Ana Cristina Vélez: Hacer cosas supuestamente divertidas
A raíz de la lectura del libro de ensayos de David Forster Wallace llamado Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, me puse a pensar en el tema. Él se refiere a los cruceros, yo pondría también en la misma lista los parques de diversiones, con montañas rusas y cubículos que giran.

A raíz de la lectura del libro de ensayos de David Forster Wallace llamado Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, me puse a pensar en el tema. Él se refiere a los cruceros, yo pondría también en la misma lista los parques de diversiones, con montañas rusas y cubículos que giran. En el ensayo que lleva este nombre, Wallace cuenta con un detalle más que minucioso, incluso agotador, lo que es un crucero de lujo de siete noches por el Caribe (se embarcó en marzo de 1995, en un mega-barco de la línea Celebrity Cruise Line, el MV Zenith, al que rebautizó “Nadir”).

El mensaje insistente en los folletos de promoción de este tipo de cruceros es: te vamos a cuidar y no tendrás que hacer ninguna cosa distinta de divertirte. Te vamos a dar mucha comida, variada y exquisita, prácticamente cinco comidas por día. Te vamos a arreglar el cuarto cada vez que salgas de este, así sea durante diez minutos, te vamos a poner toallas nuevas para cada ocasión (toallas para cada lugar, que cambian de color y de grosor, y te vamos a perseguir con nueva y seca cada media hora). Puedes caminar, pero porque quieras, pues estaríamos de llevarte cargado a donde desees. El punto es que te sentirás en una nebulosa de confort y paz. Bueno, ese es el supuesto.
Wallace, aunque aprecia muchas de las maravillas del crucero, descubre dentro de sí un gran descontento, un fastidio general. La relajación total que prometen los cruceros puede ser tomada como: el olvido de todos los problemas, remordimientos, dolores y malestares; como una manera de devolverte la capacidad de perdonarte todas las culpas, como un estado de gracia, que solo siete días de crucero, o, digo, de retiro espiritual (que es todo lo contrario, pues se trata de rezar y ayunar) pueden lograr. Wallace está seguro de que esta promesa de relajación total pone en juego la vergüenza sutil y universal que acompaña el exceso de autosatisfacción.
Entre gustos no hay disgustos. Para muchas personas, “no hacer nada” durante siete días seguidos, tirarse al sol, mirar el mar desde las alturas, comer y beber, no es divertido; incluso, es aburrido, pues no hay nada como tener ganas, y para tener ganas hay que carecer de lo que se desea. La presencia constante de lo que se desea produce desde habituación hasta irritación (el demasiado dulce empalaga). Un plato de langosta es muy deseable, pero no todos los días. Más que en la variedad, el placer está en la incertidumbre, en lo improbable, y en la recompensa de obtener lo deseado después de esperarlo, después de lucharlo. Un día de SPA, en el que te han masajeado el cuerpo y frotado insistentemente la piel, puede ser agradable, pero nada más horrible que recibir al otro día los mismos cuidados.
Para Charles Baudelaire estaba comprobado que trabajar era menos molesto que divertirse. Y estoy de acuerdo con Baudelaire, pero es necesario aclarar que todas estas cosas tienen su contraejemplo: queremos descansar de trabajar, tener salud todos los días y alimentos, y queremos trabajar solo si el trabajo nos parece agradable, etcétera. Pasado cierto nivel de necesidades satisfechas, para alcanzar un punto más alto, tenemos que desear, pues sin deseo no se puede obtener la recompensa, y eso es lo que ocurre en esas vacaciones que incluyen todo, hasta pensar por ti.
Los siguientes son párrafos seleccionados del ensayo de Wallace. Los comentarios entre paréntesis, después de las citas, son míos.
“Con parches o sin ellos, muchos pasajeros se marean de todos modos durante los dos primeros días de temporal. Resulta que la gente que se marea se pone literalmente verde, aunque es un verde extraño y espectral, con una palidez como de sapo y que confiere un aspecto considerable de cadáver cuando la persona mareada se viste para cenar.”
“La sensación se parece mucho a la experiencia de estar invitado en casa de alguien que haga cosas como colarse de madrugada y hacerte la cama de invitados mientras estás duchándote y doblarte la ropa sucia e incluso lavártela sin que tú se lo pidas, o que te vacíe el cenicero después de cada cigarrillo que fumas, etcétera. Durante un tiempo, con un anfitrión como este, todo parece genial y te sientes cuidado, recompensado, afirmado, digno, etcétera. Pero al cabo de ese tiempo empiezas a intuir que tu anfitrión no actúa por afecto o atención hacia ti sino simplemente en obediencia a los imperativos de alguna neurosis personal relacionada con la limpieza doméstica y el orden… lo cual quiere decir que, dado que el sentido final y el objetivo de la limpieza no eres tú mismo sino la limpieza y el orden, el hecho de que te marches va a ser un alivio para él. El Nadir no tiene la alfombra revestida de celofán ni los muebles forrados de plástico de un anfitrión analmente retentivo como el de mi ejemplo, pero el aura psíquica es la misma, y también lo es la perspectiva feliz de marcharse.”
