diálogo directo entre esas canciones. La música tiene una meta conversación que ocurre sin que podamos evitarlo, y nos hiere y transforma de maneras insospechadas.

Para sumar a los hallazgos fundacionales que llegaron con los trayectos en el metro, un día descubrí el disco blanco y Happiness Is A Warm Gun terminó de desarmarme. Después vinieron las grandes playlist de The Doors, Bob Dylan, lo mejor de la salsa (cómo chingados no), y hasta una compilación de guitarra flamenca que me llevó a Paco de Lucía y de Paco de Lucía a Chick Corea, luego a Charly Parker y John Coltrane para no terminar con los asombros nunca.

Soy un trapo musical hecho de retazos: lo mismo salto de las bandas de Brass Jazz al Rock que del R&B a la música para trapear. Y disfruto a Pink Floyd tanto como a Peret. Voy de Benjamin Clementine a Juan Gabriel en subibaja y sin pudor.

Hoy mis playlist son digitales pero nunca será igual que viajar en un vagón del metro, rodeada de almas sudorosas sintiendo la música, con los pies acompasados marcando apenas el ritmo mientras el pregonero subía el volumen de las bocinas y recitaba los títulos de las canciones.

Quién tuviera campos de fresas por siempre.

 

*

Texto originalmente publicado en el periódico Reforma.

 

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