Ángeles Mastretta: Querida Jane
Hay escritores que nos gustan, escritores a los que admiramos y escritores que son de nuestra familia. Eso me pasa con Jane Austen. A veces soy parte de una fiesta o de una conversación y siento que podría estar en cualquier otro tiempo, suspendida en mitad del siglo antepasado, igual en mi jardín que en el campo inglés: la patria y el destino de Jane Austen. Me fascina el irónico deseo de lo ideal que hay en sus historias. Quizás yo crecí dentro de una. Todo lo que ella cuenta me hace creer que, aunque entonces no se hablaba de clases medias, la gente suya se parecía a la clase media entre la que viví. Gente que temblaba con los preparativos de una fiesta, que veía los viajes como expediciones y los noviazgos como una duda entre dos templos. ¿Esto que aquí sucede, podría volverse eterno? Gente que vivía estirando el dinero para que alcanzara hasta el fin del mes, que quería para sus hijas hombres de bien y, de preferencia, con buena dote y buen tipo. Niñas que creían en que la confusión tiene remedio y por su causa eran capaces de meterse en lo inaudito. Pero, sobre todo, ojos capaces de imaginar el destino como algo sobre lo que uno puede incidir. Cosa que en esos tiempos y en alguno de los míos, parecía imposible.
Los ojos de Jane Austen eran premonitorios. Alguien creería que estoy loca si digo que era feminista, pero la verdad es que ninguna de sus heroínas tuvo a bien suicidarse para salir de un entuerto, mejor lo desafiaban como ahora se supone que debe hacerse. Y se hacían dueñas de sus vidas por obra y gracia de su santa voluntad. Como la propia Jane. Sola, mejor que mal acompañada.
Mil veces me había preguntado qué buscan en los objetos de otros quienes anhelan mirarlos. Qué intuyen ahí de quienes vivieron en otros tiempos, sin imaginar que encontrarían reverencia y cariño siglos después. Llegaba mi comprensión hasta el atractivo que puede tener para una nieta el prendedor que fue de su abuela, el cepillo con el mango de plata, la jarrita de cobre en la que se ponía el agua caliente. Pero por la letra de un escritor, por sus papeles, no me parecía importante preguntar. ¿Qué más dará?, pensaba. Por eso cuando, con el cuidado que ponen a sus visitas quienes trabajan en la Universidad de Texas, nos mandaron preguntar qué cosa relacionada con qué personas o temas nos gustaría que nos enseñaran de entre los que pudiera tener, bajo su custodia, el Ransom Center en Austin, yo no hice mayor esfuerzo, ni tuve más expectativas que las de cumplir con la visita que con tanta amabilidad nos proponían. Vamos y vemos cualquier cosa, me dije. Luego, tras la insistencia, pedí como quien está seguro de que no habrá agua en el desierto: -Si algo tienen relacionado con Jane Austen, me gustaría verlo-. Y se me olvidó el asunto a tal grado que cuando íbamos rumbo al Random Center mi interés por lo que guarda era el deseo de darles gusto a quienes nos invitaron.
Caminamos hacía la biblioteca cruzando por un jardín lleno de árboles con unas flores lila que resplandecían tras la tormenta. En la entrada nos recibieron dos mujeres jóvenes: Anna y Katie. Dos enamoradas de su trabajo y sus tesoros. En medio de disculpas porque en el salón de lectura quién sabe qué acontecía, nos llevaron al bodegón lleno de estantes ordenadísimos en el centro del cual había una mesa cubierta de papeles viejos. Papeles entre micas, cuidados como recién nacidos. Ya entrar ahí nos hizo sentir que entrábamos a un santuario. Pero la reverencia profesional con que esas dos expertas tocaban los papeles y nos iban contando lo que eran, lo que habían sacado pensando en lo que nosotros querríamos ver, fue de tal modo emocionante que yo no necesité más para saber que ahí había un lujo. Sobre la mesa estaban los documentos que ellas habían creído de nuestro interés. Nos presentaron la colección de Sanora Babb, la deslumbrante autora, ahora lo sé, de una novela excepcional, Whose Names are Unknown, escrita en 1936 y publicada hasta 2006. Una novela sobre los trabajadores del campo en el sur de Estados Unidos que llegó a las editoriales justo cuando la novela de Steinbeck, Grapes of Wrath, estaba teniendo tal éxito de ventas que los editores consideraron imposible que el mercado resistiera dos libros con el mismo tema. En el archivo de Sanora vimos las cartas en que una editorial tras otra, rechazan su novela diciéndole que es muy buena.
