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Armando Durán / Laberintos: Elecciones a la cubana

   El domingo 11 de marzo, los cubanos acudieron a las urnas para elegir a los 605 diputados que conformarán la nueva Asamblea Nacional del Poder Popular. “Elección” en teoría importante, porque en manos de los “elegidos” reposará la tarea de designar en abril o mayo al Consejo de Estado, incluyendo a Raúl Castro, su presidente. Según la propaganda oficial, esta votación constituye una prueba muy palpable de la solidez democrática de su sistema político, pero todos sabemos que ella es parte esencial de la muy grosera ficción política impuesta a sus pueblos por el centralismo totalitario de los partidos comunistas desde que los bolcheviques tomaron el poder en la Rusia de los zares hace 100 años. Gracias a esta farsa, los electores cubanos “eligieron” a los 605 integrantes del supuesto Poder Legislativo cubano de una lista de 605 candidatos seleccionados por otras ficciones electorales similares a nivel municipal y provincial. Listas, como es bien sabido, confeccionadas a puertas cerradas por las máximas autoridades del Partido Comunista de Cuba.

   En Venezuela, para el próximo 20 de mayo por ahora, los venezolanos harán otro tanto. En el simulacro, “elegirán” al próximo presidente de la República Bolivariana de Venezuela, y a los miembros de las asambleas legislativos de los 24 estados y de todos los concejales del país. Una mecánica electoral con fines idénticos a los de Cuba, pero hasta ahora respetando formalidades meramente protocolares de la democracia representativa, no para reconocer en los eventos electorales el derecho soberano a la alternabilidad, opción desde todo punto de vista tan imposible como en Cuba, sino para disimular con esa leve capa de barniz democrática representada por candidato o candidatos de la oposición, la verdadera naturaleza totalitaria de un proyecto político similar al cubano, pero como el propio Hugo Chávez admitió al asumir por primera vez la Presidencia de Venezuela en febrero de 1999, por otros medios. Textualmente, dijo Chávez en aquella oportunidad que de la misma manera en que Carl von Clausewitz pudo sentenciar que “la guerra es la política por otros medios”, él quería señalar que “la política es la guerra por otros medios.”

   Al día siguiente, en discurso pronunciado en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, Fidel Castro, el principal invitado a los actos de toma de posesión del nuevo presidente venezolano, le advirtió a un auditorio políticamente cautivo, que no esperaran que Chávez hiciera lo que él hizo 40 años antes, porque las circunstancias históricas y políticas del momento eran muy distintas a las de entonces. Luego pidió no hacerle demasiado caso a lo que Chávez diga, sino a lo que Chávez “haga.” Es decir, que Venezuela emprendía ese día una ruta formalmente democrática, pero en el terreno de los hechos acometía la misma tarea de seguir el mismo camino que Cuba tomo en enero de 1959, pero “por otros medios.”

   Esa fue, sin la menor duda, el principal aporte de Chávez a la doctrina revolucionaria. Abandonado el camino de las armas tras el fracaso militar de su intentona golpista del 4 de febrero de 1992, su plan estratégico consistía en construir un aparato estatal que le permitiera darle al régimen naciente una apariencia democrática, pero sin afectar en absoluto su libertad para gobernar como le diera la gana para perpetuarse en el poder hasta el fin de los siglos. Dictadura sin la menor duda, totalitaria y unipersonal como la cubana, pero falseando la realidad política, incluyendo los mecanismos electorales, de tal manera que su poder político, por poco democrático que fuera, no perdiera ante la comunidad internacional una teórica legitimidad democrática de origen.

   Eso fue lo que hizo desde la primera elección convocada por el régimen, el 25 de julio de 1999, para elegir a los 131 diputados encargados de redactar la nueva constitución venezolana. Y lo hizo tan bien, que sus candidatos, agrupados en una alianza electoral llamada Polo Patriótico, con menos de la mitad de los votos, conquistaron 124 de esos 131 escaños. Aquella paradigmática victoria electoral le permitió a Chávez redactar una Constitución a la medida exacta de sus deseos, pero conservando la estructura formalmente democrática del Estado con un truco inicial perverso. En la disposición transitoria número 1 de la nueva Constitución se le fijaba a la Asamblea la potestad de aprobar durante los siguientes 12 meses las leyes que regularan el funcionamiento de los distintos poderes públicos y se establecía que mientras durase ese período de transición de una a otra Constitución, el presidente de la República quedaba encargado de designar a los funcionarios que encabezarían esos poderes. De ese sinuoso modo, a pesar de que las nuevas normas constitucionales reconocían la independencia y autonomía de los poderes públicos, fundamento esencial del funcionamiento de todo Estado democrático, desde el primer momento Chávez tuvo en sus manos el control absoluto del Estado, incluyendo por supuesto el control del Consejo Nacional Electoral y al Tribunal Supremo de Justicia. Esta artimaña decisiva le permitió a Chávez avanzar desde este instante y sin descanso por el sendero que condujera a Venezuela hacia su destino como compañera de ruta de la revolución cubana, pero dar la impresión de no romper en ningún momento el hilo constitucional, cada día más tenue, pero siempre presente. Chávez podía jactarse de actuar como un dictador a quien se le reconocía la legitimidad de origen de su régimen mediante elecciones frecuentes siempre trucadas y la de su desempeño gracias a la continua interpretación de la Constitución y las leyes por parte del TSJ, ajustada siempre a los intereses políticos del régimen.

