Gente y Sociedad

Alma Delia Murillo: Máquina destinada

Todos los días cruzo la calle Vito Alessio Robles para ir a correr a los Viveros de Coyoacán, todos los días, con mayores o menores ímpetus, veo a alguna persona desbaratándose contra el parquímetro que me queda de camino. Los hay que le susurran, le hablan, le pegan, lo acarician y se acercan para observarlo como si se tratara de una especie microscópica.

Siempre ralentizo el paso cuando veo que el encuentro merece ser observado, pero el miércoles de esta semana, cínicamente, me detuve a espiar a una mujer que, traje de dos piezas, peinado a lo Einstein con laca olorosa y unos mil quienientos años en cada ojo, regañaba al parquímetro como quien advierte los peligros al héroe antes de que salga al viaje de la guerra.

Por estar de carroñera mirando a la señora, recibí de pronto el golpe de los tres mil años de su mirada: “Tú, niña, ayúdame”.

Me hablaba a mí, niña de más de cuarenta años, lo sé, porque no había otra persona frente a ella más que yo.

Y ante el llamado del destino, amigos míos, no queda sino acudir.

Así que me acerqué, me dio dos monedas de diez pesos y me dijo, ayúdame a hacer esto porque yo no veo bien.

“Claro, señora, con gusto.”

¿Qué se le dice a una señora que lleva tres milenios en la mirada?

Le pregunté si quería poner los veinte pesos y me miró con cara de sorpresa ante la estupidez inaudita de mi pregunta: “pues, claro, si no para qué te los di”.

Me cayó bien su mala leche, sus modos autoritarios, no pude evitar sentir que ayudaba a la cabrona de mi abuela que nunca se distinguió precisamente por la dulzura de sus formas.

La experiencia de escuchar que me dictara las placas de su coche sin que luego de cada letra soltara una retahíla de insultos contra la imbecilidad de estos tiempos, la torpeza de habernos entregado a las máquinas, la grosería con la que hemos desplazado a las personas por fierros y tornillos, fue sinfónica. Lástima que duró tan poco, la verdad.

Cuando la máquina maldita emitió el ticket, lo tomé y le pregunté si quería que le ayudara a ponerlo en su coche.

“Caminar sí sé, tampoco soy idiota”.

Quise aplaudirle, confieso. Pensando en los días que yo he tenido ganas de dejar salir sin filtro y con maligna espesura todo lo que me viene a la cabeza, pensando en que este mundo debería ser más tolerante a la simpática amargura y menos buenaondista y todo-friendly.

Pensando que ojalá, algún día, antes de cumplir los tres mil años, yo me atreva a despotricar con tal gracia y libertad contra esta sociedad toda hecha de fierros, tornillos, contraseñas, formularios y estúpidas tarjetas que tan poco tienen que ver con la experiencia humana.

Pensando en que el desparpajo verbal de esa mujer se me antojaba como una forma de conquista interior, como un escudo real.

Agradecí a Saturno que enviara a esa hija suya, tan agraciada de lengua como reseca de piel, a cruzarse en mi camino.

Lo malo es que ahora pasaré cada mañana suspirando con la esperanza de volver a verla y lo más probable, porque Saturno también es así de ojete, es que no vuelva a encontrarla nunca. O tal vez todo fue un salto cuántico en la máquina del tiempo y no me he enterado.

 

 

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