“Las mañanas de la escala son una ocasión especial para el semiagorafóbico, porque todo el mundo baja del barco y va a la orilla para participar en Excursiones Organizadas a la costa o para algún rollo turístico peripatético no estructurado, y las cubiertas superiores tienen ese aspecto desierto y extrañamente delicioso de la casa de tus padres cuando eres niño, estás enfermo y todo el mundo se ha ido a trabajar o a la escuela, etcétera.”
“Pero, por supuesto, toda esta conducta mía ostensible dirigida a distinguirme de los demás está motivada a su vez por una preocupación consciente y ligeramente condescendiente acerca de la imagen que doy a los demás que es la preocupación100% propia de los americanos adinerados. Parte de la desesperación general de este crucero de lujo es que no importa lo que haga, no puedo alejarme de mi americanidad esencial y nuevamente desagradable. Esta desesperación alcanza su clímax en puerto, mirando algo de lo que no puedo evitar formar parte. No importa que esté aquí arriba o ahí abajo, soy un turista americano, y por tanto ex officio, corpulento, rollizo, rubicundo, escandaloso, tosco, condescendiente, ensimismado, malcriado, preocupado por su aspecto, avergonzado, desesperante y codicioso: la única especie de bovino carnívoro que se conoce en el mundo.”
“La mayor parte del tiempo que paso en el Nadir juego ajedrez conmigo mismo. No es tan aburrido como parece. Porque he llegado a la conclusión —sin ánimo de ofender— que la clase de gente que va a Megacruceros 7NC no suelen jugar muy bien ajedrez. Hoy, sin embargo, es el día en que una niña de nueve años me hace mate en veintitrés movimientos.”
“Comer en el Windsurf Café, donde todo está a la vista y no sale de una misteriosa puerta de vaivén, deja más claro todavía que todo lo que es comestible en el Nadir es absolutamente de primera calidad: el té no es Lipton a secas sino Sir Thomas Lipton, en un elegante paquete individual al vacío con el envoltorio de color beige. La carne del almuerzo es de esa tan buena sin grasa ni cartílagos que los gentiles normalmente solo podemos conseguir en las tiendas kosher. La mostaza es de una marca un poco más buena que Grey Poupon que nunca me acuerdo de apuntar. Y el café del Windsurf Café —que sale burbujeando alegremente de las espitas de las enormes máquinas de acero relucientes—, el café es, simplemente, del que te dan ganas de casarte con cualquiera que supiera hacerlo.”
“Scott Peterson es un hombre de treinta y nueve años, intencionalmente bronceado, con el pelo de punta muy rígido, una sonrisa constante de alto voltaje, un bigote estilo escargot y un Rolex deslumbrante: básicamente el tipo de personaje que se siente a gusto con zapatillas de deporte blancas sin calcetines y una camisa de punto verde Lacoste.” (Scott Peterson es el director del crucero).
“Juro que no estoy exagerando: este evento es para agarrarse la cabeza con las dos manos, el espanto más empalagoso imaginable. Pero ahora, cuando ya me tengo que marchar para no llegar tarde a la tan esperada sesión de tiro al plato de las 15:00 h, Scott Peterson empieza a contar una anécdota que aglutina en suficiente medida mis peores temores y fascinaciones a bordo como para que me quede e intente apuntarla.” (La anécdota termina siendo un chiste flojo).
“[…] lo cual provoca que Trudy saque su extraña sonrisa dentalmente asimétrica al mismo tiempo que empieza a cortar sus medallones tiernos de ternera estofada con tanta fuerza que el ruido de su cuchillo contra la porcelana fina del R5fC hace que a todos los ocupantes de la mesa nos castañeen los dientes.” (En estos cruceros la persona tiene una mesa asignada con los mismos comensales, así que se terminan conociendo, bien o mal, odiando o queriendo).
Wallace fue un escritor interesante y de cierta manera precoz. Es innegable su humor, mejor decir, su ironía; su capacidad obsesiva e incisiva y también dolorosa de detectar la parte oscura, podrida, falsa, pretenciosa de las cosas, su habilidad de revelar esos aspectos ante los cuales la mayoría de los mortales nos hacemos los de la vista gorda para no estropear el buen momento. Hay que decir que las traducciones de sus libros al español son deficientes.