Luego nos enseñaron unos apuntes del propio Steinbeck, otros de Don De Lillo. La primera versión de ¡Absalom, Absalom! escrita a mano por William Faulkner, algunas cartas de Arthur Miller, la correspondencia entre Octavio Paz y sus traductor, imprevistos así por los que pasé los ojos con entusiasmo, pero nada más. Hasta que al final de la mesa, en la última esquina, impávida y conmovedora como suelen ser los amuletos, estaba una primera edición de Orgullo y prejuicio. Un libro pequeño, empastado en piel, que al principio tenía el nombre de quien fue su dueña: Cassandra Elizabeth Austen. Escrito con su pequeña letra inclinada: el nombre de la hermana de Jane. Su principal escucha, su mejor amiga: Cassandra Elizabeth. De ese nombre debió salir la Lizzy de la novela. Y ahí estaban, todos en uno: Jane, Elizabeth, Cassandra, la devoción de las hermanas que es una constante en su vida y sus novelas, el nudo entre ellas y el precioso libro del que salía un polvo invisible e invencible.
—¿Lo puedo tocar?—, le pregunté a la cuidadosa Katie. Ella asintió con la cabeza y yo puse un dedo sobre el libro.
Querida Jane, dije para mis adentros. Y quién sabe cómo ni por qué inmisericordia, sentí que algo de otra parte se imponía a mi escepticismo. Las cosas tienen voz aunque uno se resista a creerlo.
¿Escribimos para recordar o para ir adivinando lo desconocido? No sé. Tantos años y no sé. Tantos años y habrá quien diga que no importa. Inventar mundos es querer adivinarlos: ¿quiénes son éstos?, ¿qué pensaban?, ¿qué los conmovía? Pero también tener urgencia de contarlos: Ellos, ¿a quién añoran?, ¿a qué se atreven? Yo, ¿para qué escribo? Austen para entretener a su familia, pero también para fijar un mundo en otros mundos. Yo no leo en voz alta, tras la cena, para aliviar el tedio de otros. Ahora hay televisión, cine, música en los oídos. ¿Cómo recupero este mundo con las ansias que Austen puso en recuperar el suyo? Y ¿para qué?, si ya todo está en fotos y películas. Si los míos pueden oírme por teléfono, mientras las horas se acortan con los días. Lo que me sucede no necesito reinventarlo. Y eso, ¿a ustedes qué les importa? Nada, tienen razón, estamos todos muy ocupados ocupándonos. ¿El arte tiene la obligación de conmovernos? Yo creo que sí, pero ya estamos conmovidos por una realidad que todo dice a gritos. ¿Qué de lo que uno inventa no le pertenece? Es un lugar común decir que vivimos en nuestros personajes: agazapados, temerosos, audaces. Pero sí y no. Hay cosas de uno que no contará nunca. Sólo las quiere consigo. Y no por díscola, sino porque no se atreve a tocarlas. Escribir es un juego de precario equilibrio entre el valor y la soberbia. También entre sus opuestos: el miedo y la humildad. A veces ninguno alcanza para contarlo todo. Ahí mismo está el secreto de la señorita Austen. Y su enseñanza: en ese equilibrio. Buen escritor es quien escribe a diario, como ella, con la letra pequeña y comedida de la hija de un pastor que creía en que sus hijas eran personas de razón. Y sensatez.
Yo de cómo escribir, de los trucos y los equívocos, del sentimiento, no sé hablar bien, ni lo pretendo. Es la parte más secreta de una vida privada. Y no la entiendo. Lo único que sé con la claridad del agua, es que escritor es quien escribe siempre que algo le asombra, aunque no tenga lápiz, ni teclas con las que dejar constancia de su orgullo y su prejuicio. Escritor es quien explica lo inexplicable, incluso cuando tocamos la textura de sus libros, puesta en un archivo limpísimo, a doscientos años de distancia.
Ángeles Mastretta
Escritora. Autora de Yo misma. Antología, El viento de las horas, La emoción de las cosas, Maridos, Mal de amores y Mujeres de ojos grandes, entre otros títulos