   Dos hechos alteraron profundamente esta cómoda realidad. La crisis financiera mundial del año 2008 le arrebató a Venezuela la riqueza incalculable que le proporcionaba un mercado internacional del petróleo con precios que superaban en mucho los 100 dólares por barril, y la muerte de Chávez cuatro años más tarde despojó a sus herederos de la potencia de su liderazgo dentro y fuera de país. Esos dos cataclismos precipitaron la crisis económica y social que ya comenzaba a acosar a los venezolanos, hasta que en diciembre de 2015, el malestar de los ciudadanos alcanzó tal magnitud que en las elecciones parlamentarias celebradas en diciembre de aquel año los candidatos del chavismo sufrieron una derrota histórica. Ninguno de los muchos artificios del oficialismo bastó para evitar que los diputados de la oposición ocuparan desde ese día dos terceras partes de la Asamblea Nacional. Desde la aprobación de la Constitución Nacional en referéndum celebrado en diciembre de 1999, el régimen debía convivir ahora con un poder público en manos del adversario y ni Nicolás Maduro ni el gobierno cubano estaban preparados para lidiar adecuadamente con esta imprevista realidad.

   Lo que ocurrió después es una historia penosa y harto conocida. Al final de un laberinto de arbitrariedades cometidas por el régimen y de muy graves incoherencias por parte de la oposición integrada en la alianza llamada de la Unidad Democrática, la crisis venezolana se fue haciendo crisis humanitaria insostenible y al régimen no le quedó más remedio que quitarse la careta. La elección presidencial, programada para diciembre de este año, fue adelantada ilegalmente para el 22 de abril y también ilegalmente se inhabilitó a la MUD como alianza y a Primero Justicia, su principal integrante, para participar en esa elección. Hasta ese punto inadmisible llegó la conformidad de la MUD y tampoco le quedó otra alternativa que denunciar el carácter no democrático de la convocatoria electoral y anunciar que se abstendría de participar en ella. Confiaba la MUD que Maduro, para no quedarse como único candidato presidencial, tendría que ceder en algún punto. No contaba la MUD, sin embargo, que a espaldas suyas Henri Falcón, ex gobernador del estado Lara, ex chavista convertido en opositor y miembro de la alianza opositora, negociaba con el régimen lanzar su candidatura como talonario necesario de Maduro. En este punto crítico, se hizo inevitable el desmantelamiento del régimen como figuración democrática y de la MUD como alternativa democrática. Maduro hizo entonces otros dos anuncios irremediables. Por una parte transformó la elección presidencial en mega elección, al incorporar la elección de todas las asambleas legislativas estatales y de todos los concejos municipales del país, razón por la cual el CNE pospuso la fecha de la votación para el 20 de mayo. Por otra parte, añadió a Acción Democrática y a Un Nuevo Tiempo a la lista de los partidos políticos ilegalmente inhabilitados. Así las cosas, hasta el día de hoy se sabe que en las muy irregulares elecciones venezolanas del 20 de mayo participarán 14 partidos políticos, 10 de ellos integrados en la alianza chavista del Polo Patriótico, y cuatro mini-partidos de la oposición, agrupados en torno a la candidatura de Henri Falcón. Con esta decisión arbitraria, Maduro, acorralado por circunstancias de las que muy difícilmente podrá escapar, rompió al fin con la tradición chavista de disimular la naturaleza de su régimen con frecuentes pero muy trucadas elecciones. Y así, queriéndolo o no, por culpa de unos y otros, desaparece del horizonte venezolano la falsa esperanza de una salida pacífica y electoral a la crisis y se inicia para todos una nueva e irreversible etapa del proceso, la de las elecciones a la manera cubana. Es decir, la del sálvese quien pueda y la del todo o nada. Con todas sus pavorosas consecuencias.        

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